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La fábula metacinematográfica: el cine dentro del cine (III)

El cronista sentimental

“Entre el vivir y el soñar / hay una tercera cosa. / Adivínala”. La cita, perteneciente a los 'Proverbios y cantares' de Antonio Machado, encabezaba el guión editado de 'La promesa de Shanghai', la película nonata de Víctor Erice, que debería haberse basado en la última novela de Juan Marsé. El título del largometraje no rodado de Erice contenía una referencia al libro del narrador catalán ('El embrujo de Shanghai'), pero, sobre todo, era un guiño a una de las obras cumbres de Josef von Sternberg, 'El expreso de Shanghai' (1932). El guión se había publicado en el año 2001, superada ya la frontera del milenio, fecha en que concluían todos los vaticinios de un nuevo apocalipsis.

Lejos de su destrucción, el mundo se había sumido en una especie de cínica acidia, pasada la efímera excitación de los augures de la hecatombe. Leí las palabras finales del guión de Erice: “Entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno siempre crece hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento”. Recordé, entonces, que algunos años atrás, había asistido yo a una conferencia que el propio Víctor Erice pronunció en la Filmoteca Española, ocasión en que hizo un elogio apasionado de la obra de von Sternberg. Entonces, pude apreciar que el gran realizador vasco padecía dos afecciones que yo reconocía en mí mismo: la mitogenia y la cinefilia.

El guión de esa maravillosa película no realizada era la “tercera cosa” a la que se refería Machado en sus versos: el sentido de la existencia, la perpetuidad de un mundo que no estuviera continuamente amenazado, de una vida que se inhibiera de su perpetuo desencanto…Para ello, como recomendaba Erice, no había que crecer, sino regresar, amenguar nuestro escepticismo de la única manera posible: buscando la luz con la mirada cándida de la infancia, en ese mundo de ángeles y de hadas al que se accedía a través de la puerta del cine.

Me planteé, de nuevo, remontarme al pasado, a la ficción y a la memoria, que, junto con los sueños, tejen el tiempo infinito de 'El sol del membrillo', en el espacio infinito de 'El sur', donde poder descifrar el enigma de la felicidad infinita ahuyentando el miedo con 'El espíritu de la colmena'. Dudé acerca de si todo el cine de Erice – el realizado, el escrito y el soñado – no sería, en realidad, un camino interior, una meditación ficcional metacinematográfica. Por eso, emprendí de nuevo mi propio camino, a bordo de la máquina del tiempo del patio de butacas. Sabía que debía retrotraerme en ese viaje que me llevaría desde el cine hasta la esencia del cine.

En ese periplo, me encontré con películas en que el cine fue concebido como un elemento evocador, como un archivo emocional, un agente conductor de la nostalgia, como un ensartado narrativo de recuerdos transformados en secuencias y escenas. Entonces me pareció – y me lo sigue pareciendo hoy – que el paradigma de este tipo de largometrajes es 'Cinema Paradiso' (1988), de Giuseppe Tornatore. Pero la necesidad de hallar la verdad a través del medio fílmico y, sobre todo, a través de la reflexión sobre la creación cinematográfica se remontaba a tiempos de los pioneros; 'El moderno Sherlock Holmes' (1924), del genial Buster Keaton, es una maravillosa metáfora sobre el tenue límite que divide realidad y ficción, un brillante ejercicio cinematográfico de penetración en el subconsciente, y una plasmación del sentido épico y lírico de la existencia como solo Keaton, junto con Griffith, fueron capaces de captar.

Con la honda huella de las dos guerras mundiales del siglo XX, la necesidad de adoptar un cierto compromiso social debía estar presente en el cine, por supuesto, pero también en las preguntas acerca de qué medios estilísticos, expresivos, debía servirse este lenguaje para mostrar la realidad social, escapando al servilismo que siempre ha priorizado los beneficios en taquilla sobre la universalidad del discurso artístico. Con este asunto, evoluciona 'Los viajes de Sullivan' (1941), acaso la mejor película de Preston Sturges. También me detuve en ciertos títulos que parecían defender el poder del hecho fílmico para captar la esencia de determinadas pasiones elementales, como el miedo que precede a la muerte; así, en 'El fotógrafo del pánico' (1960), de Michael Powell.

