Representan casi un 6% de la población española pero a la vez encarnan uno de los sectores más olvidados. El Informe Olivenza de 2017 lo deja claro: el 43,2% deja sus estudios de manera temprana y dos de cada tres son inactivos laboralmente. Además viven la discriminación día a día y encuentran problemas de accesibilidad allá donde mires. Las personas con discapacidad celebran este 3 de diciembre su día.
Agustín Vicente Casanova, como la mayor parte de la población no discapacitada, nunca pensó que él pudiese entrar dentro de ese 6%. Antes del accidente de tráfico que le dejó en silla de ruedas regentaba su propia cafetería en Cabezón de la Sal: “No como empresario, sino como autoempleado”, indica entre risas. Pero el 22 de diciembre de 1990, con 27 años recién cumplidos, Agustín se enfrentó al accidente que le cambió la vida.
“Acababa de cerrar la cafetería y me dirigía a Torrelavega, donde vivía. Una persona que había estado en una cena de empresa iba con una borrachera impresionante y se estrelló él solo. Su coche quedó desguazado y él quedó tendido en la carretera. Yo le vi y al esquivar su cuerpo me choqué contra una roca. Iba con cinturón y por debajo del límite de velocidad pero me rompí la columna y me golpeé la cabeza”, relata Agustín.
Después de 15 días en observación en Valdecilla y después de darle el diagnóstico, pasó seis meses de rehabilitación en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. A pesar de lo frecuente de padecer depresiones en casos de shock de este calibre, cuenta su experiencia de forma optimista. “Tuve mis momentos de llorar, por supuesto. Pero casi siempre a solas porque no quería que mi familia me viese mal. Creo que el cerebro tiene mecanismos de autodefensa que hacen que te olvides de cosas, y yo, por ejemplo, no recuerdo el minuto del accidente y lo primero que recuerdo es verme en Valdecilla sin poder mover las piernas”, afirma.
Uno de sus recuerdos más especiales es precisamente el del día que dejó el hospital de Toledo y llegó a su casa en Torrelavega. “A los 10 minutos de llegar tenía en la puerta de mi casa a mis amigos esperándome para irnos de comida y ayudarme a bajar los escalones que había antes del ascensor”, enuncia sonriente.
A diferencia de muchas personas con discapacidad, él no buscó una 'cura milagrosa' sino que se resignó a vivir con su nueva condición con el mantra de que, a pesar de tener una movilidad reducida, seguía vivo. “Yo no tuve la oportunidad de estudiar, me tocó trabajar, pero tenía, y tengo, mucha curiosidad por las cosas, y dio la casualidad de que dos años antes de mi accidente, un vecino sufrió una lesión medular. Ahí investigué si había soluciones y vi que no, así que en ningún momento pensé que fuese a haber un milagro que me curase”, alega.
Otra de las razones que le ayudaron a recuperarse de la noticia de la discapacidad fue saber que su futuro estaba más o menos garantizado. “Trabajé durante años en una fundición y allí la cotización era muy alta, por lo que la pensión en caso de una gran invalidez como la mía, era elevada”, señala. Eso le dio la tranquilidad de saber que aunque laboralmente no podría hacer “prácticamente nada”, estaría cubierto para tener cierta calidad de vida.
Su empatía natural le hace terminar la frase anterior con un discurso sobre las desigualdades: “Yo sabía que iba a poder arreglar mi casa o cambiarla, pero hay muchas personas que no. Las ayudas son mínimas, hay muchas trabas... Hay que tener dinero porque si no todo se vuelve más difícil todavía”, afirma esperanzado de que la situación cambie.
La accesibilidad, su hija y el eterno dilema
Hablando con Agustín es muy fácil darse cuenta de que es una persona feliz que lejos de autoflagelarse, ha optado por la autoaceptación. Su mensaje transmite sosiego e incluso serenidad y, ¿por qué no decirlo?, sorprende. “Para mí, y dentro de la desgracia, tener esta discapacidad me ha supuesto cosas muy positivas en mi vida. Ahora hago voluntariados, doy charlas de concienciación de la discapacidad, de educación vial... Es algo que me satisface, que me llena plenamente y que ha hecho que mi vida sea positiva. Si no hubiese tenido el accidente, probablemente hubiese seguido en mi cafetería como cualquier trabajador más...”, comenta.
