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La vivienda, uno de esos caprichos que tendemos a darnos porque debajo de un puente no parece que se vaya a estar a gusto. El hogar, el dulce y necesario hogar. Nuestro refugio, el nido donde poner el huevo y relajarnos, o estresarnos, a gusto del consumidor, donde poder realizarnos o echarnos a perder, nuestra intimidad. Todos aspiramos a tener una vivienda digna, y sin duda su elección es uno de los momentos álgidos e inolvidables, aunque no siempre placenteros, de la vida. Si además los parámetros los limitamos a un barrio como el Casco Histórico de Toledo, la cosa toma un cariz estremecedor.
La elección de la casa siempre es engorrosa. En nuestra sociedad en general los recursos desgraciadamente son limitados, y los precios son casi siempre difíciles de asumir. Mala combinación. Así que iniciamos la búsqueda ya con un sinsabor de frustración al que terminamos acostumbrándonos, tanto que transmutamos el nombre por realismo o sensatez.
En cualquier caso, si la elección de una vivienda digna suele ser poco menos que una odisea en estos tiempos, en lugares como el Casco, la hazaña de Ulises en su regreso a Ítaca se convierte en un juego de niños. Comprar casa aquí sería para Homero una tercera parte de las aventuras de nuestro héroe. Y lo digo con conocimiento de causa.
Hace un tiempo relativamente corto que he tomado la madura y sensata, véase frustrante, decisión, de comprar un piso. El alquiler de donde ahora resido me resulta insostenible, y ante la falta de políticas de vivienda, asesorada por mi lógica y la de mi entorno, me he lanzado a otear el sombrío mundo inmobiliario del Casco.
He estado más de un mes recibiendo por email “novedades”, donde se repetían las mismas fotos: algunas de vertederos de ladrillos, mal llamados en el anuncio “casas”, puestos a la venta por un precio desorbitado, para ser muchas derruidas y reconvertidas, con el necesario desembolso de un dineral; pisos de capricho al alcance de unos pocos; habitáculos cuquísimos de una habitación, ¿familia? ¿alguien habló de las familias entre las políticas públicas para incentivar la residencia en el Casco?, no, qué cosas tengo, lo debí de soñar un día tras escuchar alguno de los discursos de lo importante que es el Casco para Toledo; bajos sin luz; cuevas e infraviviendas varias anunciadas como “oportunidades”. Todo muy tentador.
Pero hace unos días sucedió lo peor. La ingenuidad llamó a mi puerta y creí que mi suerte había cambiado. De pronto creí encontrar exactamente lo que necesitaba. No me lo podía creer, por fin un lugar medio decente, en un buen sitio, condiciones no del todo malas, y a un precio equilibrado.
“Algo tiene que tener”, afirmó un amigo con rotundidad cuando le conté, “que esto es el Casco de Toledo, no puede ser todo tan bonito”. Y llevaba razón, pensé yo. Pero es que yo ya había dado con ese “algo”. Tras examinar las fotos, el pero que le encontré es que no había calefactores. “Tate, ya está, por eso lo habrán rebajado, porque no tiene sistema de calefacción”, me dije. Entonces el Cuento de la Lechera comenzó a tomar forma y me llegué a sentir poseída por su espíritu. Comencé a hacerme mis cábalas. Es una inversión grande la de calefacción, pero bueno, asumible. Ya veré cómo lo financio, pero oye que soy la Lechera y recordemos que hasta la fecha soñar es gratis.
Comencé a indagar en sistemas de calefacción sostenibles, me monté mi película, me imaginé ya en la casa tan a gustito. Una segunda planta con ascensor, luminoso, o eso decía el anuncio. Vale, sin calefacción pero es que la vida no es perfecta, tampoco hay que ponerse tiquismiquis, que es el Casco. Aquí ninguna institución se preocupa por un plan de vivienda de calidad que fomente la residencia en el mismo. No, aquí cada uno se saca las castañas del fuego, y normalmente las castañas del que vende están muy asadas porque muchas son herencias de las que no dependen sus vidas y prefieren tenerlas cerradas a rebajar los precios, cuando no pisos de bancos muertos de risa y de olvido. Así que sí, la cosa no está para ponerse pejigueros.
