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¿Una política de Estado en Bibliotecas Públicas?

Imagen de una biblioteca escolar.

Juan Sánchez Sánchez. Director de la Biblioteca de Castilla-La Mancha

¿Pero hay alguien pensando en una política de Estado en materia de bibliotecas públicas? Desde luego nadie habla de ello, y es tan importante como en el ámbito de la Educación, la Sanidad, los Servicios Sociales…Ahora, a las puertas de una nueva edición de las Elecciones Generales, me permito recordar a los partidos políticos que las bibliotecas públicas también existen.

Las bibliotecas son lugares maravillosos, que tienen su mayor fortaleza en los ciudadanos que las visitan: en 2014 eran socios de una biblioteca pública 16.080.515 personas, lo que supone que el 34,49 % de los españoles es socio. A pesar de los recortes, desde 2010 ha crecido este indicador en casi un 6%. Ello muestra la necesidad de este servicio público que es esencial y además gratuito para los ciudadanos, porque se financia con los impuestos de todos. Las bibliotecas españolas recibieron ese año un total de 109.061.703 visitantes. No hace falta recordar que las bibliotecas no sólo son lugares de libertad, de valores, de debate, de encuentro, de fortaleza democrática, de solidaridad, de cultura, de información, de educación permanente…Es que, además, a las bibliotecas, al contrario de lo que sucede con nuestra visita a un hospital o un centro de educación obligatoria, vamos libremente. Y estas cifras son realmente espectaculares.

Pero a pesar de los indudables avances experimentados en España, las bibliotecas españolas no acaban de incorporarse de forma generalizada a los servicios que deben prestar para que constituyan realmente la puerta democrática para acceder a la Sociedad de la Información para todos los ciudadanos españoles. Desde los inicios de los años ochenta del siglo XX clamé por una Ley de Coordinación Bibliotecaria que sirviese de marco para el desarrollo de los servicios públicos de lectura e información en todo el país.

Cuando, por fin, se planteó esa Ley estatal, mostré una esperanza que pronto derivaría en frustración: se aprobó y entró en vigor la Ley 10/2007, de 22 de junio, de la lectura, del libro y de las bibliotecas, pero no resolvió ninguno de los problemas prácticos que nos preocupaban a los que habíamos clamado por esa Ley. Es una Ley que señala vías de cooperación, a través fundamentalmente del Consejo de Cooperación Bibliotecaria, pero no aborda la imprescindible y obligada coordinación en la que debieran trabajar los sistemas bibliotecarios de nuestro país. La Ley recogió principios pero no concretó estándares de servicio público ni responsabilidades de financiación. Como he escrito reiteradas veces, fue una oportunidad perdida.

A finales de enero de 2006 publiqué un artículo periodístico con el mismo título del que ahora escribo, pero sin interrogantes, y apenas un año más tarde disponíamos de la Ley. Una década después, no sólo no ha mejorado la situación sino que la crisis económica ha motivado una parálisis de muchas bibliotecas y un importante descenso presupuestario que no tiene parangón con el que han tenido otros ámbitos de los servicios públicos. A las desigualdades padecidas por los ciudadanos por razón de su localidad o región de residencia, se han sumado el cierre de algunas bibliotecas, la falta de presupuestos para adquisiciones de libros y audiovisuales en las bibliotecas, la paralización de las inversiones y la preocupante situación de buena parte de los profesionales, especialmente en bibliotecas de municipios pequeños. Por supuesto, no se ha resuelto tampoco el problema histórico de los ciudadanos que carecen de servicios bibliotecarios por el “delito” de vivir en localidades menores de 5.000 habitantes, aunque en regiones como en Castilla-La Mancha siempre trabajamos con la idea de universalizar este servicio a todos los habitantes y en la legislación y programas trabajamos en la línea de que dispongan de biblioteca pública todos los pueblos mayores de 1.000 habitantes y los mejores que estuviesen dispuestos a financiar ese servicio.

En 2014, un total de 2.995 municipios españoles carecen de cualquier tipo de acceso a servicios de biblioteca pública, que supone sólo un 3,22% de la población pero que corresponde al 37% de los municipios españoles. Es decir, que apenas el 63% de los municipios de nuestro país cuenta con un algún servicio de biblioteca pública. Aunque los españoles no pueden sufrir discriminación en razón de su residencia, no hay un plan para ofrecer servicios bibliotecarios a los municipios pequeños. La alternativa son los bibliobuses, pero no todas las regiones están dispuestos a asumir un servicio pensado para esas localidades que no pueden disponen de biblioteca fija. Podemos afirmar que a los españoles de los pequeños municipios se les niega el derecho a leer y a la información.

Además, aunque se considere que una ciudad tiene cubierto el servicio porque exista una biblioteca para 50.000, 70.000 o incluso más habitantes, no podemos aceptar esta hipocresía estadística. Nadie acepta que una localidad de esa población disponga sólo de un único Instituto de Bachillerato, un único Centro de Salud…Cosa que en bibliotecas es bastante corriente. Estas localidades deberían tener una verdadera Red de Lectura Pública que atienda a los ciudadanos de los distintos barrios, con horarios amplios y una plantilla suficiente y adecuada de profesionales, y muchas veces cuentan sólo con una biblioteca. Al faltar las obligaciones legales precisas, encontramos ciudades con planes modélicos de desarrollo del servicio de biblioteca pública junto a casos verdaderamente dramáticos en bastantes ciudades españolas.

Otros indicadores son expresivos también de desigualdad: en cuanto a colecciones la media nacional es de de 1,81 libros u otros soportes por habitante. Los mejores datos corresponden a Navarra (3,38) y Castilla-La Mancha (3,09), mientras que las comunidades más deficitarias son Canarias (1,17), Madrid (1,20), Murcia (1,27) y Andalucía (1,29).