Al segundo reacciona y con su simpatía innata añade: “Bueno, igual hubiese podido montar un imperio hostelero, así que prefiero no pensarlo”, declara entre risas. Su rostro cambia cuando sale el tema de la accesibilidad, pero resulta inevitable no sacarlo teniendo en cuenta que este 3 de diciembre va a ser una de las protestas principales del colectivo. “Ahora las calles están mal, pero hace 27 años ni te imaginas. Casi el 100% de las rampas que hay ahora en Torrelavega no existían y la única forma de pasar de una acera a otra era utilizar los rebajes de los coches”, mantiene.
Salir de la 'burbuja' del hospital en el que hizo la rehabilitación le costó lo suyo, y recuerda con cariño su primer traspiés como persona en silla de ruedas. “Me puse a bajar un rebaje de cara y acabé de cabeza en el suelo, fue mi primera experiencia con los bordillos”, señala sonriente. Pero vuelve a ponerse serio para admitir que “se siguen haciendo las cosas mal”. “Tenemos una ley que indica que todo debe ser accesible para todos, pero no hay un régimen sancionador que lo respalde para los casos en los que no sea así”, atestigua.
La pregunta del millón llega después de media hora de animada charla. “No sé si la discapacidad es peor para una persona que nace con ella o para una persona como yo, que ha vivido desde el otro lado... Pero yo prefiero haber tenido el accidente porque lo que viví no me lo va a quitar nadie”, manifiesta. “He conseguido mientras lo añoraba, buscar la manera de hacer cosas parecidas para darle sentido a mi vida. Me gustaba el surf y ahora lo hago, pero sentado. Me gustaba el baloncesto y conseguí llegar a una categoría nacional estando en silla de ruedas, y cuando lo hacía de pie era un matao”, explica alegre.
Otra de sus aficiones era hacer rutas por los Picos de Europa y a pesar de que ya no puede hacerlo de la misma manera, ha vuelto a subir en teleférico y ha vuelto a pasearse por los alrededores. “Sé que ya no podré ir a los sitios que conocí, pero los he conocido y me quedo con eso”, añade.
Su hija Enia reconduce la conversación y vuelve a colocar la sonrisa en su cara. Al preguntar por las dificultades de cara a la paternidad se muestra extrañado: “No he notado ninguna diferencia”, indica. Al momento recuerda una de sus primeras anécdotas junto a Enia. Fue el día que nació y la primera vez que la cogió en brazos. “Estábamos en la residencia y mi mujer estaba en el baño, mi hija empezó a llorar y había que cambiarle el pañal así que como no podía cogerla con los dos brazos porque necesitaba sujetarme, hice un hatillo con las cuatro esquinas de la sábana y la levanté a pulso de la cuna para ponerla en la cama. Dio la casualidad de que una enfermera abrió la puerta en ese momento y se quedó petrificada y a mí me hizo mucha gracia porque, ¿cómo se me iba a caer mi hija?”, argumenta entre risas.
Es resolutivo y se nota, sobre todo cuando cuenta que, al trabajar su mujer, el tenía que encargarse de su hija. “Íbamos juntos a mis revisiones médicas, yo la subía y la bajaba del coche con mil trucos y después la llevaba en una sillita que yo pudiese manejar. Pero en cuanto tuvo estabilidad en el tronco decidió que estaba muy bien sentada en mi pierna izquierda encajando su pierna derecha en mi pierna derecha, y se tiró ahí un año”, afirma con cierta nostalgia.
Satisfecho con su vida, Agustín concluye la entrevista confirmando que es una persona feliz. “Ese 22 de diciembre en el que tuve el accidente no me tocó la lotería, me tocó una silla de ruedas, pero he conseguido algo muy importante, que es aceptar lo que tengo y sacarle partido”, señala. Sus proyectos le mantienen con esperanza ante el futuro y su familia y sus amigos construyen la base de su vida. Vamos, como al resto de los mortales.