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Río abajo

Foto: Daniel Diaz Trigo

Miguel Ángel Curiel

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Castelo Branco 27 de Julio. El suelo guarda la temperatura de tu cuerpo, nos enfebrecemos, los cuerpos se enfebrecen tumbados a la orilla del río en Vila Velha de Rodao. ¿Quién dice la verdad? Nadie. La verdad duele como la luz un día de verano, arrasa los ojos.

La luz ya no sirve para ver, ni las palabras para sentir. Se quema todo en sí mismo,  golpes de sol.  El fuego es la ley. Te refresca algo de amor. La verdad es una luz tan fuerte que lo quema todo. El alma es solo una radiación de ti contra mí. Nos quemaremos a la vez. La oscuridad nocturna alivia. Ella mira las noches estrelladas del verano, las brasas de todo su ser en el cielo.

Ningún periódico dice verdad. En este puedo escribir un puñado de visiones, puedo esparcir este silencio contra el aire. Cuánta más oscura es la noche más veo, tú también. No te excedas, ama, ama el mundo, no una pequeña porción de tierra llena de historia. Me lo digo a mí, te lo digo a ti. La verdad es una alucinación. Si dejara este papel al sol se quemaría y tú no lo podrías leer. A eso aspiro. Le digo a un amigo: No quiero escribir este artículo, no tengo ganas ni fuerzas. Ella me cogió la mano y sentí la fuerza de su mano.

Entonces escribí algo. Le diría: Me llevaste a ver el río en Vila Velha de Rodao, y quise bañarme allí. Algo me expulsa hacia la nada, cargamos de piedras los ojos. Desde su casa en la Rua da Boa Esperanza se ve Extremadura. Allí escribe sus poemas de noche. La verdad es terrible, quema todas las palabras, la mentira es infame. Ella me protege de la luz, me deja hablar con las piedras, me lleva a los lugares a donde escribió sus poemas este invierno. Un camino atravesando un berrocal granítico, un arroyo seco.

El cielo muerde, hace calor. Hablamos. “El Oficio de vivir, el oficio de poeta” de Pavese es un libro ¿frio? -Todo es repetición, recorrer de nuevo, incluso la primera vez “es una segunda vez”- escribe un día cualquiera de un invierno en Turín. Le había insinuado a mi amigo el poeta Alfredo J. Ramos que a mí vuelta a T., a principios de septiembre, iniciaría una acción poética: En aquellos lugares de la ciudad donde pudiera haber un árbol, pintaría en el suelo un árbol. Cuando te gobiernan y te municipalizan idiotas e imbéciles, hay que pintar árboles, hay que provocarles, y ponerles de culo cara al sol. El sol en estos días mata.

El 8 de julio de 2020 apareció en este periódico mi artículo titulado “Calor”. Encontré una copia del texto original, subrayado entre las páginas de su libro “Luz nocturna”. Para dejar constancia de mi paso por la ciudad escribí un poema: La casa mira hacia Extremadura, ojos muertos el aire en verano, el cielo es el adufe del sol, te oigo en la luz. Un poco antes del amanecer, desde la ventana de mi habitación se veían las luces de Idanha, Alcafozes y Monsanto como constelaciones caídas a tierra. Parpadeantes luces en el momento en el que la luz del amanecer comenzaba a perfilar las sierras extremeñas al Norte de Coria.

El hombre necesita cada vez más luz, exponerse a la luz, sobreiluminar su instinto le lleva a cegarse. Al mediodía ella y yo sentimos el pánico celeste. El desasosiego que el techo hundido del cielo provoca en las almas frágiles. El calor es la bestia. El paisaje se dulcifica al Norte del Tajo. En paralelo, de Este a Oeste, las sierra de la Gardunha y a Estrela, entre las dos el Zêzere, quizás el río con el nombre más bello del mundo. El rio zigzagueante. El 8 de julio nos bañamos en la Ribeira de Alpreade, Castelo Novo, afluente del Ponsul. Cuando la veo nadar en las pozas de agua limpia veo a una nutria. He aquí un texto de mi “Extremadura Abstrac” en el que se refleja mi necesidad del agua como ser o animal sediento. Cada vez amo más los paisajes lunares y sedientos.

No producen pena, ni amor, basta el sosiego de su silencio prehistórico. “No me deja dormir con su aullido el sol. Buscaba por los montes ciudades de hielo al otro lado del sol, al otro lado de ti, al otro lado de la muerte, al otro lado de lo que no tiene lados. Orlar, vaciar, escuchar la sangre de las ovejas en los ojos, oír la luz en el camino de grava alemana hacia Portugal por encima de un mar oscuro de estrellas hundidas.” En estos días volví a André Gide, a su Amyntas. Es mi héroe secreto. Sus experiencias argelinas, el tambor del sol y el petricor de la tierra reseca después de una tormenta inesperada. Esta luz tan fuerte me hace pensar en la muerte.

