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El lugar podría ser Valdenebro, o cualquier otro pueblo perdido en las tierras de Osma, entre Boós, y los páramos altos de Bayubas, y quizás, el que por allí se perdió en el mundo. El último veraneante. Zuihitsu ¿Escribes eso? Solo te veo entero en el allí, en ese punto en el que vas a desaparecer. Por aquí solo pedazos de tu entusiasmo, las señales que has dejado, partiendo ramas secas al borde del camino, o recuerdos de otros veranos al dejar piedrecitas en los cruces borrados.
Anota todas las partes de tu cuerpo, conocerte, anota todos los pasos que has dado durante el día. Enebros y sabinas en las laderas, chaparros en las hondonadas. Una casa de piedra desvencijada en una calle recién asfaltada a las afueras del pueblo. Puertas hinchadas, a medio abrir ¿Puedes ver o sentir si ésta iba a ser abierta o cerrada? Encajadas por la hinchazón de la humedad del invierno.
Invitan a entrar, siempre a entrar, nunca a salir, o a salirse, estas puertas son como el lenguaje que ha dejado a medias un texto, o una escritura inacabada, siempre te atrapa, encajada ahí, acostumbrada al portazo y al aire, y para leer en aquel lugar tenía que estar incomodo, por ejemplo: ya fuera de la casa de piedra, sentado en el borde de una silla dura, sobre una piedra rugosa, el tocón húmedo de un viejo álamo, o sentado en un columpio que chirría. También la incomodidad de algunos libros que nunca acaban.
El pernio de las viejas puertas como el de los libros, y así acudía a las palabras más raras para salvarse, pero entre las más raras, las que ya comenzaban a sobrar. De nuevo él, en este lugar cada vez más inhóspito, alejado y vacío, al que ya no vuelve nadie ni muerto. El lugar que fue olvidado, y cuyo nombre ya saben pocos. Y vienes, tienes que decir el nombre un poco más allá, saliendo del camino, en el lugar justo del nombre. Solo tienes que decir el nombre y cerrar los ojos. Ahora, bajo el cielo protector, durante los momentos más peligrosos del día, en el que arderías al atravesar el páramo alto al buscar la Fuente del Enojo.
Y amas algo que no sabes que es, un amor ancestral ya sin palabras, un amor que se quema en la boca. Un campo de retamas mientras riegas con los ojos los álamos blancos de las escorrentias. Por todos los caminos que has repetido, los conoces bien por el esfuerzo que te pide cada uno de ellos. Así te pierdes en el libro que escribes, te pierdes en la vida que vives, te pierdes en aquella sierra de noche. Vienes a este lugar por lo que se ve desde el, una amplitud de misericordia, vienes aquí casi a morir, y te salvas.
El lugar te salva, y aunque pronto olvides el nombre, ahora se quema en la boca, y pasa al corazón como un hueso afilado por el cielo. Después otros veranos, recuerdos de Port Lligat y de Abrantes, lejanías absurdas. Nunca llegaré a ese lugar de “Nadie” en el “No lugar” dándome la vuelta. Escribir sin fricción, amar sin fricción, vivir ligero. Cuantos han puesto en práctica sus miserias. Las imágenes ya no pasan de ser un cementerio indio en lo más alto de una meseta donde el aire arranca la puerta del cielo, y todavía se alzan más los entablados y tinglados de las tumbas aéreas.
El aire y la polvareda te traen al final de la tarde la palabra 'Sheerit', el remanente, lo que queda, ojala pudiéramos ser ya solo eso. Tú, el último veraneante restas días y regresas al lugar del origen. Lo que he venido en llamar desde hace ya algún tiempo la ancestralidad de los veranos. El veraneante se extinguió hace ya tiempo, tú quizás seas el último. Ves tantos aviones en el cielo. Se ve allí arriba viajando hacia Madagascar.
No hacía falta irse tan lejos, se trata solo de una trashumancia de apenas cien kilómetros a un lugar con rio y zonas de baño. Él odiaba que hubiera piscinas al lado de los ríos. Odiaba a su manera este tiempo, que no es odiar exactamente, más bien una amar a lo que desapareció. Aquí en Valdenebro, o Boós, o en otro lugar perdido de las tierras de Osma él era el último veraneante, y aunque hacía calor nunca llegaba a hacer tanto como en T. Por la noche hay que dormir con una manta, que es el peso justo de ese trocito de cielo que te corresponde.
