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Ciudades en guerra: ¿hacia un urbanismo militar?

Albert Orta

Centre Delàs d’Estudis per la Pau —

Hemos aprendido que, al menos durante el último siglo y medio, los países llamados desarrollados eran espacios seguros, libres de guerras dentro de sus fronteras, gracias a que el Estado ejercía el monopolio de la violencia. Por ello diferenciamos, según el concepto tradicional de seguridad, entre la seguridad interior, garantizada por la policía, y la seguridad exterior, garantizada por el ejército. Es cierto que esta representación ha sido cuestionada por fenómenos “excepcionales”, como guerras civiles u organizaciones terroristas. Además, voces críticas también han denunciados sus fundamentos ideológicos. No obstante, la distinción entre seguridad interna y externa, y sus consecuencias prácticas, se ha mantenido por parte de los actores principales de la seguridad (gobiernos, centros de investigación): clasificación de las amenazas, diferenciación entre tácticas e instrumentos policiales y militares.

Recientemente, sin embargo, es posible observar varias prácticas de seguridad, promovidas por el mismo “establishment” securitario, que chocan con la geografía de la seguridad interior y exterior. Así, por ejemplo, vemos como desde enero de 2015 el gobierno francés ha desplegado 10.000 militares en las principales ciudades del país; drones desarrollados en zonas de guerra (Israel – Palestina) son utilizados por parte de la policía en metrópolis de Europa, América del Norte o Asia; empresas de seguridad privadas, formadas y entrenadas en contextos bélicos, son contratadas para garantizar la seguridad de cumbres internacionales, eventos como los Juegos Olímpicos, zonas sensibles, a la vez que se construyen áreas fortificadas en el seno de ciudades supuestamente en paz que recuerdan a la Zona Verde de Bagdad; o se criminaliza la protesta pública, especialmente cuando tiene lugar cerca de determinados espacios (por ejemplo, edificios gubernamentales o distritos financieros).

Aunque podríamos interpretar estos ejemplos como fenómenos aislados, se trata más bien de una tendencia a situar el espacio urbano en el centro del discurso de la seguridad. Si antes las principales amenazas se situaban en el exterior y había que proteger las fronteras territoriales, ahora la “frontera” de la (in)seguridad está en las grandes ciudades, vistas como fuentes de amenazas y objetivo de las guerras asimétricas, la insurgencia y el terrorismo. No sorprende entonces, que el presidente de la Repúb lica francesa, François Hollande, diga que los atentados del 13 de noviembre en París son un “acto de guerra” y declare el estado de urgencia en el país. Cada vez más, la guerra no se libra tanto en campos de batalla de abiertos, selvas o desiertos, sino en supermercados, edificios de oficinas, metros, salas de concierto o distritos industriales o financieros. Son estos espacios del día a día, de la vida cuotidiana, los que hay que proteger. De hecho, no tan solo es el espacio el que tiene que ser protegido/vigilado, sino también las personas que allí se encuentran, i es aquí donde entran en juego las medidas de vigilancia masiva: dado que la amenaza se encuentra por todas partes, en todos los espacios de la vida diaria, hay que vigilar a todas las personas que los ocupan.

La consecuencia de esta transformación es la militarización del espacio urbano, proceso a menudo exento del escrutinio democrático, a la vez que se criminaliza el disentimiento y se socava el debate público por razones de seguridad. El estado de urgencia deja de ser una excepción y se convierte en permanente, con los peligros asociados, tal como ha denunciado, entre otros, Amnistía Internacional.

Este nuevo paradigma de seguridad es una respuesta a nuevas formas de violencia organizada. No obstante, no es la única respuesta posible. Por encima de todo es necesario el debate público sobre cómo afrontarlas, teniendo en cuenta sus causas. La militarización de las ciudades y de la vida cuotidiana simplemente ataca, con muchos interrogantes, los síntomas de problemas sociales más complejos que no pueden resolverse con más armas, más segregación y más vigilancia.

  

Hemos aprendido que, al menos durante el último siglo y medio, los países llamados desarrollados eran espacios seguros, libres de guerras dentro de sus fronteras, gracias a que el Estado ejercía el monopolio de la violencia. Por ello diferenciamos, según el concepto tradicional de seguridad, entre la seguridad interior, garantizada por la policía, y la seguridad exterior, garantizada por el ejército. Es cierto que esta representación ha sido cuestionada por fenómenos “excepcionales”, como guerras civiles u organizaciones terroristas. Además, voces críticas también han denunciados sus fundamentos ideológicos. No obstante, la distinción entre seguridad interna y externa, y sus consecuencias prácticas, se ha mantenido por parte de los actores principales de la seguridad (gobiernos, centros de investigación): clasificación de las amenazas, diferenciación entre tácticas e instrumentos policiales y militares.

Recientemente, sin embargo, es posible observar varias prácticas de seguridad, promovidas por el mismo “establishment” securitario, que chocan con la geografía de la seguridad interior y exterior. Así, por ejemplo, vemos como desde enero de 2015 el gobierno francés ha desplegado 10.000 militares en las principales ciudades del país; drones desarrollados en zonas de guerra (Israel – Palestina) son utilizados por parte de la policía en metrópolis de Europa, América del Norte o Asia; empresas de seguridad privadas, formadas y entrenadas en contextos bélicos, son contratadas para garantizar la seguridad de cumbres internacionales, eventos como los Juegos Olímpicos, zonas sensibles, a la vez que se construyen áreas fortificadas en el seno de ciudades supuestamente en paz que recuerdan a la Zona Verde de Bagdad; o se criminaliza la protesta pública, especialmente cuando tiene lugar cerca de determinados espacios (por ejemplo, edificios gubernamentales o distritos financieros).