Escribir por ahondamiento, pinchar en el hueso seco del cielo, por ahondamiento, cada vez a mayor profundidad. Es la búsqueda de lo que se sabe que está. Los pozos hondos, cuando se llega a la capa, el pinchazo hace brotar el agua. “Si fractus illabatur orbis” Si roto se desliza el mundo. Imagino que nada se moviera, y que mandas a los perros a explorar el cielo. La luz –siempre– es la de un niño muerto, y la de, y por tantas cosas. Las arrugas de una sábana, también se podría leer esto cada mañana, como los posos del café, las rayas de la mano o los cielos de cada día. Tú saldrías en un momento, siempre o nunca de las aguas, del agua ¿Se necesita tanto tiempo para el instante?

El movimiento debe ser contemplado y vivido a través de la lejanía, la comprobación se da en el ir del cangrejo del agua al sol, es un movimiento mecánico que tú crees poder dirigir [juguete natural] A mayor altura se pierde el miedo al vacío. Saja cada día su yo. Aún se confronta a sus maestros, estos han dejado de hablarle. El dios ínfimo de ahora ¿estás solo? Muchas veces se nace, morir solo una. No sé cómo era Nueva York, me lo pregunta siempre. No lo sé, iba ciego de drogas, fui un globo de ser como decía Karen Enser. La muerte pasa de un cuerpo a otro, los deshabita pronto, no es más que el huésped del sol.

La muerte no habla. ¿Y lo muerto? Todo está en aparente calma y situado en su lugar, naturaleza expuesta en el paisaje, armonía a la espera de la tormenta, mis libros nunca en su biblioteca, están sobre una mesa, en una silla, en la mesilla de noche, en la mesa de la cocina, y en verano en el suelo. ¿Están vivos para ella? Ver es amar. La última noche volvimos a leer artículo del 8 de julio de 2020. Lo había subrayado casi al completo. En el calor refractario de T. durante el insomnio nocturno escribo una larga carta.

En realidad se trata de un largo informe sobre el calor, y su destinatario es un viejo amigo que gobernó durante ocho años una pequeña ciudad del tamaño de T.: Querido amigo Albert Kohlberg, gracias a que eres poeta pudiste gobernar tu ciudad ayudado por árboles. Ordenaste a los jardineros plantar al menos cinco árboles por habitante, siendo conditio sine qua non que uno de cada cuatro fuera un frutal. Como gobernante de tu ciudad permaneciste lo estrictamente necesario y después te fuiste a viajar por el mundo.

Querido A.K., desde la ventana veo el río, es un flujo catatónico y lúgubre oculto entre carrizales y tarayales. La isla donde aprendí a fumar y a hacer círculos de humo entre los puentes de Santa Catalina y el de hierro es ahora un denso bosque de álamos blancos, fresnos de hoja ancha y alguna Robina pseudoacacia entre tarays. Igual que a ti te salieron pústulas de amor durante aquel viaje extraño a Sofía. Al río le han salido este verano algas pestilentes y las columnas de mosquitos que salen del agua dibujan figuras en la luz similares a las que trazaba en sus “Cuadernos del Aire” Charles Lanusse al intentar dibujar el polvo de las almas.

Cuando el calor de la noche no me deja dormir salgo a las calles a contar los árboles. T. tiene fiebre. Hasta ahora sólo he contado quinientos sesenta y dos árboles, muchos de ellos son palmeras que apenas dan sombra, otros simplemente ornamentales y apenas ayudan a resguardar del sol tanto cemento y alquitrán. La ciudad lleva gobernada por patanes muchos años igual que Salzburgo lo estuvo por neuróticos y personajes de gran estulticia durante los años en los que Thomas Bernhard escribió 'El sótano'; yo personalmente habría preferido un gobierno local de estetas florentinos escribiendo bellos discursos retóricos en una plaza con grandes negrillos, la sombra del negrillo es más poderosa que la de una palmera, y un hombre no puede abarcar con los brazos su poderoso tronco.

Querido A.K., hasta la mentira es verdad, es la negatividad a la que se referían tus poemas cuando te los dictaba un grillo azul. Recuerdo como en aquel viaje a pie por el país de los cien ríos no dejabas de hablarme de Merleau-Ponty y de la elaboración de una ontología de la naturaleza que debería circunscribirse en un intento de elaborar un pensamiento del ser que no hiciera de éste un elemento del pensamiento abstracto, sino que diera cuenta de la experiencia concreta del ser en el mundo. Cuando te emborrachabas de paisaje y de vino sólo hablabas de intercorporalidad en la negatividad dialéctica. ¿Te imaginas una mentira que dice la verdad?

Eso es lo que hacen los árboles de noche respecto al día, purifican y dan frescor a la imbecilidad de las ciudades de ladrillo, cemento y alquitrán. Los árboles son un ejemplo práctico de esa negatividad dialéctica en la intercorporalidad. Hacíamos fotosíntesis mirando los árboles y los pequeños ríos donde nos bañábamos. Querido A.K., hace ya unos años en Blida, un día de julio me encontré con Safia Ketou. El calor paralizante a las afueras de la ciudad, el sol echaba fuego, de las manos salía humo. Debajo de una higuera ahorquillada había cabras negras mirando el infinito; para refrescarme leía bajo un olivo con los pies metidos en un barreño con agua la poesía fría de Alfred Kollerischt, que es como abrir un frigorífico de lenguaje y meter la cabeza dentro.

