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La conmoción generada por el estallido de la pandemia asociada al virus COVID-19, ha traído sobre la mesa la cuestión ya muy recurrente en los últimos tiempos sobre si estamos viviendo una verdadera distopía. Hasta las autoridades políticas, incluido el propio presidente del Gobierno han recurrido al símil distópico para describir el estado de máxima gravedad y excepcionalidad que nadie podía plantearse más allá del terreno de lo imaginario.
Este creciente interés por la distopía tampoco parece resultar nuevo: El triunfo de Donald Trump en las elecciones de EE. UU. en noviembre de 2016, por ejemplo, ya había llevado a muchos a buscar respuestas en obras como 1984 o Eso no puede pasar aquí, convertidas en éxitos de ventas hasta hoy. Y dado el escenario actual, tal interés no parece que vaya a menguar a la vista de los nuevos y crecientes dilemas a los que ya nos enfrentamos, como, por ejemplo, la inteligencia artificial o el cambio climático, y que, sin duda van a suponer importantes desafíos.
Pero ¿realmente estamos viviendo en una verdadera distopía? A la vista de las imágenes que vienen siendo habituales estos días -las de unas ciudades desoladas y desiertas, con toda la actividad económica paralizada y la población recluida en sus casas, bajo un estricto control policial y militar de las calles- y del clima de alarma generado por este desconocido virus mortal contra cuyo avance la humanidad aun no parece estar preparada, podríamos sentirnos tentados a pensarlo. Ahora bien, afirmar esto supondría desconocer la esencia misma del género distópico, definida precisamente por la condición irreal e imaginaria de sus presupuestos.
Las distopías constituyen, en efecto, lecturas idealizadas de nuestro mundo planteadas desde su reverso más oscuro y pesimista. Aunque generalmente proyectadas hacia el futuro, sus historias se nutren de nuestros temores e inseguridades presentes, cada vez más agudas e intensas a medida que el impacto de los crecientes cambios y transformaciones se han ido trasladando a nuestras vidas y nuestras sociedades.
Desde el momento en que las distopías se construyen desde el presente adquieren su condición de imaginarias
Sin embargo, pese a la extraordinaria similitud de muchos de estos escenarios de pesadilla con la realidad, nunca los veremos realizados. Porque su finalidad no es la predicción de los acontecimientos sino la expresión de nuestro malestar ante el presente y la quiebra de expectativas que dicho momento actual nos genera.
Desde el momento en que las distopías se construyen desde el presente adquieren su condición de imaginarias. Como muy bien señala el psicólogo Daniel Guilbert, asumimos con toda tranquilidad la visión horrible que tendremos al pensar en el acontecimiento futuro, pero no nos damos cuenta de que nuestras visiones cambiarán, porque, por lo general, no somos conscientes de los procesos que las transforman.
¿Por qué, no obstante, nos son tan valiosas las distopías? Básicamente, porque permiten familiarizarnos y dialogar con los problemas y retos reales a los que debemos enfrentarnos en el presente y que en muchas ocasiones la cotidianidad tiende a sepultar. Son obras dotadas de una profunda carga emocional, concebidas para visualizar el sufrimiento futuro y contribuir con ello a la activación de cuantos medios permitan erradicarlo aquí y ahora.
Lo distópico nos hace sentirnos más atentos a los inmensos problemas y desafíos que nos esperan. Y alimenta, por ello, nuestro espíritu crítico. Pero jamás nos llevará a predecir el futuro.
Si ninguna distopia pudo pronosticar la crisis del COVID-19, fue porque el género siempre situó la responsabilidad exclusiva de todas las posibles catástrofes pandémicas en la acción humana: ya se debiera a la contaminación radioactiva, las armas químicas, los ensayos científicos o las agresiones medioambientales. Y ello obedece a esa constante obsesión humana por considerarse, tanto para bien como para mal, en el centro del universo. Difícilmente admitimos que un proceso natural ajeno en gran parte a la intervención directa del hombre como puede ser un mero contagio entre especies (de un animal salvaje a un hombre) sea el auténtico culpable del caos civilizatorio.
Esta tradición distópica tampoco ha sido muy certera al mostrar la real magnitud del desastre, ni en señalar a sus verdaderas víctimas. En su afán por involucrar emocionalmente a su público, estas obras magnificaron en exceso el alcance de las pandemias imaginadas hasta situarlas al mismísimo nivel de las legendarias plagas bíblicas, dictadas por dios como castigo a los pecados humanos. Y ello es lógico: al fin y al cabo, la mayoría de estos autores no eran científicos ni expertos en epidemiología, y, como es natural, ignoraban si dicho escenario era o no posible. Ahora bien, para ellos, esa cuestión era irrelevante pues el principal móvil que inspiraba sus historias era el de sacudir la conciencia de sus congéneres y hacerles llamar la atención sobre las terribles consecuencias de determinadas acciones humanas (ya fuera en el plano nuclear, militar o económico). Y, en este punto ¿qué mejor manera de mostrar su trascendencia que tratando de extender sus terribles efectos a toda la humanidad?
Los hechos han demostrado que la verdadera dimensión de la crisis sanitaria actual no reside tanto en el número de víctimas provocadas por el virus sino el clima de colapso y parálisis general que dicho brote ha creado. Un panorama, desde luego, menos grandilocuente que los distópicos imaginados, pero indiscutiblemente mucho más traumático para aquellos que ya creían haber dejado atrás semejantes escenarios.
Así pues, y por muchas similitudes que descubramos, no estamos viviendo ninguna distopía sino la realidad pura y dura. Pese a nuestra inagotable capacidad para idear situaciones tan terribles, nunca pudimos imaginar que un insignificante virus nos condujera a una tesitura tan dramática como la actual. De aquellos escenarios distópicos, en fin, queda poco, sí, pero muchos de los móviles que los inspiraron siguen siendo todavía hoy absolutamente vigentes: es hora de analizar los motivos que nos han llevado hasta aquí, ejercitar más que nunca todo nuestro sentido crítico y repensar la realidad. Y es que, como nos sugieren las distopías, el presente es el único que cuenta. Especulemos en torno al futuro, pero nunca olvidemos que la realidad siempre acabará superando a la ficción.
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