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José Iván Suárez

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El debate territorial, siempre inflamable en España, no deja de generar titulares, polémicas y una sensación de tarea inconclusa. Una ruidosa provisionalidad mientras la vida diaria avanza. En Castilla-La Mancha, durante los últimos meses, se ha acelerado el proceso de reforma del Estatuto regional. La última vez que se modificó el documento fue en 2014. Ahora podría volver a cambiarse un texto que se publicó originalmente en el BOE, el 10 de agosto de 1982. Con la democracia, la comunidad autónoma nació como nueva realidad geopolítica, levantada, sin embargo, sobre un territorio antiguo y con una raigambre común.  

Esta crónica no mira al presente, sino un siglo atrás cuando Castilla-La Mancha aún no lo era. Para empezar, una visión poética: “La llanura se desplegaba ante mi vista siempre igual, polvorienta y parda. Más allá, sobre las montañas coronadas de pinos, el sol doraba un airón de nubes. Y en tanto que las campanas, de torre en torre, repetían la oración de la tarde, yo también oraba en silencio pidiendo entusiasmos, inquietudes, ambiciones, con que poder tener el alma despierta, con que poder llenar, hasta en las horas más amargas, ese, según dicen, tan triste, tan desolador vacío de la vida”. Así lo narraba Antonio Heras, en 1912, en la revista Vida Manchega.

En los inicios del siglo XX, en las cinco provincias que hoy conforman Castilla-La Mancha vivían 1.386.153 habitantes. Al comienzo de 1930, la población había crecido hasta las 1.827.196 personas. Durante estas tres décadas, nuestros vecinos del ayer experimentaron y padecieron los avatares de la historia. Desde la pérdida de las colonias en 1898 a la proclamación de la II República en 1931, nuestros antepasados coexistieron con la Gran Guerra, la Revolución Rusa y el Crack del 29. Y sobrevivieron a los problemas de andar por casa como una epidemia de gripe, los conflictos laborales, la carestía de las subsistencias y varios regímenes políticos que no terminaron de solucionar las malas condiciones de vida de la mayoría.

En este contexto, ciertas actitudes periféricas provocaban escozor en la meseta. En 1912, en la revista Vida Manchega, escribía un columnista: “A poco de nuestra gran catástrofe colonial, precursora de la pérdida definitiva de las Antillas, cuando todavía atronaban en nuestros oídos las notas de la Marcha de Cádiz, en Cataluña se habló de cortar las amarras. Fue aquel un grito cobarde, de renunciación e ingratitud, que sólo pudo aparecer, sin quemarlos, en los labios malditos de gentes degeneradas, capaces de todas las traiciones y de todas las villanías”. La Lliga Regionalista se había fundado en 1901 y, desde entonces, el catalanismo comenzó a influir en la política nacional.

En 1914, con la formación de la Mancomunidad de Cataluña, se dio un paso más en el enrevesado asunto territorial de la patria. Y en más de un lugar cundió el ejemplo de la descentralización. En aquel tiempo, comentaba Aviceo en Vida Manchega : “Las regiones pueden desenvolverse tanto más cuanto menores trabas se opongan a sus iniciativas. Y tanto más ganará la nacionalidad cuanto mayor sea el progreso regional. Podrá discutirse esta afirmación; acaso sea rechazada por algunos – también las minorías se imponen – que creen ver, o que les conviene ver en peligro la integridad de la patria; pero al fin se impondrá el régimen autonómico. ¡No veis que ya se lo disputan los partidos turnantes! Todo es cuestión de tiempo”.

 Autonomía “fantasma”

Acertada profecía. El caso es que, a principios del siglo XX, el regionalismo ya estaba presente, incluso en las tierras de nuestra comunidad. El historiador Isidro Sánchez contaba en 1985 que “probablemente el primer escalón en la evolución del mancheguismo fue la constitución en Madrid del Centro Regional Manchego”.

Esta entidad se fundó en 1906 y pretendía “fomentar lazos de solidaridad entre las cuatro provincias de Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Toledo”. Se promovió una campaña en distintos municipios e incluso se creó una bandera e himno de la región.

En paralelo al espíritu manchego, brotaba el sentimiento castellano. Otra percepción del terruño que consideraba zonas hermanas las de Castilla la Nueva y La Vieja. Las dos ideas se vieron reflejadas en la prensa local de la época con dos publicaciones clave: la ya citada Vida Manchega de Ciudad Real y El Castellano, en Toledo.