En ese calor de Blida sentí la fiebre del mundo, como ahora la siento en T.; la señora Ketou me regaló estas gafas de sol que ahora llevo puestas. Mientras todo se derretía alrededor, en los espejismos y en la ilusión óptica veía olas de luz negras romper a media altura. Allí aprendí que en el calor los perros sueñan; los sueños de los perros son en blanco y negro, alguien les habla para decirles –sois perros– Allí me dio un golpe de calor y me desperté dos días después en hospital Faubourg y a mi lado estaba la señora Ketou; me volvió a dar las gafas de sol y me dijo –sois perros, ellos oyen eso pero no entienden– Querido A.K., poco tiempo gobernaste tu pequeña ciudad. Sólo te dio tiempo a plantar los árboles que hablan, árboles que caminan, árboles con nombre de hombres y de mujeres. Un olmo podía llamarse Clara y una acacia Esteban; sólo prohibiste un nombre [Adolf]

Los árboles desnazifican. Los bautizabais con humo. Encargaste la construcción de un vivero y levantaste una escuela superior de jardinería que ahora es un edificio vacío enteramente grafiteado. Una vez, cuando ya no estabas en tu pequeña ciudad visité el vivero de árboles al otro lado del cementerio de Mariannenstrasse, donde además de olivos e higueras, un amigo tuyo había conseguido hacer vivir en ese clima expresionista unos cuántos ejemplares del árbol de argan; un poco más allá me encontré con una colonia arbórea con ejemplares de la familia de las sapotaceae; la argama espinosa, y siendo endémica de los semidesiertos calcáreos del Suroeste de Marruecos, además del manilkara zapotea y el manilkara chicle vi tres ejemplares de la manzana estelar, Chrysophilum cainito.

Pero del Eden fuiste expulsado por un edicto de Platón. Querido A.K. de noche aquí no se pude dormir por culpa del calor, se trata de un calor inhumano. Escribo, pero no sé cuántas veces taché la misma frase; las escribía durante el día y las tachaba por la noche, después salía por la calle a contar árboles. La intención de estas frases sin sentido era hacer un bosque de frescor. Si movía la hoja podía ver las líneas de escritura de abajo a arriba en vez de izquierda a derecha como lianas que caen del cielo, otras veces la movía para ver las líneas de arriba abajo, y entonces veía raíces.

Para aliviarme la fiebre en el holocausto solar he llenado todos los días la bañera de agua fría y he pasado la mayor parte del tiempo dentro de ella, literalmente avec de l'eau jusqu'au cou. Dentro de la bañera he tomado notas y he leído con el transistor encendido al lado. Una de las frases que escribía y tachaba era la siguiente: la diferencia entre un buen gobernante y un mal gobernante de una pequeña ciudad son los árboles. En el lavabo dejaba los libros, entre ellos 'El arte simple de los jardines' de Pietro Parisi.

Ayer, durante un ángelus de fuego, hice una lista de buenos y malos gobernantes, dos grandes columnas de nombres, a la izquierda los buenos gobernantes y a la derecha los malos. En el calor soy maniqueo. Al escribir estos nombres noté que algunos me daban placer y otros me procuraban asco; una lista estaba encabezada por Marco Aurelio y la otra por el papa Juan XII. Te decía querido A.K. que la intención del artículo era dar fresco, verdor, frondosidad y aire azul a los que han dejado sus pensamientos hundidos en el insomnio.

Leí también unos versos de André de Bouchet del 'En el calor vacante' -L´ariditè que découve le lour sur une voi qui demeure séche- También abría el frigorífico y metía la cabeza. El calor sólo me deja pensar en el calor. Querido A.K. esta ciudad es fea, T. es fea. Con esto he descubierto un filón. Hace una semana escribí un mail a Frederick F. fotógrafo del feísmo y le expuse la situación, advirtiéndole de que en su trabajo de catalogación sobre el feísmo en T. obviara la zona del río, pues la considero de una belleza natural digna de ser olvidada en su futuro trabajo, pues la revelación de esos paisajes fluviales ayudaría a esconder la miseria y el urbanismo desordenado que hay en la ciudad.

El filón al que me refería no era otro que una llamada desde la negatividad a un futuro turismo de masas. T. un destino singular. Otra de las frases que escribí y taché fue: “Tres mil trescientos carpinus betulos para la calle del agua, o una calle que no existe”. Estaba escrita con tinta azul y tachada en verde. El texto siempre se convierte en bosque. Entonces comencé a hablar con los árboles que es como hablar con los muertos; todo lo que les digas será devuelto en una noche de calor en el que el llanto es el sudor humano. La última frase decía: “El ojaranzo de la plaza que he tocado para apoyarme, y he sentido en el tacto de la corteza el bastón de mi ser”. Sólo entraba en esas palabras para sentir frescor. Desde luego que debería haber en esta ciudad más árboles.

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