Animada pues concerté una cita. Era la primera visita que hacía, el primer asalto, la primera vez, y ya sabemos que las primeras veces siempre son importantes, aunque también pueden ser frustrantes. Pero bueno, ya con ciertos añitos, y alguna cana iba preparada para enfrentarme a alguna contrariedad. Ya la había detectado, pensaba yo, no tiene calefacción, aunque ya había quedado conmigo misma que tampoco era para tanto. Para lo que no iba preparada es para lo que me encontré.
El comienzo no fue alentador. Ya en el portal, el comercial de la inmobiliaria se cruza con una vecina del edificio que le dice “a ver si se vende de una vez ese piso”. Y yo pienso, esto no pinta bien. Pero no es momento de echarse para atrás, no. Toca sacar pecho y enfrentarse a lo que haga falta. Iba preparada.
Al subir al ascensor, es que el edificio en cuestión tiene ascensor como ponía en el anuncio, todo un punto a favor en este peculiar barrio como todos sabemos. Lo que sucedió es que este ascensor no subió, sino que bajó, y no una planta, sino dos. El piso a la venta que estaba anunciado como segunda planta ciertamente estaba en un segundo, pero en un segundo sótano. Le hago partícipe al comercial de mi sorpresa, y responde con un silencio que intuyo significa “otra que se ha dado cuenta”. Le comento si no se han planteado poner esta información de cierta relevancia en el anuncio, como respuesta el mismo silencio, seguido de un balbuceo “sí, bueno”.
Al entrar, la primera estancia estaba prácticamente a oscuras, en un día luminoso como los que nos está regalando este incipiente otoño. Me dice que el resto de las habitaciones tienen más luz, y sí, no miente, tienen más luz porque menos era imposible. Aunque el colofón lo dejó para el final. Llegados a la última estancia tiene el valor de abrir la ventana y decirme, como si la frase la hubiera preparado con antelación, “y aquí, unas espectaculares vistas al Alcázar”. Mientras me dice esto pienso en las verdaderamente maravillosas vistas que yo tengo desde mi casa actual y decido ser yo quien opta por permanecer callada, sobre todo porque la alternativa hubiera sido mandarle a la mierda, y tengo una educación asquerosa y políticamente correcta que me habría hecho sentirme mal.
De manera que opto por explicarle educadamente que esto es el Casco histórico, y que lo que me está enseñando dista mucho de ser unas vistas, y menos aún espectaculares. Que esto nada tiene que ver con el anuncio que me llevó allí.
Así pues, salí de mi primera visita echando pestes de este parque toledano, tan caro, tan indigno, tan engañoso, tan injusto para el propio barrio, lleno de propiedades muertas y abandonadas, que se caen por el peso del tiempo y la desidia, mientras a quienes estaríamos encantados de revitalizarlo residiendo en él nos invitan a gritos a marcharnos por los precios abusivos, las condiciones desventajosas de muchas viviendas y la dejadez institucional ante la realidad de vivienda del barrio.
Tocará seguir buscando en esta aventura a Ítaca.
La vivienda, uno de esos caprichos que tendemos a darnos porque debajo de un puente no parece que se vaya a estar a gusto. El hogar, el dulce y necesario hogar. Nuestro refugio, el nido donde poner el huevo y relajarnos, o estresarnos, a gusto del consumidor, donde poder realizarnos o echarnos a perder, nuestra intimidad. Todos aspiramos a tener una vivienda digna, y sin duda su elección es uno de los momentos álgidos e inolvidables, aunque no siempre placenteros, de la vida. Si además los parámetros los limitamos a un barrio como el Casco Histórico de Toledo, la cosa toma un cariz estremecedor.
La elección de la casa siempre es engorrosa. En nuestra sociedad en general los recursos desgraciadamente son limitados, y los precios son casi siempre difíciles de asumir. Mala combinación. Así que iniciamos la búsqueda ya con un sinsabor de frustración al que terminamos acostumbrándonos, tanto que transmutamos el nombre por realismo o sensatez.