Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El paisaje y el decorado
Hasta hace unos pocos años hubo aquí, bajo mi ventana, una cárcel desde la que podría verse el mar. Mantengo el condicional del verso de José Hierro aunque estoy en condiciones de despejar cualquier duda: en efecto, se ve; tengo delante, aunque un poco a lo lejos, una porción de la bahía. Ahí están los muelles de Raos, la entrada a la dársena del Barrio Pesquero, las luces intermitentes de las boyas que marcan el camino a los barcos, las naves y tinglados portuarios, las grúas… En cambio no alcanzo a distinguir el Centro Botín, al que algunos quisieron buscar un lugar en este paisaje, que se construye en la zona noble de la ciudad en medio de una agitada controversia.
Pensaba en todo esto, en las controversias y en lo que se ve o deja de verse, cuando leía aquí a Alejandro Sanz Láriz, en un artículo en el que ponía en cuestión los valores estéticos del edificio diseñado por Renzo Piano y lamentaba el impacto del mismo sobre unas vistas que forman parte de la memoria sentimental de los santanderinos. Esto del impacto es imposible de discutir, y en cuanto a lo de gustar más o menos, ya lo decía él: sobre gustos no hay nada escrito. Así que dejemos de lado lo de la controversia y vayamos al otro asunto: aquello de lo que se ve, y lo que no.
En el panorama que les describía más arriba, en ese espacio que abarco ahora con la mirada, se hacen sitio como a codazos algunas de las mayores construcciones que se levantan en Santander. Silos que doblan en altura al mayor de los edificios del vecino barrio de Castilla-Hermida, el larguísimo pantalán de la antigua Calatrava, los depósitos químicos en la primera línea del muelle, el puente levadizo, la colorida terminal de graneles alimentarios y la de carbón, de desmesurado, inabarcable volumen. Están también las campas del puerto, llenas de coches a punto de embarcar, o recién desembarcados, las dársenas y la siempre latente amenaza de nuevos rellenos que continúen achicando la bahía. Todo está puesto ahí como buscando que nadie, por mucho que lo intente, pueda dejar de verlo, pero a veces tengo la sensación de que todo eso es invisible. Buena parte se construyó hace bien poco, con escasa o nula polémica, en llamativo contraste con lo que sucede en el caso del edificio de Renzo Piano. No creo que el impacto visual de este sea mayor que el de esas otras construcciones, y tampoco que vaya a tener menor importancia como generador de actividad y riqueza, aunque no lo haga en forma de toneladas de mercancías ni, necesariamente, en euros.
Decía que hubo quien defendió que el Centro Botín se construyera más al sur, lejos del Paseo de Pereda y allí donde de verdad podría contribuir a recuperar zonas degradadas. O sea, aquí. Es dificil negar lo bienintencionado de la idea, aunque siempre es sospechoso que se piense en mejorar la vida de los barrios a grandes zancadas, cuando habría tantos pequeños pasos que dar antes. Me preocupa también que eso de la mejora sea solo una coartada para seguir haciendo lo de siempre: llevar al extrarradio aquello que no se quiere ver. Hay algo del peor Santander de toda la vida en esto, como también en que el Club Marítimo –un edificio comparable en casi todo al Centro Botín, pero de disfrute privado privadísimo– haya renovado su concesión, o esté a punto de hacerlo, sin que un clamor de voces pida que se recupere para otros usos.
Me gusta lo que veo desde mi ventana. Por el mar y porque puedo seguir el ir y venir de los barcos, claro, pero sobre todo porque ahí están el barrio donde habito y, al otro lado de las vías, el barrio en el que crecí. Pese a todos esos pequeños pasos que no se han dado, a los edificios que se dejan caer o a los vecinos con quien nadie cuenta, todavía hay más vida en cualquiera de ellos que en ese páramo en el que se está convirtiendo el centro de Santander y su fachada marítima, que apenas son ya más que el decorado de una función en la que lo único importante es que nada cambie entre representación y representación. No confío en que el edificio de Renzo Piano alcance a transformar nada de esto, pero quizá sí pueda conseguirlo lo que se haga en él, la forma en que se integre en el tejido cultural de la ciudad y en la vida de sus vecinos. Aunque temo la decepción, espero que el Centro Botín abra pronto sus puertas para poner a prueba mi optimismo.
Hasta hace unos pocos años hubo aquí, bajo mi ventana, una cárcel desde la que podría verse el mar. Mantengo el condicional del verso de José Hierro aunque estoy en condiciones de despejar cualquier duda: en efecto, se ve; tengo delante, aunque un poco a lo lejos, una porción de la bahía. Ahí están los muelles de Raos, la entrada a la dársena del Barrio Pesquero, las luces intermitentes de las boyas que marcan el camino a los barcos, las naves y tinglados portuarios, las grúas… En cambio no alcanzo a distinguir el Centro Botín, al que algunos quisieron buscar un lugar en este paisaje, que se construye en la zona noble de la ciudad en medio de una agitada controversia.
Pensaba en todo esto, en las controversias y en lo que se ve o deja de verse, cuando leía aquí a Alejandro Sanz Láriz, en un artículo en el que ponía en cuestión los valores estéticos del edificio diseñado por Renzo Piano y lamentaba el impacto del mismo sobre unas vistas que forman parte de la memoria sentimental de los santanderinos. Esto del impacto es imposible de discutir, y en cuanto a lo de gustar más o menos, ya lo decía él: sobre gustos no hay nada escrito. Así que dejemos de lado lo de la controversia y vayamos al otro asunto: aquello de lo que se ve, y lo que no.