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Black lives matter: calla y escucha

El asesinato de George Floyd ha sido la mecha de un estallido imprescindible en todo el mundo: de la mano del movimiento Black lives matter han tenido lugar una notable cantidad de concentraciones y manifestaciones de personas racializadas en contra del racismo y el colonialismo… y las que quedan. De Bristol a Madrid, de Zaragoza a París, de Minneapolis a la grandiosa manifestación por las vidas trans racializadas en Nueva York este fin de semana, la denuncia antirracista y anticolonial coloca a un mundo blanco que agoniza frente al cuadro de sus miserias, gracias a voces que hablan en primera persona de la opresión y la discriminación racial que siguen soportando en pleno siglo XXI. Un reto para el que sería temerario decir que estamos preparadas.

Años de colectivos y discursos antirracistas excesivamente blancos parecen tocar a su fin, y eso es síntoma de que las sociedades evolucionan. Por fin, empieza a resultar vergonzante robar protagonismo a quien se defiende, al fin es cuestionado un antirracismo más bien tibio y oenegeizado, integracionista, que no deja de ser otra forma de paternalismo neocolonial. Sólo cuando logran tomar su lugar en primera persona las voces explotadas hay oportunidad de hacer cambios de calado, en el feminismo lo sabemos bien.

En el estado español sobran las muestras rampantes de racismo y no sólo el brutal y descarado —el que se encarna en las muertes de Samba Martine, Idrissa Diallo, Mohamed Bouderbala, Manuel Fernández, Ilias Tahiri, Mame Mbaye, Daniel Jiménez, los muertos en el Tarajal, los cientos de personas refugiadas y migrantes que mueren cada año en el Mediterráneo, los encerrados en los CIEs, los y las amedrantadas por las fronteras interiores...—, sino el enmascarado en discursos progresistas y el larvado, que son tanto o más peligrosos por sibilinos. Veamos unos cuantos ejemplos que nos hagan indagar en nuestro propio racismo.

Uno. En la previa a la convocatoria, en multitud de ciudades españolas, de las manifestaciones “Las vidas negras importan”, El Confidencial se permitía un vergonzoso artículo que, amparado en expertos y expertas universitarias blancas, descalificaba las movilizaciones porque “España no es Minneapolis” defendiendo que “corear aquí los eslóganes de EEUU tiene poco sentido”. El redactor se había dedicado a recoger voces de expertos/as, en una mayoría aplastante no racializadas, para pontificar en contra de la convocatoria sin dar voz a ninguna organización implicada en la misma, salvo por un tweet. Que un sociólogo almeriense se ampare en estadísticas para enmendarle la plana a la comunidad negra en España es un sonrojante whitesplaining. La única experta racializada consideraba que sí son pertinentes las movilizaciones, pero no dejes que el contenido del artículo te desmonte tu tesis plasmada en el titular, debió pensar el redactor.

Dos. En medio de un digno y necesario estallido antirracista y anticolonial, una parte de la izquierda tuitera se dedicaba, el domingo de las concentraciones, a criticarlas por cuestiones de salud pública sin reparar en que tomaron todo tipo de medidas posibles contra la COVID-19, aunque el desborde hiciera que la situación se complicara. En un Madrid a próximo a la fase dos —un día antes— con la que se abrirían masivos centros comerciales, es sintomático que a cierto progresismo se le ocurriera entonar un “Así no” paternalista que jamás usarían con manifestantes de la Nissan y que desde luego no usaron días antes cuando alababan las movilizaciones norteamericanas. Más whitesplaining y un doble rasero.

