La enfermedad es uno de los temas más complicados de tratar en el cine. Resulta muy fina la línea que separa el documento del melodrama, y demasiadas veces la intención de reflejar un problema de salud se diluye en el cóctel de lágrimas y de fármacos. Por eso, la relevancia de “Dallas Buyers Club” consiste en esquivar algunas de las trampas propias de este subgénero, sobre todo teniendo en cuenta la estigmatización que padecía el sida en plena década de los ochenta, cuando todavía no se adivinaba el rigor de la guadaña sobre colectivos que no veían peligro en el intercambio de jeringuillas o en la práctica del sexo sin protección.
En medio de esta vorágine, Ron Woodroof se erige como el perfecto antihéroe: electricista por oficio y buscavidas por vocación, de la noche a la mañana se descubre portador del virus VIH. A partir de ahí comenzará una lucha contra los impedimentos legales que le prohíben arañarle a la vida unos días más, en esta historia que lleva la etiqueta de estar inspirada en hechos reales. Con semejante argumento, habría motivos para temer el más terrible de los dramas. La habilidad de los guionistas y del director es la de no recrearse en el deterioro del protagonista, y construir el relato como un prisma de diferentes caras.
Por un lado está la diagnosis de la enfermedad, un proceso que se presenta en la pantalla con equilibrio y con respeto por los afectados, escamoteando el regocijo a los amantes del morbo y del llanto fácil.
Por otro lado está el trasfondo histórico de una epidemia que empezaba a diezmar a una parte de la población y que pilló con el pie cambiado a las autoridades sanitarias. En este contexto es donde se lucen las labores de producción: vestuario, peluquería, ambientación... Todo en pos de un realismo hoy bien asimilado.
Y por último y más importante, subyace el cine de denuncia contra las compañías farmacéuticas, verdadero conglomerado empresarial capaz de anteponer el interés económico a la salud pública.
La suma de estos elementos permite que “Dallas Buyers Club” no se quede en el mero panfleto ni en la hagiografía redentora, gracias a su inteligente mezcla de drama y comedia, de emoción y protesta. La buena mano de Jean-Marc Vallée en la dirección es responsable de que esta amalgama de sensaciones no se pierda entre los fotogramas de la película, y que al final prevalezca una moraleja sin estridencias.
El director canadiense debuta en Hollywood dando un ejemplo de garra y de precisión, logrando que “Dallas Buyers Club” transmita la urgencia que requiere el relato, la impresión de ser cine hecho a tumba abierta. Sin embargo, con poco que se escarbe es fácil percibir el depurado mecanismo de relojería que ocultan sus imágenes. La película está bien planificada, bien montada y, ahora es necesario decirlo, bien interpretada. Porque nos encontramos ante uno de esos casos en los que los actores del film ejercen también como autores, y donde su compromiso con los personajes que interpretan queda patente en cada plano.
Matthew McConaughey se deja literalmente la piel en su encarnación de Woodroof, dotando de humanidad a un personaje con el que es muy difícil identificarse. Él lo consigue, y su proeza va más allá de la llamativa transformación física que bordea lo sádico. Es algo que no está escrito en ningún guión y que reside en la forma de caminar y de moverse, en la manera de hablar y de observar con ojos crispados, lo que denota una compenetración total con el personaje. Para conseguir esto no basta con el talento interpretativo ni con una dirección a la altura, son necesarios también unos compañeros de reparto capaces de devolver las réplicas y de compartir el plano sin flojear: Jared Leto y Jennifer Garner cumplen este cometido sobradamente.
El esfuerzo de algunos de estos nombres ha sido premiado con una multitud de galardones, Oscar incluido, que puede desplazar a un segundo plano las demás virtudes de la película. Es emocionante constatar durante el visionado de “Dallas Buyers Club” que el cine es el resultado de un ejercicio colectivo, y que cuando sus integrantes se comprometen con lo que tienen entre manos, pueden lograr grandes cosas.