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“La miseria es también una enfermedad”

El cirujano José Manuel Devesa con una de sus pacientes en Madagascar.

Laro García

El doctor José Manuel Devesa (Vigo, 1947) es un viajero con vocación africana que, cuando descubrió Madagascar, supo que había llegado a su destino. Desde hace más de una década dirige un programa médico humanitario en una de las zonas más pobres y deprimidas del país malgache, en el que forma a especialistas nativos en una cirujía que puede devolver la salud y la esperanza a las mujeres. Y es que su trabajo se enfrenta a la “herida oculta” o la “enfermedad innombrable” de las africanas: la fístula vésico-vaginal, consecuencia de partos sin asistencia o violaciones, que condena a estas adolescentes  al rechazo, la marginación y la soledad.

Este jefe de unidad del Hospital Universitario Ramón y Cajal y de la Clínica Ruber Internacional de Madrid, que ha operado en más de media docena de países, plasmó su experiencia en una crónica novelada que tituló 'Llévame a Farafangana. Viaje al dolor de África' que le servirá de hilo conductor para repasar su trayectoria en una conferencia que impartirá este jueves en la Fundación CASYC, a partir de las 19.00 horas, con motivo de la inauguración de la muestra fotográfica y periodística impulsada por Manuel Arrabal y Marisol Llano bautizada como 'Sinergias de futuro para Madagascar'.

¿Cómo arrancó su trabajo de cooperación en África?

Fue una decisión a nivel individual. Un día entré en contacto por casualidad con la madre superiora de una orden religiosa en Camerún, que acababa de inaugurar un hospital en una de las ciudades más importantes de ese país. Entonces, me comentó que ese centro sanitario no tenía ninguna dotación. Ella sabía de mi vocación médica y viajera y me presté a ir allí y ver la manera de ayudarles. Una vez que fui, ya sabía que aquello iba a ser definitivo y que no habría vuelta atrás, que a partir de aquel momento iba a querer seguir colaborando en este tipo de proyectos.

Una vez que estaba en marcha este proyecto en Camerún, que sigue activo, unas monjas enfermeras de Madrid se pusieron en contacto conmigo a través de una amiga común porque sabían que había hecho esta labor previamente. Quisieron ver las posibilidades de poner en marcha algo similar en Madagascar. Me enseñaron unas fotos, hablé con ellas y ya supe que ese año iría a Madagascar. Es algo que hacemos de manera individual: no tenemos ninguna organización, ninguna fundación, ninguna ONG que lo apoye.

El proyecto de Madagascar lleva en marcha desde el año 2005. ¿En qué se ha notado la evolución desde entonces?

En la zona a la que vamos, que se llama Farafangana, hay un cirujano para una población de 800.000 habitantes. Con esto lo digo todo. Actualmente, realizamos más de 300 operaciones al año. También se atienden unos 15 partos al mes. Además, la sanidad pública ha visto la necesidad de mejorar su asistencia al ver nuestro trabajo. Ha mejorado un poquito respecto a lo que era hace una década. Han visto que es posible hacer cosas, que es cuestión de voluntad.

¿Qué desarrollo ha tenido ese proyecto de hospital que han puesto en marcha?

Una de las cosas que quisimos hacer para darle continuidad es que, cuando nosotros nos marcháramos de allí, aquello no se cerrara con llave hasta el año siguiente. Hemos conseguido dotar de medios materiales al hospital para que pudieran contratar a médicos nativos que mantuvieran en marcha el proyecto todo el año. Cuando nosotros anunciamos nuestra visita con previsión, los dos médicos que están trabajando allí se encargan de cerrar citas con los pacientes para que podamos empezar a operar sin demora y con una lista de enfermos ya seleccionada. Afortunadamente, se mantiene una cierta estabilidad y esperemos que vaya a más en el futuro para que sea irreversible.

Se encarga de atender a las pacientes con lo que llaman la “herida oculta” de África. ¿Por qué?

Se llama así porque es una enfermedad vergonzante para las mujeres africanas. Se produce como consecuencia de un parto obstruido, cuando no hay nadie que pueda atender a la niña, a la adolescente que va a dar a luz, porque no hay una partera, una matrona, un obstetra que pueda aplicar un fórceps o una cesárea en un momento determinado, y el feto se queda encajado en la pelvis infantil de la madre. El feto se muere y, cuando pasan dos o tres días y es extraído, aparece la fístula. A partir de ese momento, la niña empieza a orinarse sin control a través de la vagina. El marido la repudia, la familia no quiere saber nada de ella… No solo porque ya no sirven para tener más hijos, sino por el olor que desprenden. No hay condiciones sanitarias ni higiénicas para que puedan ni lavarse ni utilizar compresas, por ejemplo.

Estas niñas son abandonadas y se convierten en auténticas errantes solitarias por los caminos del país. Generalmente, acaban durmiendo en las aldeas, en los mercados, porque allí pueden disimular los olores y obtener algo de comida. Cuando uno ve esto, siente la necesidad de ayudarlas. Ellas lo mantienen oculto, por eso muchos lo llaman la herida innombrable, por la vergüenza que les produce su situación, especialmente si ha sido producto de una violación salvaje, como ocurre habitualmente. Eso les estigmatiza mucho más.