Hay también desigualdad entre regiones en el número de bibliotecas. Si consideramos el indicador “Habitantes por biblioteca”, las comunidades autónomas con mejor situación y que están a la cabeza en el país son Extremadura (que tiene una biblioteca por cada 2.471 habitantes) y Castilla-La Mancha (una biblioteca por cada 3.764 habitantes). En el polo opuesto están Madrid (una biblioteca por 29.102 habitantes), Cataluña (una biblioteca por 20.943 habitantes), La Rioja (una biblioteca por 14.042 habitantes) y Murcia (una biblioteca por 13.126 habitantes). En otro indicador, “Puestos de lectura por 1.000 habitantes”, figura a la cabeza Castilla-La Mancha (con 13,35 puestos por cada 1.000 habitantes), seguido por Extremadura (12,13) y Navarra (8,90). En los peores puestos en este indicador están Cataluña (3,80), Madrid (4,11) y Canarias (4,16).

Respecto al gasto corriente total en bibliotecas por habitante -que incluye personal, instalaciones, colecciones bibliotecarias, automatización y actividades- la media nacional es verdaderamente ridícula: 9,32 euros/habitante. Están a la cabeza País Vasco (17,23), Cataluña (13,53) y Castilla-La Mancha (12,87 euros), mientras que las regiones que están en el furgón de cola son: Baleares (4,14), Andalucía (5,63) y Murcia (6,25 euros). Este desigual gasto, sitúa a regiones tradicionalmente ricas junto a otras con PIB muy bajos como, Castilla-La Mancha, a la cabeza en algunos de los indicadores, signo de políticas estables y de decidido apoyo a las bibliotecas municipales, frente a Comunidades en las que los municipios no han gozado de similares apoyos de su correspondiente Administración Autonómica.

El gasto en adquisición de colecciones es también significativo, y se ha reducido considerablemente en los últimos años: la media es verdaderamente lamentable: 0,56 euros/habitante. País Vasco figura a la cabeza con 1,29 frente a 0,16 de Andalucía, 0,18 de Canarias o 0,23 de Murcia.

El mayor gasto en bibliotecas se corresponde con unas bibliotecas más dinámicas y con mejores servicios. Así, por ejemplo, si analizamos las actividades culturales de las bibliotecas, si cogemos el indicador “Actividades organizadas por las bibliotecas por 1.000 habitantes”, con una media nacional de 3,84 actividades, están en los puestos más altos Castilla-La Mancha (15,55), Cataluña (6,73), Asturias (4,84) y Castilla y León (3,65) frente a Comunidad Valenciana (0,17), Canarias y Baleares (con 1,61), Murcia (1,92) y País Vasco (2,25). Pero junto a los presupuestos, sin duda el mayor factor de éxito y dinamismo de una biblioteca lo consiguen los profesionales. Por cierto, es sorprendente la capacidad de los bibliotecarios de tantísimas pequeñas bibliotecas que con su dedicación, imaginación y complicidad con la sociedad consiguen que esos centros sean verdaderamente ejemplares.

En resumen, y para no seguir enumerando más datos, culmino diciendo que estos indicadores son preocupantes pero me parece más grave la falta de una política de Estado para afrontar el reto de las bibliotecas públicas en la actual Sociedad de la Información y el Conocimiento. La Constitución Española reconoce el “acceso a la cultura” como un derecho de todos los españoles (art. 44) y también el derecho a “recibir libremente información veraz” (art. 20.1.d) o, genéricamente, el “derecho a la educación” (art. 27); y estos tres pilares que constituyen la misión de la biblioteca pública (cultura, información y educación permanente) no han logrado convertirse jurídicamente en un derecho que revierta en la universalización o democratización del acceso de los españoles a servicios de biblioteca pública.

Me declaro defensor del Estado de las Autonomías, pero reconozco y valoro el papel que tiene el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte en esta tarea; nuestra Constitución dejó muy clara la resolución de estas desigualdades: “El Estado tiene competencia exclusiva sobre…la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos…” (art. 149.1.1ª), que incluso “… podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general…” (art. 150.3). Estamos, pues, ante un problema que no compete sólo a las Comunidades Autónomas. La biblioteca pública es un derecho de todos los ciudadanos, y al Estado corresponde abordar un plan coordinado con los gobiernos autonómicos que garantice este derecho al conjunto de la población española.

Sin duda ha habido regiones que han sido más democratizadoras de este derecho y situaron en 2.000 e incluso en 1.000 habitantes la frontera para que el municipio contase con biblioteca pública. Leyes autonómicas más avanzadas, planes bibliotecarios más progresistas y programas regionales de apoyo financiero o técnico para el desarrollo de bibliotecas públicas municipales, han sido los factores diferenciadores que han articulado un mapa bibliotecario muy desigual de unas regiones a otras y entre unos municipios y otros.

En 2004 publiqué un artículo que titulé “Derecho a no leer” y que concluía con un texto dirigido a la clase política y a la sociedad en general. Voy a recordarlo ahora, en vísperas de las Elecciones Generales: “Una de las virtudes de la democracia es que los mediocres y quienes no desempeñan correctamente su cargo público suelen sufrir un varapalo de los ciudadanos en las siguientes elecciones. Por ello… un consejo: no voten a quienes desdeñan la biblioteca pública; no apoyen a quienes teniendo responsabilidades en las políticas culturales consideran que la biblioteca pública es un servicio que no precisa recursos y que es un lujo que no puede estar al alcance de todos los ciudadanos. Vamos, que quienes no creen en la biblioteca pública se alejen de responsabilidades públicas que no se merecen… ”

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