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Todas las mañanas muy temprano pasa un piragüista por el río, desde la ventana lo veo entre la bruma, la piragua silenciosa, el vaho de su aliento de buey y la pala como un aspa rompiendo el agua me llevan a un estado de ensimismamiento.
A veces aún es de noche y brilla su silueta en las aguas negras un poco antes del amanecer. Siempre le digo: sigue, no te des la vuelta, sigue río abajo. La ventana entonces se empaña y dejo de verlo. Yo no me habría dado la vuelta, hubiera seguido paleando en la piragua río abajo sin continuidad de destino. Como cualquier cosa u objeto flotante que es desplazado por las aguas hasta su final, nada llega a su final concreto, y todo suele quedarse a medio camino en un punto incierto entre el principio y el final.
Una vez que las fuerzas se han ido o nos han dejado in absentia sólo queda un cuerpo que está lleno de nosotros y vacío de los otros, dejándose llevar por las aguas, a veces empujado por el viento, como cuando sólo queda ya un poco de vida y uno es arrastrado por la existencia hacia la terra incognita.
El piragüista es Raul Fridman. Una vez leí en algún sitio que prefiere palear de noche, envuelto en la oscuridad, de esa manera su pala remueve estrellas en el agua, y surca los reflejos de la vía láctea; de haber seguido río abajo, y ya sin fuerzas por el ingente esfuerzo de avanzar, después de arrojar la pala al agua, la piragua sería arrastrada lentamente por la corriente hacia lo incierto, y concentrado el piragüista ya únicamente en el paisaje fluvial y en los accidentes geográficos que constriñen las orillas habría alcanzado el grado sumo de la existencia en la nada.
La corriente de este río ahora es imperceptible, sólo a veces podemos notarla en las ramas de un árbol caído al agua; en esas ramas a medio sumergir vemos como se deshilacha el paño de cielo que se refleja; todo lo que arrastra el río queda inevitablemente varado, detenido y de alguna manera llevado a la orilla. Final de viaje.
Es la historia la que nos ha traído hasta aquí, y aquí nos ha dejado, como esos barcos de papel siguiendo las líneas plegadas que marca el origami, y que en la niñez hacía siguiendo el modelo del periodo Tokugawa, donde ya se documenta la base del pájaro y la base de la rana en el libro Senbazuru Orikata. Barcos de papel hechos con las hojas arrancadas del cuaderno de religión, hojas cargadas de palabras y que nunca llegarían hasta el final. El papel se empapaba hasta hundirse unos cientos de metros más adelante y las palabras se disolverían en el agua. El piragüista se deja llevar finalmente hacia un lugar al que nunca va a llegar.
Todo lo que se ha ido río abajo nunca llega al lugar de su destino, las orillas están llenas de objetos y vicisitudes ¿Cuántas cosas dejaste en las aguas para que fueran llevadas en silencio hasta el final? Todo se va quedando a lo largo del viaje, las empuja el azar, las lleva el tiempo. A la vez en sentido contrario, lo que sube, lo que remonta la corriente, la vida que se cruza con lo muerto que baja. Según el hidrógrafo, lo correcto no es ir sobre las aguas sino junto a ellas. Eso tiene una ventaja, cuando se trunca el paso, se ciega la posibilidad de poder proseguir a causa de los accidentes, entonces sólo tienes que volver a las aguas y dejarte arrastrar por ellas hasta dar con un paso en algún punto de la orilla, y al revés, cuando eres arrastrado por las aguas, y estas se detienen y quedas varado, sales del agua y prosigues a pie siguiendo la orilla. Me imaginé al piragüista llevando a veces la canoa sobre la cabeza caminando junto al río.
El río muerto es una metáfora del nihilismo actual; en las aguas se refleja el mundo, la corriente hace que el movimiento brille y la luz del día destelle con más intensidad, pero la fuerza que genera la luz permanece quieta e inmutable. El estatismo de lo universal es amplificado en la corriente, en el espejo sucio de las aguas, lo quieto vibra y reverbera, así es como se mueve el tiempo en el espacio de la quietud, y el lenguaje, nuestro lenguaje ahora lo transita como un ciego que ve a través de las palabras, y estas se manifiestan como un espacio vasto y absurdo por el que vamos hacia un final que carece de final. Pero a la vez, todo es inauguración, nacimiento, botamos en las aguas la esperanza de que lo que allí dejemos será llevado hasta el final, sin ser conscientes de que embarrancará o se detendrá un poco más abajo.
Si me encontrara río abajo todas las cosas que dejé a merced de la corriente durante la niñez, las arrojaría de nuevo a la corriente. Ayer no vi al piragüista, se lo tragó la niebla densa y envolvente en la que sólo se oyen campanadas, graznidos y un circuito cerrado de coches. Ahora palea sobre su piragua el hijo del destino –déjate llevar hasta el final, aunque el final siempre sea el principio de la utopía–. Nunca podremos decir: “Aquí está el final”, siendo el final siempre el principio. No es posible decir: “Esto es el final y aquí está el principio”, la fuerza de esa inconclusión es sólo la pulsión humana de seguir dando vueltas; en realidad un río es un circuito cerrado, un círculo infinito de agua. La noria lo simboliza, su levógiro, en sentido opuesto al tiempo, una rueda que va hacia atrás trasvasando agua, la corriente del agua la hace girar hacia atrás, eso hace el hombre desde su origen, ir hacia atrás, en una reversión hacia la nada. En cada movimiento que das no estás haciendo otra cosa que echar la existencia hacia atrás, incluso todo lo que dices o escribes se queda a la espalda, tras de ti. Hoy muy temprano volví a ver al piragüista en el río, aún era de noche, las últimas estrellas antes de perderse en la luz del día.
