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El concepto de ciudadanía que manejamos en nuestra sociedad democrática ha tenido una evolución histórica que ha ido introduciendo componentes y capas que requieren de reflexión y análisis. Su definición ha estado muy unida al territorio de donde parte, la ciudad, y sobre todo a un sentimiento de pertenencia común compuesto de derechos y obligaciones –marco legislativo- y de reconocimiento compartido.
Ser ciudadano -en masculino-, siempre ha tenido mucho que ver con lo que suponía no serlo. Es una categoría social y normativa que ha otorgado privilegios a unos frente a otros y otras que no podrían alcanzarlos. Pero además de construirse a partir de criterios de inclusión y exclusión, también lo ha hecho a través de la implicación directa o indirecta de hombres y mujeres en los asuntos públicos de una comunidad. En el caso de las mujeres, gran parte de esta actividad histórica relacionada con el ejercicio del bien común se ha practicado desde la invisibilidad o falta de reconocimiento social.
En este punto de definición asociado a la implicación en lo común o lo público, lo importante también es cómo damos sentido y forma a esta participación. Porque en un ejercicio de humanidad profunda y universal, también podemos entender el concepto de ciudadanía sin barreras o limitaciones, como una categoría unida a la voluntad de cualquier ser humano de residir, habitar y convivir en un territorio concreto, sea rural o urbano, pequeño o grande, barrio o ciudad. En la situación actual de despoblamiento del mundo rural, por ejemplo, interviene en gran medida un reparto desigual de derechos territoriales que coloca a las ciudades en los únicos lugares en donde se podría garantizar el acceso a una ciudadanía plena.
Pero desde esta amplitud o globalidad se nos plantean bastantes retos: el primero, que desde lo normativo no agotamos las múltiples consideraciones que podría tener la aplicación de esta ciudadanía plena para todas, puesto que ello nos remite únicamente a una coexistencia de personas individuales con derecho a votar. Damos por hecho que todas nacemos con este derecho y que hay poco más que aportar o construir desde ahí, tan sólo tomar la decisión finalista de si queremos ejercerlo o no.
El segundo, que el ejercicio de la ciudadanía suele encontrarse muy condicionado por la particular evolución histórica de nuestra democracia, su sistema de representación, el gran valor simbólico otorgado al voto -hasta el punto copar casi todo el espacio de participación-, y el miedo, por la falta de trayectoria y de capacidad política, que siempre ha existido a trabajar seriamente la participación ciudadana como herramienta democrática con la que fomentar la convivencia.
En el caso español, la consecución del estado del bienestar además ha ido definiendo en gran parte la función que se otorgaba a la ciudadanía: destinataria o consumidora de bienes y servicios, desde cuyo papel como “beneficiaria” o “usuaria”, únicamente cabe la opción de quejarse, reivindicar o luchar contra las instituciones cuando sentimos que no atienden como debieran a nuestros intereses (casi siempre individuales) o a nuestras aspiraciones de clase.
Una vez más, con esta definición se nos quedan en completa desventaja las clases sociales con menos oportunidades para acceder a estas opciones, limitando más aún las posibilidades para cambiar las complejas realidades sociales de las que forman parte. Y es que, cuando generamos políticas, dinámicas o mecanismos de participación, debemos preguntarnos en cómo lo vamos a hacer para favorecer que todos y todas puedan acceder a ellos en paridad de condiciones.
Esta idea de lucha que estuvo muy presente en los inicios democráticos donde todo estaba por hacer, era muy necesaria en su momento, y continúa siéndolo, para cuestiones clave en donde la movilización para generar una fuerza colectiva puede alcanzar un contrapoder desde el que cuestionar medidas que actúan en detrimento del bien común. Puede que desde hace unos años nos resulte más difícil la organización colectiva en torno a intereses comunes y es menos frecuente formar parte de ese tipo de respuestas, puesto que el sistema y sus entresijos competitivos han hecho muy bien su trabajo: nos gusta más identificarnos con lo que nos diferencia que con lo que nos une.
Cuánta energía se pierde en nuestros barrios, pueblos y ciudades por esta misma razón. Cuántos beneficios extraen las clases privilegiadas del establecimiento de barreras y el enfrentamiento entre iguales… Y cuánto daño ha hecho identificar la participación con el momento de votar y no con procesos sostenibles de más amplio calado democrático. Si ponemos el foco únicamente en el momento de la toma de decisiones, aumentando el número de cosas que votamos -a modo de multitud de platos precocinados inconexos entre sí que un buen día me encuentro en mi mesa listos para consumir-, reforzamos la idea de que participar es únicamente decir a nuestras instituciones lo que deben hacer en tal o cual cosa para que yo me pueda comer este plato y no otro.
Pero con ello no logramos profundizar en el papel ciudadano ni emplear todo su potencial para la transformación social de las realidades complejas en las que convivimos. Personalmente, prefiero conocer primero qué comemos y por qué, establecer acuerdos sobre qué menús completos requerimos para mejorar nuestra calidad de vida y cómo los vamos preparar. Y después de que sean cocinados de forma apropiada por quienes saben hacerlo, eso sí, sentarme en una mesa donde todos cabemos para disfrutar de nuestra comida casera.