Ya en la década de los setenta del siglo anterior, Peter Bogdanovich apuntó en la dirección del 'Cinema Paradiso' de Tornatore con 'La última película' (1971), sobre la irrupción de la televisión en la vida doméstica burguesa y su papel de suplantación del cine, al que usurpó su poder imaginativo y de evasión. Pero me interesaron, sobre todo, aquellos testimonios fílmicos que daban cuenta de la permanente búsqueda llevada a cabo por los grandes creadores, en pos de su propia identidad, a través de la realidad y de la fantasía, como en el caso de 'Entrevista' (1987), de Federico Fellini, que volvía sobre la idea del cine dentro del cine casi veinticinco años después de otro largometraje suyo en que ya se había dado a la búsqueda de sí mismo a través de una meditación fílmica, envolvente y cautivadora, sobre la propia creación cinematográfica: 'Ocho y medio' (1963).

El magisterio de Fellini, con su vagar incierto por las galerías de la identidad del creador cinematográfico, se extendió desde Mediterráneo al Atlántico, de Cinecittà a Nueva York, donde Woody Allen recogió el testigo de su maestro romano para hacer una notable contribución al tema con 'Recuerdos' (1980).La búsqueda a través de las galerías de la memoria sentimental autobiográfica me presentó verdaderas joyas metacinematográficas, como 'La mirada de Ulises' (1995) del griego Theo Angelopoulos. El asunto también despertó el interés y la vena creativa de cinematografías exóticas para la mirada occidental, como la japonesa 'Millennium' Actress (2001), de Satoshi Kon, en que la magia del irracionalismo artístico permite a la protagonista, una vieja estrella del cine japonés, recorrer un intervalo que comprende mil años entre pasado y presente en que se entrecruzan los planos de su propia vida y los de las películas que recuerda. También de procedencia oriental, 'Memorias de China' (2004), de Jiang Xiao, es una defensa del poder poético del cine para suspender el prosaísmo, con frecuencia insoportable, de la realidad.

Y, con ello, la indagación acerca de la identidad personal, pero también de un tiempo y/o de un pueblo - 'La niña de tus ojos' (1998), de Fernando Trueba - quedó ligada al subgénero de la ficción metacinematográfica como un signo de época, como un sello posmoderno; así parecen confirmarlo títulos como 'Dulce libertad' (1986), de Alan Alda; 'Martín (Hache)' (1997), de Adolfo Aristaráin; o 'Adaptation. El ladrón de orquídeas' (2002), de Spike Jonze. Sin embargo, el faro de Alejandría del cine dentro del cine siguió siendo, para mí, el retorno a la infancia, el anhelo de reencontrarme con ese primer deslumbramiento al que aludía Erice, por medio de la memoria creativa de la ficción, de la irracionalidad de la poesía de la imagen, del mundo de los juguetes de entre los cuales, hay uno que contiene todas las respuestas: el cine. Esta parece ser la propuesta del onírico ejercicio de Martín Scorsese en 'La invención de Hugo' (2011), y, desde una óptica más realista donde se juntan la muerte y la esperanza, la risa y el llanto, en los albores de la adolescencia, la obra de Alfonso Gómez-Rejón 'Yo, él y Raquel' (2015).

Para entonces, tuve claro que el discurso fílmico del viaje al centro del cine, a su esencia y sentido, tenía un origen tan antiguo como la génesis misma de esta arte. Por esa razón, me pareció que, si el cine había invertido más de cien años en la búsqueda de su propia identidad, yo debía seguir buscando la mía misma a la luz de una sala de proyección…Pero esa es otra película. 

“Entre el vivir y el soñar / hay una tercera cosa. / Adivínala”. La cita, perteneciente a los 'Proverbios y cantares' de Antonio Machado, encabezaba el guión editado de 'La promesa de Shanghai', la película nonata de Víctor Erice, que debería haberse basado en la última novela de Juan Marsé. El título del largometraje no rodado de Erice contenía una referencia al libro del narrador catalán ('El embrujo de Shanghai'), pero, sobre todo, era un guiño a una de las obras cumbres de Josef von Sternberg, 'El expreso de Shanghai' (1932). El guión se había publicado en el año 2001, superada ya la frontera del milenio, fecha en que concluían todos los vaticinios de un nuevo apocalipsis.

Lejos de su destrucción, el mundo se había sumido en una especie de cínica acidia, pasada la efímera excitación de los augures de la hecatombe. Leí las palabras finales del guión de Erice: “Entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno siempre crece hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento”. Recordé, entonces, que algunos años atrás, había asistido yo a una conferencia que el propio Víctor Erice pronunció en la Filmoteca Española, ocasión en que hizo un elogio apasionado de la obra de von Sternberg. Entonces, pude apreciar que el gran realizador vasco padecía dos afecciones que yo reconocía en mí mismo: la mitogenia y la cinefilia.