La mentira pasa por inocua, pero es grandilocuente, y es una fuerza grandilocuente la que empuja como una máquina con pala excavadora las palabras al vertedero. Cuando se han arrancado las palabras de raíz queda su marca, su huella hasta que la luz termina por borrarla. La pasada noche pensé que dios es inimaginable y por eso tendemos a imaginarlo y a gastar ingentes cantidades de energía en imaginarlo: dios es la imaginación misma y por eso es inimaginable. En todo lo que imaginemos podría estar, pero ya ausente, desparecido. Dios es un gran agujero ontológico, una madeja infinita, una palabra revertida hacia el origen como ä½ããªã Nanimonai.
Triunfan los mentirosos, es el tiempo de la mentira y triunfan ellos. La fuerza que nace de una verdad enfrentada a otra hasta que se anulan; finalmente, la verdad es un espacio sin palabras, de ausencia: se levantó la niebla, hacía sol y miraba las sombras de los hombres. Es un tiempo de premoniciones, igual que hay un momento en el que la hierba no crece más y te dices mi plenitud ha llegado, es así que me he colmado de vida.
Estos días tomé notas en un pequeño cuaderno, la mano estaba torpe por el frío, sólo me reconciliaba con la caligrafía. Mi caligrafía gracias a la mano fría, casi muerta, era la de un hombre de noventa años. Datos para el Apocalipsis now: en Perú un bicho invisible ha saltado de un animal a un hombre. En los reservorios víricos de pacíficos animales le punaise saltará al vacío y se llevará por delante a tres cuartas partes de la población mundial. Lucha a muerte entre hombres y dioses invisibles; la ciencia es otro dios.
Todo acabará pronto, en apenas un par de milenios como mucho; ya no estaremos aquí, incluso estos paisajes otoñales tan llenos de matices y su lluvia amarilla ya no estarán. Pero, ¿qué son dos mil años para la humanidad? Las capas más profundas de la historia son las más importantes y sólidas, el zócalo que aguanta el peso posterior de las siguientes capas. Las capas futuras no serán más que polvo suspendido en el aire, vibraciones estentóreas, satélites flotando como basura en los altos cielos, palabras convertidas en sal en el lecho seco de todos los mares. No será vertiginoso ni épico, el final no será un instante o una explosión. Será sólo una extraña y larga languidez. La naturaleza ha comenzado su venganza. Nuevos bichos saltan de animales a hombres, le punaise. El mundo agredido se defiende; huracanes devastadores, las fuerzas de la naturaleza han periclitado, somos demasiados en el mundo. Veinte grados a la sombra un primero de diciembre es la antesala. Lluvias bíblicas y sequías apocalípticas.
Este otoño no es más que el decorado que un viento furibundo arrancará de nuestros ojos en un Apocalipsis Now. Pero aún puedes acudir a Petrarca para salvar lo poco que queda. “Si amor o muerte no tullen la tela nueva que ahora tejo, y si me libero de la tenaz liga en tanto una verdad a la otra junto”. Escribí esta cita en el cuaderno sólo porque me prometí hace ya mucho tiempo no dejar un solo día sin escritura; a veces ya sólo arrastro palabras ajenas a los días, diseminadas en un acto de fe en días que se parten en dos al mediodía.
Una de las cosas más difíciles de transcribir es ese sonido de hojas secas que el viento arrastra por la tierra. Me ocupo de cosas inútiles: cita con el dentista, pedir un certificado de empadronamiento en las oficinas municipales, hacer la compra, etc., pero de pronto se arremolinan las hojas secas, el viento las escruta y las arrastra por la tierra, y oigo ese sonido seco. Un sonido que nunca seré capaz de escribir pero que me ayuda a comprender del mundo. El final de las cosas no existe. El piragüista finalmente se ha dejado llevar por las aguas.
Todas las mañanas muy temprano pasa un piragüista por el río, desde la ventana lo veo entre la bruma, la piragua silenciosa, el vaho de su aliento de buey y la pala como un aspa rompiendo el agua me llevan a un estado de ensimismamiento.
A veces aún es de noche y brilla su silueta en las aguas negras un poco antes del amanecer. Siempre le digo: sigue, no te des la vuelta, sigue río abajo. La ventana entonces se empaña y dejo de verlo. Yo no me habría dado la vuelta, hubiera seguido paleando en la piragua río abajo sin continuidad de destino. Como cualquier cosa u objeto flotante que es desplazado por las aguas hasta su final, nada llega a su final concreto, y todo suele quedarse a medio camino en un punto incierto entre el principio y el final.