 Ninguna de las dos concepciones llegó a puerto. Sin embargo, de alguna manera, ahí estaba el germen de la autonomía que se hizo realidad en 1980. Una comunidad que el diario El País calificó como “autonomía fantasma”. De nuevo, leemos a Isidro Sánchez, sobre el origen de la comunidad formada por las cinco provincias, explica: “Tienen en común el subdesarrollo producido por la marginación y el abandono secular recibido tradicionalmente del poder central. Ello, junto a otros factores, ha hecho que las citadas provincias tengan una parecida evolución histórica y cuenten con similares estructuras económicas, sociales, políticas y culturales”.  

Quizá, como dijo José Bono en los albores autonómicos, la comunidad no venía a calmar aspiraciones del pasado ni reivindicaciones, sino que, fundamentalmente, era un instrumento del futuro. Al fin y al cabo, el ayer ya estaba perdido. Contemplemos ahora las imágenes que inspiran la imaginación para esta crónica. El denso horizonte de Toledo; la ensoñación de la Ciudad Encantada de Cuenca o la imponente fachada de la Academia de Ingenieros de Guadalajara. Estampas remotas de lugares que, en algunos casos, ya no perviven ni en la memoria. Y bajo los surcos arrugados de este álbum, la existencia de aquellas gentes que vendían navajas; fabricaban queso o simplemente miraban con expectación y desconfianza a aquellos fotógrafos que los retrataron. Rostros sin nombre que con sus miradas nos cuentan la vida añeja.  

Pioneros de la fotografía como César Huerta, Julián Collado, Jerónimo, Rodríguez, Vicente Rubio, Prieto, Goñi o Casino Alguacil supieron captar la esencia de su tiempo. Sus imágenes son hoy una llave al pasado. Muchas de las estampas que tomaron se hicieron populares gracias al revolucionario invento de la postal. Esta sencilla herramienta de comunicación nació en Viena, en 1869 y llegó a España en 1873.

En una época en que las distancias aún eran lejanas en la región y para atravesar las provincias se necesitaba una diligencia, un buen caballo o, con suerte, el tren. Para la difusión de las imágenes a finales del XIX y principios del XX, también fue de vital importancia la prensa y el ingenio de fotograbado. Surgió así alguna publicación pionera como La Mancha Ilustrada que ayudó a la región a mirarse a sí misma. Entre tanto, el sector editorial promovía enciclopedias, atlas geográficos, portfolios y álbumes gráficos de las provincias de España. El resto del país empezó a conocer el aspecto de nuestras plazas, calles y rincones.  

La paz de los llanos  

 Más de cien años atrás, aquella Castilla-La Mancha, que aún no lo era, vivía de la agricultura. La industrialización aparecía tímidamente, sin embargo, el sector primario representaba el motor de la economía. Carlos Panadero Moya lo explicaba así para el caso de Albacete: “La agricultura integrada en los circuitos del capitalismo comercial, mantuvo una fuerte resistencia a la modernización, guiándose la evolución de sus cultivos por la coyuntura marcada desde el exterior. El predominio del cultivo del cereal de secano es absoluto. La producción, no obstante, aumentó a través de la existencia superficial del cultivo, hasta que la crisis agrícola y pecuaria puso en discusión el modelo de crecimiento”. Grandes extensiones de tierra y grandes masas de jornaleros.

O como describió el cronista: “¿No lo habéis advertido? En esta época de abundancia, de siega y trilla, las calles de las viejas ciudades de llanura son invadidas por mendigos. Vienen como legión maldiciente: sucios, famélicos, andrajosos, tostados por el sol, curtidos por el aire, comidos por la miseria, avejentados por necesidad … Son los hijos, las mujeres, los padres de los soldados del trabajo. Mientras éstos se ofrecen al mejor postor, hoz en mano, hambre en estómago, el resto inútil de caravana – inútiles ya hasta para servir de bestia, los viejos; débiles aún, los arrapiezos, - se dispersa por la ciudad en demanda de mendrugos para el gazpacho”.

 O como cantó el poeta: “Sobre la paz de los llanos / se extiende el manto esmeralda”. La Mancha es un sueño que se inventó El Quijote. Esta tierra es un papel en blanco sobre el que muchos han escrito. “¡Qué alegre, que risueña vida la de los pueblos del Mediodía, qué ruido no interrumpido de canciones, qué eterna música de guitarras! Cada sala baja de las casas está llena de linda jóvenes, que deshojando la flor del azafrán, arrancan sus pistilos, alfombrando el suelo del color de sus llanuras. Sus cabellos son tan negros que casi parecen azules, sus ojos grandes, de terciopelo, su frente de un blanco mate, sus mejillas vivamente encendidas”, relató Alejandro Dumas. Este texto y otro buen puñado de perlas pueden encontrarse en el libro 'Testigo de lo pasado (Castilla-La Mancha en sus documentos. 1785-2005)' de Rafael Villena Espinosa e Isidro Sánchez Sánchez. Por suerte para el conocimiento propio, en estos últimos cuarenta años han aparecido decenas de libros y publicaciones que abordan nuestras raíces. Parte de la historiografía regional se ha esmerado en contar el pasado para hacer comunidad.  

