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Flores amarillas

A veces la vida se vuelve obstinada e incluso cruel y nos pone obstáculos que parecen inabarcables, haciéndonos sufrir lo impensable y rompiéndonos en miles de trozos. Me emociono escuchando a Bea contarme cómo resurgió de las cenizas tras un traumático proceso de divorcio. Como inmigrante mexicana, sin la nacionalidad española, estaba totalmente desamparada ante la ley. Sin embargo, mientras habla, brotan junto a las lágrimas, grandes dosis de valentía, fuerza y optimismo. Es un contrasentido.

No puedo evitar preguntarle de dónde sacó la fuerza para salir adelante. “Pensaba: no me puede ir mal porque mis abuelos están conmigo”. Me dice que le ayudaba recordar a su gente, la comida, la música y los colores de su tierra. “¿Los colores?”, pregunto sorprendida. “México es color. El color nos da la vida”. Es cierto que el color ha estado presente en la región y sigue estándolo desde hace cientos de años. Ya en las culturas precolombinas se utilizaban llamativos colores para decorar desde el cuerpo hasta increíbles templos como el de Tehotihuacán. A principios del siglo XX muralistas como Diego Rivera también llenaron el país de colores en un intento por construir una nueva identidad nacional.

Hoy en día el mayor mural de México se encuentra en la ciudad de Pachuca y abarca 32.000 metros cuadrados. El colectivo de artistas visuales Germen Crew llevó a cabo este proyecto en 2015 con el fin de transformar el espacio urbano y buscar nuevas formas de interacción entre el arte y la ciudadanía. Los autores hablan de un ‘nuevo muralismo mexicano’ con un profundo beneficio social: pone alegría y cambia el estado ánimo de los habitantes, crea empleo y promueve la participación comunitaria y mejora la cohesión social. De hecho, en este cerro, la criminalidad se redujo en un 35% y muchos pandilleros se integraron en el proceso artístico.

Parece que el color influye enormemente en la vida de los mexicanos… y también en la muerte. En México, al igual que en España, se celebra el Día de los Muertos el 2 de noviembre, pero con rituales muy distintos. Calles, cementerios y casas se llenan de flores, dulces y papel maché de infinitos colores para acoger la visita de los difuntos. “No tenemos miedo a la muerte ni a los muertos, les invocamos una vez al año para que nos visiten. Les seguimos recordando, con alegría, no con tristeza. Preparar el altar es una tarea laboriosa pero me produce mucha calma”, me explica Bea.

Se rodean los altares con pétalos de flores amarillas (cempasuchil) que guían al difunto hasta las ofrendas con sus alimentos, fotos y recuerdos preferidos. “A mi abuelo cada año le espero con el pan de muerto, un tequila y música de mariachis, la misma que le acompañó hasta el cementerio. Nos pidió que no nos vistiéramos de negro, sino de colores y que su despedida fuera una fiesta”. Curiosa coincidencia. El abuelo de Bea era de Pachuca.

No sabemos qué ocurre después de la muerte o si podremos volver cada año a saludar a nuestros familiares, pero es bonito ver cómo los que están aún vivos encuentran la forma de poner paz en su corazón.

¡Feliz Día de los Muertos!

A veces la vida se vuelve obstinada e incluso cruel y nos pone obstáculos que parecen inabarcables, haciéndonos sufrir lo impensable y rompiéndonos en miles de trozos. Me emociono escuchando a Bea contarme cómo resurgió de las cenizas tras un traumático proceso de divorcio. Como inmigrante mexicana, sin la nacionalidad española, estaba totalmente desamparada ante la ley. Sin embargo, mientras habla, brotan junto a las lágrimas, grandes dosis de valentía, fuerza y optimismo. Es un contrasentido.

No puedo evitar preguntarle de dónde sacó la fuerza para salir adelante. “Pensaba: no me puede ir mal porque mis abuelos están conmigo”. Me dice que le ayudaba recordar a su gente, la comida, la música y los colores de su tierra. “¿Los colores?”, pregunto sorprendida. “México es color. El color nos da la vida”. Es cierto que el color ha estado presente en la región y sigue estándolo desde hace cientos de años. Ya en las culturas precolombinas se utilizaban llamativos colores para decorar desde el cuerpo hasta increíbles templos como el de Tehotihuacán. A principios del siglo XX muralistas como Diego Rivera también llenaron el país de colores en un intento por construir una nueva identidad nacional.