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Bares

Siempre he pensado que si los bares no existieran nos tiraríamos más a menudo desde lo alto de los edificios, nos acuchillaríamos por las calles, nos daríamos de bofetadas por cuestiones mínimas, absurdas, intrascendentes... Supongo que una de las causas del elevado índice de suicidios que hay en los países nórdicos es la enorme distancia que hay entre bar y bar; durante el trayecto hay demasiado tiempo para pensar, demasiados copos de nieve, demasiado silencio y demasiados personajes de Inmar Bergman o de Henrik Ibsen tratándole de encontrar un sentido al sinsentido de la vida.

Los países europeos menos prósperos -fundamentalmente mediterráneos- descubrimos, hace ya tiempo, que la vida solo se encuentra en los bares; que la vivienda familiar no está más que para discutir sobre pequeñeces, para imponer normas, para esconder cadáveres en los armarios, para dormir la siesta o para contemplar todas las noches la televisión del mismo modo que un animal doméstico contempla un horizonte huidizo y metálico.

Las personas que vivimos en estos países –pobres pero, eso sí, honradas– nunca hemos dispuesto de demasiado tiempo para pensar en el sentido de la vida; tal vez porque nunca hemos habitado viviendas lo suficientemente confortables, cálidas y espaciosas, es decir, mínimamente acondicionadas para librar tal menester o tal vez porque desde que el tiempo es tiempo no hemos tenido más remedio que pasarnos la mayor parte de la vida buscando dinero con el que pagar las consumiciones a nuestros amigos, a nuestras amantes, al jefe de nuestro departamento o al vecino de enfrente.

De un tiempo a esta parte se han puesto de moda en la capital de esta comarca los bares de diseño. No sé por qué pero lo cierto es que están sustituyendo a los bares más tradicionales, encareciendo los precios y brotando por todos los barrios como beatas tras una procesión de semana santa: luminosos, cómodos, de recorrido lineal, con cuadros y consignas vaporosas, bucólicas, trasnochadas hasta en la taza del water y cubiertos de un entramado de madera comprado, supongo, en Ikea, al que suscribe todos le parecen el mismo pero, en fin, todo sea por la modernidad de este país.

El que esta tarde me contempla -aburrido, solitario, vagamente ocioso- tiene, como todos, lámparas complicadas, cebolla caramelizada en casi todos los pinchos que se muestran sobre la barra, camareras que apenas parpadean, música anglosajona, parejas que se encaminan irremediablemente hacia el final del amor y un par de individuos que, como yo, de vez en cuando se preguntan –seguro– por qué demonios pasa uno tanto tiempo sentado ante la barra de cualquier bar cuando podría estar especulando en bolsa, dirigiendo el tráfico en alguna provincia rumana, estudiando un máster cualquiera para convertirse en jefe de manada, tentándole el músculo al sexo contrario, salvando a la patria junto a algún grupo de fanáticos o escribiendo párrafos tan intrascendentes como estos. Cosas de este clima tan despiadamente lluvioso. Supongo.

Siempre he pensado que si los bares no existieran nos tiraríamos más a menudo desde lo alto de los edificios, nos acuchillaríamos por las calles, nos daríamos de bofetadas por cuestiones mínimas, absurdas, intrascendentes... Supongo que una de las causas del elevado índice de suicidios que hay en los países nórdicos es la enorme distancia que hay entre bar y bar; durante el trayecto hay demasiado tiempo para pensar, demasiados copos de nieve, demasiado silencio y demasiados personajes de Inmar Bergman o de Henrik Ibsen tratándole de encontrar un sentido al sinsentido de la vida.

Los países europeos menos prósperos -fundamentalmente mediterráneos- descubrimos, hace ya tiempo, que la vida solo se encuentra en los bares; que la vivienda familiar no está más que para discutir sobre pequeñeces, para imponer normas, para esconder cadáveres en los armarios, para dormir la siesta o para contemplar todas las noches la televisión del mismo modo que un animal doméstico contempla un horizonte huidizo y metálico.