Tres. Completan el cuadro quienes sufren por el “borrado de la historia” que, supuestamente, producen acciones como la decapitación de estatuas de Colón, la agresión a las efigies de Churchill, que consideraba que la blanca —en particular los británicos— era una raza superior y que destetaba a los indios, con Gandhi a la cabeza, a quienes consideraba “ un pueblo bestial adepto a una religión igualmente animalesca”, o la inmersión festiva en Bristol del esclavista Colston… No parecen tan preocupados por el hecho de que, según una encuesta realizada en 2018 por You Gov, el 44% de los ingleses considere que la historia colonial del Reino Unido es algo de lo que enorgullecerse, y que sólo el 19% considere condenable su imperialismo. Y obvian, claro está, la construcción de historia nueva que esos actos de denuncia implican. Estatuas de Hitler, no; de esclavistas y genocidas, sí. Incluso contextualizar 'Lo que el viento se llevó' les parece a algunos un atentado a la cultura. Quieren, por tanto, que se mantenga todo tal cual.

No he tenido ocasión de leer qué opinan este tipo de personas de la incursión de activistas negros en un museo francés para expropiar arte africano expoliado por Francia, pero supongo que hayan saltado por los aires unos cuantos monóculos. Son muchos y muchas quienes refrendan la postura de Macron al señalar que no se puede “reescribir” la historia, como si esta no fuera siempre un campo de batalla entre sentidos, representando una de tantas, en la gran variedad de formas que hay de resistirse a reconocer deudas históricas y el derecho de los y las violentados a justicia y reparación. Porque no quieren que se borre la historia, no, de hecho, lo que quieren es maquillar las bases brutales de nuestra civilización. A España, hasta el momento, no ha llegado el debate, pero llegará, como no puede ser de otra forma con un pasado colonial y un presente más racista de lo que quisiéramos reconocer. Ojalá seamos capaces de tener debates equilibrados sobre cómo usar el espacio público, ojalá sepamos escuchar la riqueza y variedad de posturas posibles.

Las personas racializadas exigen reconocimiento en toda su amplitud, lo cual implica una justa redistribución de la riqueza, y por eso tienen todo un sistema en su contra, en el que hay que tener cuidado para no ser funcional. Porque cuesta asumir que tenemos una deuda histórica, que multinacionales europeas han expoliado y expolian a otros pueblos, que nuestro parlamentarismo liberal se esculpió sobre el esclavismo y que cuando una persona racializada habla para exponer su legítima rabia, ya sea por la deuda histórica o por un estúpido comentario sobre su pelo o su piel, hoy, a la gente blanca, nos toca cerrar la boca y escuchar, resistirnos a opinar sobre cómo deben obrar y cultivar la empatía. Verdad, justicia, reparación… es la misma fórmula para todas las injusticias, siempre igual de difícil de llevar a cabo.

Si eres blanca o blanco y de verdad crees que las vidas negras —latinas, gitanas, musulmanas, asiáticas…— importan, aprende a callar y a escuchar, es otro modo de luchar.

El asesinato de George Floyd ha sido la mecha de un estallido imprescindible en todo el mundo: de la mano del movimiento Black lives matter han tenido lugar una notable cantidad de concentraciones y manifestaciones de personas racializadas en contra del racismo y el colonialismo… y las que quedan. De Bristol a Madrid, de Zaragoza a París, de Minneapolis a la grandiosa manifestación por las vidas trans racializadas en Nueva York este fin de semana, la denuncia antirracista y anticolonial coloca a un mundo blanco que agoniza frente al cuadro de sus miserias, gracias a voces que hablan en primera persona de la opresión y la discriminación racial que siguen soportando en pleno siglo XXI. Un reto para el que sería temerario decir que estamos preparadas.

Años de colectivos y discursos antirracistas excesivamente blancos parecen tocar a su fin, y eso es síntoma de que las sociedades evolucionan. Por fin, empieza a resultar vergonzante robar protagonismo a quien se defiende, al fin es cuestionado un antirracismo más bien tibio y oenegeizado, integracionista, que no deja de ser otra forma de paternalismo neocolonial. Sólo cuando logran tomar su lugar en primera persona las voces explotadas hay oportunidad de hacer cambios de calado, en el feminismo lo sabemos bien.