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Sobre lo virtual

Los teléfonos móviles, con todas sus aplicaciones al servicio de la comunicación, nos permiten estar conectados a todas horas con casi todo el mundo. Los sistemas de mensajería instantánea promueven con sus diálogos escritos inmediatos una forma de conversar que tiene algo de omnipresente y que está atravesada casi siempre por el malentendido, la imprecisión y la prisa. Conversamos con otro, sí, pero el otro no está. No lo vemos, no lo escuchamos, no sabemos qué hace mientras habla con nosotros. Y ni siquiera tenemos la ventaja de la comunicación epistolar en la que lo escrito da lugar a reflexiones hondas y de calado, a una forma de decir hermosa porque se cuida y no es precipitada.

La palabra escrita vale más cuanto más se piensa porque es en ese detenernos a pensar en lo que escribimos cuando se abre paso un pensamiento distinto. Por eso el arte de la correspondencia nos eleva. Las palabras que escribimos desde los teclados táctiles al ritmo vertiginoso de una conversación hablada nos conducen, sin embargo, al desastre y la frustración. Dialogar a través de estas aplicaciones de mensajería instantánea acaba siendo casi siempre agotador. Porque cuando uno tiene verdaderamente ganas de hablar con otra persona lo virtual es siempre una carencia que nos recuerda que la otra persona no está porque nos falta su cuerpo con sus ojos encendidos que también nos dicen cosas.

Busca el emoticono, con sus caricaturas, suplir la ausencia de los cuerpos para hacer más carnal la comunicación y expresar, así, emociones que escapan al poder de la palabra. Pero es inútil porque los emoticonos (aunque palpiten, se animen y traten de incorporar todos los matices posibles) tienen esa tristeza de las marionetas, que sonríen con sus rostros inertes. Las largas comunicaciones virtuales, cuando van más allá de mensajes concretos (¿a qué hora quedamos? ¿dónde nos vemos?) solo sirven para recordarnos que en realidad no estamos acompañados en ese momento en el que tenemos la ilusión de tener alguien a nuestro lado. Lo virtual es un sucedáneo que nos acerca al vacío más que a la plenitud. Lo virtual, con todos sus trucos, se quiere hacer pasar por lo mejor de la vida pero no es la vida. Lo virtual nos crea la ilusión de que bebemos pero en realidad no lo hacemos y así, con esa simulación, lo único que conseguimos es multiplicar la magnitud de la sed.

Los teléfonos móviles, con todas sus aplicaciones al servicio de la comunicación, nos permiten estar conectados a todas horas con casi todo el mundo. Los sistemas de mensajería instantánea promueven con sus diálogos escritos inmediatos una forma de conversar que tiene algo de omnipresente y que está atravesada casi siempre por el malentendido, la imprecisión y la prisa. Conversamos con otro, sí, pero el otro no está. No lo vemos, no lo escuchamos, no sabemos qué hace mientras habla con nosotros. Y ni siquiera tenemos la ventaja de la comunicación epistolar en la que lo escrito da lugar a reflexiones hondas y de calado, a una forma de decir hermosa porque se cuida y no es precipitada.

La palabra escrita vale más cuanto más se piensa porque es en ese detenernos a pensar en lo que escribimos cuando se abre paso un pensamiento distinto. Por eso el arte de la correspondencia nos eleva. Las palabras que escribimos desde los teclados táctiles al ritmo vertiginoso de una conversación hablada nos conducen, sin embargo, al desastre y la frustración. Dialogar a través de estas aplicaciones de mensajería instantánea acaba siendo casi siempre agotador. Porque cuando uno tiene verdaderamente ganas de hablar con otra persona lo virtual es siempre una carencia que nos recuerda que la otra persona no está porque nos falta su cuerpo con sus ojos encendidos que también nos dicen cosas.