Desde aquí, saliendo por la calle del aire, hacia un vacío extenso, un poco más allá una pequeña altura pedregosa muy erosionada, entre carderas de un bronce antiguo, y es desde esa pequeña altura que se suele ver mejor el cielo que parcelamos.
En una carta, este invierno, me habló de la artista Sara Mizrazhi. Vendía parcelas de cielo en Berlín. El final de la carta decía: “Nunca vayas a Marte, quédate en Marte, esto ya es Marte”. Más allá de las crestas blancas y del pedregal de los enebros, al mediodía se le aparece T. envuelta en la calima, latiendo bajo el holocausto solar. Los largos días te enseñan quien eres, estás solo, no hablas con nadie, o hablas nada más con las cosas que te rodean.
Se da lo que hemos comenzado a llamar la alegría infeliz. Te conviertes en un ser tan sensible como una lago quieto que se eriza a la mínima ráfaga de aire. Las excursiones o caminos al amanecer, antes de que el sol te incendie, sin ser demasiado largas, pero si lo suficiente para que sientas que te has cansado; el fin de cansarse, el dialogo constante con un cuerpo que envejece. Al frotar dos conchas estas se desgastan a la vez mutuamente, es raro sentir hambre y sed a la vez. Las suelas de los zapatos del caminante no, cada paso es distinto, y normalmente un pie va detrás del otro; un pie hace más fuerza que otro. El amor se refleja en la cara negra del imán, el rechazo y la atracción es lo mismo.
Los que se repelen por tener la misma fuerza. Todos los soles que saluda con la mano en una mudez asolada. Sus poemas fueron escritos siempre durante una tormenta de verano. Y atraviesa Marte por el alto páramo, y muchas mañanas llegaba al cauce del Sequillo, un pequeño rio, “Rivulo Sicco” y al que llamo solo para mi después unos días el “Sicco” Es allí, donde temprano por las mañana puedes darte un baños de aire, y sin embargo, a pesar del nombre, nunca se seca. Este Rivulo de remanentes hacia el Duero. Se llenan las palabras de alegría.
Quise ver truchas allí y nunca las vi. Te cuesta cada decisión, por mínima e intranscendente que sea, y sin darte cuenta, en esos días habías sido liberado de cualquier decisión, la de amar o permanecer de por vida en tal o cual ciudad que se aprieta en el estómago y te habla desde miles de bocas. Días transcendentes, y la alegría infeliz. Aquí te trasiegas de un día a otro, y el calor tiende a ser más humano y llevadero.
No podrías hablar con muchos de los noventa y tres habitantes de ese lugar, un “No lugar” habitado por los últimos. Ya no habría más. Decía el maestro de Coria que todos los veranos eran siempre el año pasado, su reiterativa, constante, rememoración. E irías de Coria a Osma por una estrecha carretera que iba enhebrando los “No lugares” Y de pronto el aire seco, caliente del mediodía, que abre en canal el paisaje.
Un paisaje tan quieto que sientes que gira muy despacio, porque para que esté tan quieto, y esa quietud inquebrantable sea como es, debe parecer que lo que gira es el cielo y no la tierra. Cada vez me extiendo más, y amo más. Me sobra la mitad de mí, y al extenderme tanto y al amar de más, me sobra todo. En cada gran historia de amor interviene un dios menor. Se anticipa a costa de borrarse el cielo. Y es así que el veraneante lee para curarse, escribe para curarse, ama u odia para curarse, vive para curarse. Creó una enfermedad para sí mismo, sin reconocer síntomas aparentes, y sin saber de su carácter venial o mortal.
¿De nombre? Aun sin nombre. Ya te lo dirá ella misma si da la cara. In-hóspito lugar, Unwirttich, más inhóspita todavía ésta palabra, se quiebra por tres lugares. Los que se repelen por tener la misma fuerza. Allí, ya en la extensión lunar del páramo alto, donde no se mueve nada, la abstracción matérica del paisaje, impermeable, de sombras llameantes en la luz que parpadea. Y solo hay paisaje, encallado, abierto al cielo, nada más que paisaje del que es mejor decir casi nada. Apenas te dejas embriagar por la terrible y desolada extensión abierta alrededor. La boca seca y llena de polvo enseguida se llena de adjetivos que hacen de la visión la pesada carga de ser.