Un dato para el anecdotario: en 1842, Wenceslao Ayguals, escritor y político, propuso un plan, sin efectos prácticos, de regiones en España y, entre ellas, figuraba una denominada “Castilla-Mancha” con capital en Toledo.

Sin embargo, la denominación que tuvo mayor fortuna fue la de Castilla la Nueva. En un texto de la época se dice: “Ocupa exactamente el centro de la Península, y se formó, como Castilla la Vieja, de los terrenos que sucesivamente se iban reconquista de los moros. Comprende bajo su demarcación las provincias de Madrid, Guadalajara, Toledo, Cuenca, y la Mancha, y parte de los pueblos que los romanos llamaron Celtíberos, Oretanos y Carpetanos.

También incluye la Alcarria, cuyo territorio es de 18 leguas de largo y 18 de ancho, y las sierras de Molina y de Cuenca, que es el terreno más elevado de España“. A finales del XVIII, Floridablanca había establecido una división territorial del país en 31 provincias. Tras algunas variaciones, en 1833 se configuran 49 provincias y el tiempo pasa no sin vaivenes, guerras, dictaduras y momentos fugaces de prosperidad.  

Sentimiento castellanomanchego

 Saltamos hacia adelante. El 20 de noviembre de 1975 muere Franco. Arranca la transición política con la existencia de las centenarias diputaciones provinciales y en el diseño del nuevo régimen surgen las comunidades autónomas. Primero, las llamadas históricas. Después se forman el resto. En aquellos años triunfa el slogan del “café para todos” y en ese reparto nace Castilla-La Mancha con cinco provincias: Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y Albacete, que abandona a la vecina Murcia. Finalmente, Madrid se queda fuera.

En 1980, hasta 715 ayuntamientos de la región ratificaron la opción autonómica. Alguna decena de municipios no se pronunció o lo hizo fuera de plazo y 25 localidades rechazaron el nuevo orden administrativo. Durante un par de años, Castilla-La Mancha fue una preautonomía y comenzó esta nueva historia, según parece, sin excesivo pellizco de cariño entre los ciudadanos.  

En aquellos primeros tiempos, María del Pilar Hernández Millán, en el Congreso de Historia Regional, analizó el sentimiento de pertenencia a la comunidad y, entre otros datos, explicaba que “el sentimiento de identidad de Castilla-La Mancha queda bastante difuso, ya que por un lado Castilla constituyó el núcleo de formación del Estado Español, por tanto, su identificación tiene una mayor proyección.

Por otro lado, es una gran extensión territorial poco poblada y mal comunicada y sin una evolución histórica enraizada en el tiempo, siendo además una identidad artificial que tampoco forma parte del contexto que tradicionalmente se impartía en la escuela“. Según su opinión, existía gran indiferencia sobre el nuevo ordenamiento territorial entre los ciudadanos. Menos de la mitad de los castellanomanchegos se reconocía como tal.

Cuarenta años después, algunas encuestas hablan de que el 60% escogerían un modelo territorial diferente a Castilla-La Mancha o que el 35,2% de los ciudadanos de la región se sienten tan españoles como de la comunidad. Incluso resuena hoy día el resurgimiento de la nación manchega. A saber; hay tanta semilla brotando en el fértil huerto de las hipótesis. 

Quizá la única certeza está en el pasado. El nuestro es compartido. Unos pocos llevaban sombreros caros y la mayoría, una humilde gorra. Nuestra historia es la misma. Tal vez, no existe mayor identidad en común que el esfuerzo y el trabajo de nuestros antepasados. En 1901, un autor de nuestra región, Francisco Rivas Moreno, hacía esta foto con verdades: “Durante el verano los niños abandonan las escuelas, y desde que amanece hasta que llega la noche están sobre el trillo sufriendo los rigores de un sol abrasador y corriendo el peligro de que la yunta se asuste y pueda comprometer su vida. No hay en las fábricas trabajo tan penoso. No es más afortunada que los hijos de la mujer del obrero agrícola. Ella va á la siega y pasa semanas y meses soportando fatigas que parece imposible puedan resistir los hombres de más vigor”.

No hay mejor manera de ser que recordando la miseria de quienes nos antecedieron. Si hoy estamos mejor es por ellas y ellos. Quien lo olvida no puede considerarse castellanomanchego.

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