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El domingo dos de abril, los parisinos decidieron en referéndum retirar los patinetes eléctricos de alquiler de sus calles. No es la primera ciudad que prescinde de este servicio, en Barcelona y Valencia, por ejemplo, tampoco están autorizados, pero la decisión de la capital francesa ha vuelto a abrir un debate que, de alguna manera, afecta a todas las formas alternativas de micro-movilidad o reparto de último kilómetro que han visto la luz, o se espera que la vean durante los próximos años: patines tradicionales, patinetes y bicicletas, electrificadas o no, segways, car sharing, drones de reparto, riders, vehículos sin conductor, sillas motorizadas, scooters eléctricos, etc.
A las nuevas formas de micro-movilidad y/o reparto a domicilio debemos sumar, cada vez en más ciudades, otros modos de transporte pensados específicamente para los omnipresentes turistas, como los trenecitos, autobuses panorámicos, bicitaxis, beer bikes y grupos montados sobre todo tipo de artilugios individuales o colectivos.
Lo que tienen en común todos estos sistemas, los que ya tenemos, los que vendrán y los que han ido desapareciendo, es la necesidad de compartir un único espacio público común: las calles. Cada sistema tiene sus requerimientos, ventajas e inconvenientes, y casi siempre sus propios usuarios y/o interesados, pero todos acaban compitiendo en un espacio que cada vez parece más pequeño y los humanos solo tenemos una forma de resolver este tipo de problemas: reglas comunes que todos, o la mayoría, conozcamos y cumplamos, cultura cívica y una autoridad que vigile y resuelva los conflictos que vayan apareciendo por el camino.
Los debates originados como consecuencia de las nuevas formas de movilidad no son nuevos, ya los tuvimos con los coches de caballos, los primeros automóviles o los tranvías. Lo realmente novedoso es la velocidad con la que ahora se desarrollan los acontecimientos. El primer automóvil propulsado con un motor de combustión interna vio la luz en Alemania en 1886 de la mano de K.F.Benz. El primer automóvil producido en serie de forma masiva, el famoso modelo “T” de Henry Ford, se fabricó 22 años más tarde en EEUU. El primer código de la circulación español es de 1934, aunque nuestras carreteras no empezarían a llenarse de coches hasta los años 60 del pasado siglo. El automóvil fue una tecnología revolucionaria, pero tuvimos más de medio siglo para adaptarnos a ella. Ahora estos procesos van a la velocidad de la luz y el tiempo de adaptación prácticamente ha desaparecido.
En el pasado, la mayor parte de los problemas planteaba la existencia de distintos modos de transporte se resolvió separando físicamente los distintos tráficos. Así aparecieron las aceras, y después las líneas de tranvía o los carriles bici, pero dada la imparable diversidad que nos espera, las crecientes dificultades para diferenciar entre los distintos modos, y los requerimientos de accesibilidad universal, me atrevo a afirmar que esta estrategia ha tocado fondo. En los centros de las ciudades la mayor parte del espacio público disponible acabará siendo de coexistencia, lo que sin duda implicará más conflictos y hará más necesaria, si cabe, la intervención publica para resolverlos.
El problema que más ha influido en la decisión de París, en concreto, han sido los patinetes abandonados o mal estacionados invadiendo las aceras y los parques, porque más allá del incivismo de algunos usuarios, uno de los mayores atractivos del modelo de negocio es, precisamente, que puedes cogerlos y dejarlos en cualquier sitio, utilizando casi cualquier tipo de superficie durante el recorrido. Esta libertad reduce considerablemente el tiempo del desplazamiento y permite cobrar muy caro el minuto de utilización, lo suficiente como para no tener que preocuparse por el deterioro, robo o abandono del material móvil, pero implica molestias para el resto de los usuarios de las vías públicas. Un conflicto típico de utilización del espacio que el mercado nunca será capaz de resolver por sí solo.
En estas circunstancias, es comprensible que exista un cierto rechazo a algo que parece superarnos, pero decisiones como la de París no son una solución, sino el reconocimiento de un fracaso colectivo. Las nuevas tecnologías del transporte y de la comunicación acabarán cambiando radicalmente la forma de movernos en las ciudades. Episodios como éste solo sirven para recordarnos que no todo vale, y sobre todo que la regulación y la cultura cívica necesaria para posibilitar la coexistencia de todos los modos de transporte, actuales o futuros, en el espacio público común, no ha avanzado al mismo ritmo que la tecnología.
Algunos pensarán que este problema solo afecta a las grandes ciudades, y es cierto que en ellas se manifiesta con mayor crudeza, pero solo es cuestión de tiempo. Albacete, una de las ciudades españolas que menos utiliza el vehículo privado en los desplazamientos urbanos, ya dispone de un servicio de bicicletas de alquiler desde hace varios años, y los patinetes, bicicletas y artilugios de todo tipo empiezan a ser habituales en cualquier ciudad.
En este como en otros temas, la historia se ha acelerado, pero en las ciudades pequeñas y medianas tendremos la suerte de tener un poco más de tiempo para adaptarnos y aprender de los fracasos de los demás. Sería una lástima que no lo aprovecháramos, porque la nueva movilidad llegará a todas partes y es mejor que nos pille preparados.
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