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Desescalando que es gerundio
La desescalada avanza, como si estuviéramos bajando una montaña. Aquella idea de que la naturaleza había recuperado espacio en las ciudades poco a poco se irá disipando y el ritmo de una “nueva normalidad” se irá imponiendo al igual que la vieja. Porque “nuevo” y “viejo” aquí significan lo mismo, pero el relato se construye con otra palabra para hacer como si no lo fuera, dando esa sensación de oportunidad de cambio, de transición, de renovación. Cada vez parece más claro que estamos viviendo un tiempo de pocas certezas y muchas incertidumbres, donde quizás lo más sensato sea poder plantearnos preguntas juntos y compartirlas.
Al reflexionar sobre cómo debería de ser esa “nueva normalidad”, en muchas ocasiones, se habla de poner la vida en el centro, ¿la vida de quién, de quiénes? Si no somos capaces de articular modelos de convivencia que impliquen una mirada no antropocéntrica de la vida, seguiremos en la escalada acelerada de este modelo de capitalismo extractivista que nos ha traído hasta aquí. Acabar con la biodiversidad de los ecosistemas no puede ser una opción en nombre de ninguna idea de progreso o desarrollo, explotar a personas, animales y ecosistemas no puede seguir siendo la dinámica habitual, (re)precarizar la vida para que un sistema que no respeta los ritmos de la propia existencia continúe acumulando riqueza mediante la dominación y la violencia (más o menos disimulada) no puede ser una opción. No podemos sostener un sistema insostenible.
Ya nos irán llegando las campañas de blanqueamiento del capitalismo verde, que en nombre de una supuesta “transición ecológica” van a seguir fomentando el consumismo y los modelos intensivos de producción y no apoyando los procesos necesarios para una transición agroecológica real. ¿No es un buen momento para entender que deberíamos de plantearnos seriamente el decrecimiento como alternativa? La masificación del turismo, las formas intensivas de producción de alimentos, el consumismo y la productividad como medida de todos los ámbitos de la vida (esa idea de producir a cualquier precio, de explotar personas, recursos, animales… para continuar esta rueda imparable de gasto) van a ir, progresivamente, acabando con todo aquello que sostiene la vida. No se trata de reciclar (que también) sino de no consumir, de no generar residuos, de distinguir lo esencial de lo superfluo.
Durante este confinamiento las grandes distribuidoras online se han puesto las botas, el hecho de estar encerrados en casa no solo no ha impedido que se siga consumiendo, sino que la gran mayoría de este consumo se ha realizado a través de estos grandes canales de comercialización y distribución. Modelos de empresa que hacen mucho daño al comercio local, a las tiendas del barrio o a las librerías de tu ciudad. Hacer la compra también es un acto político, de la política cotidiana que organiza la vida en común.
¿Cómo queremos vivir junto a los demás? ¿Cómo queremos relacionarnos? ¡Qué importante y necesaria la presencia del cuerpo en nuestra relación con otras personas! la vida mediatizada por la virtualidad no puede convertirse en algo deseable. Entiendo que la tecnología sea un medio en muchos casos: ¡Cuántas personas mayores (y no tan mayores) se han sentido acompañadas por sus familias durante este confinamiento! Pero esto no puede convertirse en un fin, en un modelo que contemple un escenario de vida digitalizada, donde las interacciones humanas se reduzcan a levantar el icono de la manita cuando quieras hablar por videoconferencia. Hablar sin mirar a los ojos, relacionarse a través de la pantalla, resulta muy difícil intentar fijar la vista en el agujero de la cámara de un portátil. ¿Hemos pensado de verdad a cuánta gente se deja fuera de esta vida digital? ¿Cuánto aumentan las brechas (de género, educativas, económicas, digitales…) con este planteamiento de futuro hipertecnologizado que se nos presenta, donde toda salida efectiva y eficaz a la crisis ha de pasar por la tecnología?
Me preocupa la deriva hacia un mundo digital como solución a los problemas actuales de movilidad, sanitarios, etcétera, y a otros viejos problemas relacionados con el análisis de datos, el trabajo, el consumo, las tendencias… una biopolítica que se materializa en nuestros dispositivos móviles y que traduce la vida en cifras, bajo la doctrina del shock digital y el dataísmo. Números e indicadores sin cuerpo, sin materialidad, sin expresión, sin voz, sin emociones. Números que bailan, dicen todo y no dicen nada, deshumanizan, alejan. Datos que se usan indistintamente como un bisturí, como un escudo, como un arma arrojadiza.
Quizás sea el momento de improvisar (en este mundo de planes, protocolos, fases, y datos), de comenzar una escapada paulatina, un proceso de desapego de la vida digital, que nos permita articular la necesidad de presencia y cercanía de los cuerpos con la posibilidad de conectarse con las personas que están lejos y también forman parte de nuestro mundo.
Durante el confinamiento y la desescalada estamos continuamente redefiniendo las nociones de espacio y tiempo, sigo con esa sensación de aceleración en todo, la misma que había antes de estar confinados. Una prisa que antepone los ritmos de la economía y las urgencias de consumo a cualquier otra necesidad. Una sensación de que parar o desconectar no era (no es) lo oportuno y que teníamos que estar (y mostrar) actividad continuamente. Una especie de ser social digital de alta intensidad, que lleva a exponer la vida a lo digital con el objetivo de tranquilizar audiencias.
Para las personas que vivimos en el campo, la desescalada probablemente no esté siendo igual que para las que vivan en la ciudad. Para las que, además, vivimos del campo, tampoco lo fue el confinamiento. En cualquier caso, generalizar y establecer dicotomías entre las formas individuales o colectivas de vivir esta situación, me sigue resultando absurdo. La desescalada es como bajar del monte, subir la ladera de una montaña cuesta un esfuerzo importante, pero no menos esfuerzo cuesta bajarla. Si alguna vez os veis en la situación de tener que bajar una montaña, podéis hacerlo siguiendo los senderos que hacen los animales en sus movimientos diarios, suelen ir en zig zag y por tramos de menor dificultad. Cualquier campesino lo sabe: los animales siempre buscan el mejor lugar para subir y bajar una ladera. No es mala comparación a la hora de plantearse la desescalada, sin miedo, pero con atención y teniendo en cuenta a todos y todas.
También se aprende a mirar a los animales y a observar cómo interactúan con el medio. Todas las mañanas viene un gallo a la ventana de mi cocina. Es una ventana a pie de calle, creo que se acerca porque se ve reflejado en el cristal. Cada día repite el mismo ritual: una serie de movimientos espasmódicos como si se estuviera retando a sí mismo, mirando de reojo y agitando las alas. El pico alto, el cuello erguido, la cresta reluciente... entonces rompe a cantar con chulería y automáticamente se asusta de su reflejo y escapa con disimulo y la vista baja, picoteando el suelo, como si nada. ¿Habéis visto desde vuestras ventanas esos otros gallos que, con el megáfono en mano, se desgañitan por las calles de la ciudad subidos a un descapotable? A veces van envueltos en banderas para reconocerse los unos a los otros, repitiendo movimientos espasmódicos y mirándose de reojo, a ver quién grita más alto. Otro gallo cantaría si hubiera que coger el megáfono para defender la sanidad y la educación públicas, la regularización de migrantes o denunciar las violencias machistas. Yo, sin duda, me quedo con el gallo cantarín que me da los buenos días cada mañana, que de pollos y aguiluchos ya estoy bien harta.
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