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Crónica de un etnocidio
El patrimonio histórico es un concepto amplio que valora todos aquellos bienes materiales e inmateriales que un pueblo hereda de sus antecesores, constituyendo la base de su desenvolvimiento sociocultural futuro. Sin embargo en Cantabria las instituciones públicas, que por ley y lógica debieran velar por su conocimiento y desarrollo normalizado, son cooperadoras necesarias en su pérdida.
Las ciencias sociales, y concretamente la Etnología, denominan etnocidio a estas políticas agresivas que propician la destrucción de la cultura de un pueblo para favorecer su asimilación por otra cultura hegemónica. Y urge llamar a las cosas por su nombre para tomar conciencia de la situación que padecemos, porque si hemos permitido que se abran bajo criterios turísticos las cuevas de Altamira, que caigan goteras sobre las estelas de Barros, que se levanten molinos eólicos en los castros y se especule con los terrenos de las boleras… ¿cuándo vamos a despertar?
Cuentan que en una reunión con directores de Cultura de las distintas comunidades autónomas, alguien del Ministerio apeló al representante de Cantabria, sorprendido porque no tuviéramos un solo Bien de Interés Cultural (BIC) inmaterial reconocido. A raíz de ello, la Comisión de Patrimonio Etnográfico se volvió a reunir (¡8 años después!) y propuso proteger los bolos, el rabel y las marzas, animando a las asociaciones a enviar propuestas.
Claro que la sociedad civil iba bastante por delante y hacía años que había aportado, junto a centenares de firmas y con el apoyo de expertos y colectivos diversos, una solicitud para reconocer como BIC el patrimonio lingüístico cántabro. Paradójicamente, mientras el Servicio de Patrimonio dependiente del Gobierno autonómico lo dejaba desamparado, la UNESCO lo incluía en su Atlas de las Lenguas del Mundo en Peligro. Esta es una de las constantes en Cantabria: nos reconocen fuera lo que negamos dentro.
Entonces ocupó su cargo el actual consejero de Cultura y Educación, con la intención de, ojo, acabar “con el acento en lo autóctono”. Vaya feria (de abril). También en esto, ese Estatuto de Autonomía que le atribuye la labor de “defensa y protección de los valores culturales del pueblo cántabro” está de adorno.
Lamentablemente, otra de las constantes en la historia reciente de Cantabria es la dependencia absoluta de unos pocos que, con una labor encomiable, han logrado salvar, dignificar y difundir elementos de nuestra cultura. Da miedo pensar qué habría quedado de nuestros mitos y leyendas sin Manuel Llano, de nuestros cuentos tradicionales sin García Preciado, de nuestros trajes populares sin Gustavo Cotera o de nuestra memoria histórica sin Fernando Obregón. Pero son estrellas que sólo iluminan fugazmente un anochecer cada vez más oscuro.
Incluso el Aula de Patrimonio de la Universidad de Cantabria presentó al respecto un informe. En él, se advierte de la ausencia de contenidos relacionados con el patrimonio en los planes educativos cántabros, y de que el futuro es desolador “si no formamos y sensibilizamos a los jóvenes”, porque “cuando algo no se conoce, no hay sensibilidad y no se valora”. Dos años antes se habían suprimido las asignaturas de Historia de Cantabria de esa misma Universidad. Dos años después, la Consejería ha decretado un currículo de ESO con graves carencias en Historia, Geografía, Lengua y Literatura, Música o Biología.
“Nuestros jóvenes acaban la Educación Secundaria sin conocer nada del Patrimonio de Cantabria”, subrayaba el informe, que también pone de relieve la falta de coordinación de los centros educativos con los organismos que dependen del Gobierno. La pasada semana organicé una salida al Saja-Nansa con mis alumnos de una escuela pública, y en los espacios visitados cobran a nuestros escolares mayores de 16 años como si fuera un grupo de turistas extranjeros. En la cueva del Soplao cada alumno debía pagar 9,5 euros más 0,7 euros de comisión que se queda el banco por la gestión de las entradas, lo que supone que los estudiantes de un centro educativo público de Cantabria, para acceder en una visita pedagógica a un espacio que ya en su día fue habilitado con nuestro dinero, tiene que volver a pagar más de 10 euros. Así es como acercamos nuestro patrimonio a los jóvenes cántabros.
Y es que eso del patrimonio, para nuestros gobernantes, se reduce a un elemento folclorizado para dar una nota de color en ciertos eventos o un recurso mercantil con el que atraer turismo, cuando no un incordio para el único modelo de desarrollo económico que conciben.
El patrimonio histórico es un concepto amplio que valora todos aquellos bienes materiales e inmateriales que un pueblo hereda de sus antecesores, constituyendo la base de su desenvolvimiento sociocultural futuro. Sin embargo en Cantabria las instituciones públicas, que por ley y lógica debieran velar por su conocimiento y desarrollo normalizado, son cooperadoras necesarias en su pérdida.
Las ciencias sociales, y concretamente la Etnología, denominan etnocidio a estas políticas agresivas que propician la destrucción de la cultura de un pueblo para favorecer su asimilación por otra cultura hegemónica. Y urge llamar a las cosas por su nombre para tomar conciencia de la situación que padecemos, porque si hemos permitido que se abran bajo criterios turísticos las cuevas de Altamira, que caigan goteras sobre las estelas de Barros, que se levanten molinos eólicos en los castros y se especule con los terrenos de las boleras… ¿cuándo vamos a despertar?