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Sobre este blog

Montano

No se ha muerto como del rayo, porque hacía tiempo que lo suyo no acababa de pintar bien. Que Alicia no esté ya con nosotros es la constatación de que la muerte es cruel y sobre todo, mediocre. “Cuánto penar para morirse uno”, decía también Miguel Hernández. Recuerdo que hace unos veranos aceptó participar en un curso sobre periodismo que dirigí en la UIMP. Mientras cenábamos en un restaurante santanderino coincidimos en la necesidad de bajar kilos, pero ella aborrecía el gimnasio: “Prueba con mi ejercicio favorito: hacer pesas con dos kilos de arroz de Calasparra en cada brazo”.

No he conocido a nadie que maneje tan bien el humor como herramienta de diálogo con pares y nones. En su etapa como jefa de nacional de los telediarios aprendí a contar la política en televisión, aquellas piezas breves trufadas de declaraciones de todos los colores que siempre conseguían destacar lo esencial. Qué inútil que una vida tan consecuente acabe tan pronto en tabla rasa. Qué forma de mandar al cajón de las cosas que pasaron el carácter de esa mujer, intuitiva, periodista febril, amiga de sus amigos y de sus enemigos: “Machán, no te engañes”, me decía, “hay excelentes personas en la derecha e ilustres malvados en la izquierda y viceversa”.

Siempre he seguido esa observación, muy iluminada por una personalidad como la suya, tan dada al diálogo y a contar las cosas como un Aleph, el universo desde todos los espacios y los tiempos. En los últimos meses hablé con ella con la frecuencia que permite el WhatsApp. Nunca consintió que la enfermedad le impidiese un buen par de párrafos llenos de cariño.

Fuimos muchos los que la defendimos como la más adecuada para dirigir el futuro de RTVE. Ahora, la muerte ha enterrado también su talento y el arranque que la caracterizaba para poner las cosas en el lugar en donde deberían estar. De aquella cena me queda también lo que le gustaban los versos de Pepe Hierro: “Soplaba el sur. Mirada última. Día final para aprenderme sus lecciones de luz, de música... luego la vi desvanecerse, la vi fundirse en la distancia, hacerse sueño para siempre”.

No se ha muerto como del rayo, porque hacía tiempo que lo suyo no acababa de pintar bien. Que Alicia no esté ya con nosotros es la constatación de que la muerte es cruel y sobre todo, mediocre. “Cuánto penar para morirse uno”, decía también Miguel Hernández. Recuerdo que hace unos veranos aceptó participar en un curso sobre periodismo que dirigí en la UIMP. Mientras cenábamos en un restaurante santanderino coincidimos en la necesidad de bajar kilos, pero ella aborrecía el gimnasio: “Prueba con mi ejercicio favorito: hacer pesas con dos kilos de arroz de Calasparra en cada brazo”.

No he conocido a nadie que maneje tan bien el humor como herramienta de diálogo con pares y nones. En su etapa como jefa de nacional de los telediarios aprendí a contar la política en televisión, aquellas piezas breves trufadas de declaraciones de todos los colores que siempre conseguían destacar lo esencial. Qué inútil que una vida tan consecuente acabe tan pronto en tabla rasa. Qué forma de mandar al cajón de las cosas que pasaron el carácter de esa mujer, intuitiva, periodista febril, amiga de sus amigos y de sus enemigos: “Machán, no te engañes”, me decía, “hay excelentes personas en la derecha e ilustres malvados en la izquierda y viceversa”.