Hablamos de atender la consecuencia de un drama para estas mujeres, pero supongo que es fundamental combatir la raíz del problema, que son esos matrimonios forzados cuando todavía son niñas, esos partos prematuros y esas violaciones tan habituales. ¿Se está haciendo un trabajo en ese sentido?

Empieza a hablarse de ello. Cuando nosotros empezamos a tratar esta patología, me parece que no había hasta ese momento nadie que las tratara en el país. Ahora hay algunos cirujanos en la capital que las operan. El Gobierno empieza a intentar darles el tratamiento adecuado a estas pacientes, pero con medios muy limitados, no solo desde el punto de vista material, sino desde el punto de vista médico y humano.

Más allá de las condiciones médicas para trabajar allí, ¿cómo son las condiciones en lo personal?

Madagascar es un país muy pobre, a pesar de las riquezas naturales con las que cuenta. A la zona a la que vamos nosotros, concretamente, es un área paupérrima. Este año la situación será mucho peor, porque hay sequía, hay hambruna… La situación social y humana es terrible, es dramática. Ves las condiciones de vida que tienen tan miserables que es muy impactante.

¿Cuentan con la colaboración de las autoridades o tienen que sortear problemas añadidos?

Lo primero que hacemos siempre es informar a las autoridades locales de nuestra presencia allí, de nuestra colaboración para lo que puedan necesitar. Nos reciben muy amablemente, con muy buenas palabras, pero en la práctica no se traduce en nada. Por ejemplo, al cirujano contratado en el hospital público siempre le ofrecemos nuestra ayuda y le ofrecemos que acuda a las operaciones para formarse, pero aprovecha siempre nuestra presencia para irse de vacaciones…

Estamos hablando de proyectos impulsados a nivel personal o por grupos que colaboran desinteresadamente. ¿Existe una cooperación internacional que haga frente a todas estas carencias?

Yo no la conozco. La cooperación internacional en temas sanitarios es muy limitada y habitualmente está mal dirigida. Una gran parte de sus recursos acaban empleándose en sufragar y mantener la estructura. Solo una pequeña parte de esa ayuda llega a su destino real. Los gobiernos no actúan a este respecto, solo ante catástrofes y en situaciones muy puntuales.

Como médico está acostumbrado al dolor, al sufrimiento humano. ¿Trabajar en África le ha cambiado mucho esa perspectiva?

No la ha cambiado, la ha agudizado. El dolor y el sufrimiento es igual en África que aquí. Una persona enferma sufre física y moralmente, igual que sus familias cuando no hay curación. Pero allí todo esto es mucho más impactante, porque los recursos que tienen son mucho menores en todos los aspectos y cualquier problema se magnifica de una forma brutal.

La frustración profesional será tremenda, viendo que son incapaces de atender todo aquello que tendría solución de contar con recursos…

Sí, claro que existe. Es un hecho. Es que la miseria es también una enfermedad. Siempre nos vamos con la pena de no haber podido hacer más y de darle continuidad al proyecto, pero requiere de unos recursos que no tenemos. A todas esas mujeres que operamos de la fístula, por ejemplo, tenemos que darles de alta casi de manera inmediata. Lo ideal sería que tuvieran un periodo de recuperación, contar con un centro en el que pudieran formarse, enseñarles a leer y escribir, que aprendan un oficio, que puedan integrarse poco a poco a la sociedad después de todo lo que han sufrido. Sería lo óptimo.

¿Tiene consciencia de haber cambiado la vida de esas mujeres después de su intervención?

Mantenemos el contacto con más de un paciente y con más de una madre después de atender a sus hijos. Cuando saben que vamos a volver, vienen a vernos y nos traen pequeños obsequios. Entre los casos que más me han marcado está el de un niño que tenía cuatro o cinco años en aquel momento. El padrastro le había introducido un palo por el recto, se lo había perforado, y otros cirujanos tuvieron que hacerle un ano artificial, eso que se llama la bolsa. Allí no hay medios para poder aplicar los dispositivos para las deposiciones que se hacen a través de ese orificio en el abdomen, y aquello suponía un auténtico drama para la familia. El niño haciendo sus deposiciones sin control ninguno, manchándose continuamente, en un lugar en el que no tienen condiciones para lavar y mantener una higiene… Nosotros le hicimos una operación para reconstruir todo el recto dañado y poder cerrarle ese orificio en la barriga. Ahora el niño ha recuperado una vida como la de todo el mundo y está escolarizado. Es un niño que estudia, que juega, que crece, que ríe, al que le ha cambiado la vida de forma importante.

¿Hay margen para la esperanza, entonces?

Sí, claro. Si ves lo que había cuando llegamos y lo que hay ahora, puedes tener esperanza. Han cambiado las cosas, aunque mucho menos de lo que nos gustaría. Se nota el trabajo, pero el progreso es lento.

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