Estás solo, no digas nada, deja al aire quemarse en la luz, a la sombra que arrastras, gracias a tu blanca y holgada camisa flamear en una tierra calva llena de piedras blancas. Alineaciones de enebros y sabinas en lo alto. Los colores van de los diferentes ocres a los grises, de los rojizos a los blancos apagados. A lo lejos todo verde es negro. Aquí Thoreau se habría vuelto loco y Kafka no habría escrito una sola frase, apenas su nombre.
Es el lugar heroico donde ponerse a prueba. Las verstas rusas aquí no son aplicables, aunque el cine te haya hecho creer en un doctor Zhivago yendo en tren hacia un lugar olvidado de Siberia ¿Y para que nos serviría aquí medir el color del cielo, separar el alma del agua antes de beberla o la temperatura de los relámpagos de las tormentas al final del día? Solo verano, veranear en el día eterno. Aunque el mundo sea un gran basurero, y llegue hasta aquí, arrastrado por la brisa de la mañana el hedor del inmenso albañal en la que se ha convertido nuestra época.
Ahora sin televisión ni radio te purificas. El gran hiato de casi una nada abierta a la extensión del páramo alto, y el vacío te invita a ir por allí, por aquí, allí donde tú quieras, o dando vueltas al inicio del día cada vez más grandes hasta dejar el cuerpo cansado, o yendo por un suelo duro hasta caer en la grieta del Rivulo, o “Sicca” el pequeño rio en el que sabes que nunca podrías ahogarte, pues es imposible siquiera nadar en el remanente.
Y allí, abajo, podrías tumbarte en el agua aprovechando las hormas más practicables del lecho, y al sentir que la corriente pasa por ti, te dormirías en el agua, o solo entrando, quedarte de pie, refrescando el cuerpo hasta las rodillas; con las manos te llevas el agua a la nuca y la enfrías, o hundes el sombrero de paja en la corriente, y antes de que el agua se escurra, riendo, te lo viertes por la cabeza. Y nunca tan silvestre como ahora, en estos días largos, sin saber porque, en la alegría de los que no están.
Después vuelves a la oscura casa de piedra siguiendo otro camino o atravesando los campos de cardos. Veranear, apenas ensucias el mundo, ni con palabras ni con actos. Apenas te ensucias, ni con lo que ves u oyes. Apenas queda un rastro de ti una vez dejes el lugar y vuelvas a la ciudad, y eso es lo que querrías de verdad, volver más empobrecido, ligero y más vacío de lo que llegaste a este lugar. Se oye una verbena, cohetes, el saxofón. El santo es muy pequeño, una talla tosca. ¿Un San Telmo?
Lo hacen bailar junto a una fuente de ocho caños y le cantan al mediodía. Y tendrías que ir al baile. Si, quieres ir al baile, quieres bailar con tu sombra, y si esos músicos llegados de Aranda, supieran tocar Changing of the Guards de Dylan, y tú saltar, cantarla a la vez que ellos, habrías llegado sin quererlo a un día de agosto de tu niñez al Jukebox del bar Avenida de Jaraíz. Y habrías metido la moneda en la gramola para ver saltar el disco.
Y cuántas veces has oído esa canción de Dylan para salvarte, y volver al territorio inexpugnable de la niñez. Y las dulces siestas en la habitación más oscura de la casa de piedra, el frescor antiguo de la piedra, la sabana azul, que ha caído en ti como un pequeño cielo, devorando a Faulkner, porque Faulkner es para el verano como Pavese lo es para el invierno, y el señor Faulkner te lleva a la tierra de origen con la que te reconcilias cada verano.
Hacia las vegas del Tiétar y del Alagón, a un territorio de aluvión a las faldas de la sierra azul. Plantaciones de algodón y tabaco, el humo del virginia saliendo de tu boca, de la nariz y los ojos. Un viejo casi ciego podría llegar al lugar de la invernada siguiendo el olor de las boñigas de las ovejas. La N 110, una lenta carretera al Norte del sistema central te lleva. En las largas siestas al fresco de una habitación de piedra, donde el tiempo se duerme en ti, y pesado como una montaña se vuelve ligero, y no tú en él, y la ensoñación respira por los ojos.
El techo es una pantalla blanca donde todo se ve. La lejanía en el techo. Y al mediodía, en el páramo alto, allí, al final del paisaje, envuelto en la calima se vuelve a aparecer T, casi ya borrada, bajo un cielo blanco y un sol anaranjado. Te ciega el chillido de los vencejos tejiendo la luz de agosto bajo un aire de fuego.
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