En cambio, el precocinado y la comida rápida se han impuesto. Así es cómo en general, se ha ido disipando la idea de pacto social que nos remite a la necesidad de partir de un concepto de ciudadanía local abierto y activo, que tiene la capacidad no sólo de identificar retos sino también de transformar realidades. Una idea que debería estar en constante construcción práctica, sabiéndonos parte de procesos imperfectos que mejoran si todas hacemos que mejoren.
Si somos corresponsables y entendemos la importancia de la diversidad y la pluralidad de posiciones en nuestro sistema democrático. Si respetamos y nos mostramos a favor del diálogo en todos los asuntos importantes para nuestra comunidad. Porque lo que tenemos ahora lo estamos alimentando entre todas cuando nos dejamos llevar por las fuertes inercias que operan para que se siga manteniendo una idea perniciosa de participación:
Cuando comprendemos nuestro papel ciudadano desde nuestros propios intereses personales, profesionales o de clase. Cuando pensamos que lo ejercemos plenamente votando cada cuatro años o cada seis meses. Cuando creemos que nuestro rol es el de hacer fotos de las deficiencias urbanísticas y poner reclamaciones o quejas. Cuando construimos una trinchera a nuestro alrededor y generamos enemigos a los que combatir porque no piensan exactamente como nosotros, nos sentimos amenazadas y queremos que desaparezcan para permanecer en el tiempo y el espacio como únicos referentes de un colectivo, grupo o comunidad…
Cuando desde nuestra área de confort, que además nos mete en un pozo sin fondo, consideramos que los cambios que todas queremos se pueden lograr únicamente desde batallas en las redes sociales, o, que votando cosas concretas desde plataformas virtuales podemos avanzar o profundizar en una democracia participativa real. Cuando tenemos miedo a generar procesos participativos que impliquen un trabajo común, de igual a igual, con nuestras instituciones.
Cuando no respetamos a nuestros gobernantes e instituciones y construimos discursos de odio dinamitando la posibilidad de tender puentes que den con soluciones eficaces. Cuando perdemos las razones de peso que tenemos por utilizar la destrucción masiva como método, el insulto o la descalificación de los “otros”. Cuando nos importa tener razón o que se haga lo que decimos, tal y como lo decimos, más que la transformación social.
Cuando dejamos que pase el tiempo sin entender la necesidad de educar en lo que implica tener un papel activo en nuestras comunidades. Sin proporcionar herramientas y instrumentos de calado profundo, a la altura del futuro que merecemos, que nos permitan romper con lo anecdótico o simbólico y crear fórmulas organizativas sostenibles con las que vincular a las nuevas y anteriores generaciones con políticas y respuestas locales.
Cuando dejamos pasar oportunidades de cambio y cuando anteponemos intereses partidistas al interés general de dejar a nuestros pueblos y ciudades más capacitadas para afrontar su día a día. Cuando seguimos reproduciendo modelos agotados por falta de valentía y determinación. Cuando nos convertimos en partes importantes del mecanismo a pesar de saber que no funciona ni funcionará tras múltiples lavados de cara, porque hacer otra cosa significa perder poder. Cuando asumimos un lenguaje y unas reglas del juego obsoletas porque es “lo que toca” y debemos jugar nuestro sumiso papel para asegurarnos presencia en los escasos y pobres espacios existentes.
Cuando tanto instituciones como vecindad decidimos que participar es un derecho donde ya está todo conquistado y que nos sienta muy bien como adorno democrático con el que justificar el dominio de unos pocos. Cuando no lo concebimos como un proceso a construir en cada territorio de forma diversa y plural, utilizando el diálogo a modo de carretera de ambos sentidos. Cuando participar es una opción que se presenta con pocos atractivos y muchos sacrificios, como una especie de beneficiencia representativa o actividad pública desinteresada, ejercida siempre por los mismos actores -a pesar de que sabemos que no existe la acción sin interés o sin un ejercicio de poder de por medio-, que terminan convirtiéndose en héroes insustituibles.
Es urgente que reflexionemos sobre ello e intentemos dotar de coherencia democrática y praxis al concepto de ciudadanía, profundizando más en su ejercicio real en la res pública y contribuyendo a construir comunidades locales diversas e inclusivas. Si continuamos desarrollando narrativas y prácticas tan pobres sobre la participación ciudadana, limitaremos nuestra propia capacidad de agencia y contaremos con menos matices con los que enriquecernos en caminos cada vez más estrechos y abandonados por los que transitar. En esta actual pobreza de miras, terminaremos propiciando aquello de “entre todos la mataron y ella sola se murió”.
El concepto de ciudadanía que manejamos en nuestra sociedad democrática ha tenido una evolución histórica que ha ido introduciendo componentes y capas que requieren de reflexión y análisis. Su definición ha estado muy unida al territorio de donde parte, la ciudad, y sobre todo a un sentimiento de pertenencia común compuesto de derechos y obligaciones –marco legislativo- y de reconocimiento compartido.
Ser ciudadano -en masculino-, siempre ha tenido mucho que ver con lo que suponía no serlo. Es una categoría social y normativa que ha otorgado privilegios a unos frente a otros y otras que no podrían alcanzarlos. Pero además de construirse a partir de criterios de inclusión y exclusión, también lo ha hecho a través de la implicación directa o indirecta de hombres y mujeres en los asuntos públicos de una comunidad. En el caso de las mujeres, gran parte de esta actividad histórica relacionada con el ejercicio del bien común se ha practicado desde la invisibilidad o falta de reconocimiento social.