'Los años de la discordia', una crónica de cómo Barcelona se convirtió en un producto de mercado
Érase una vez en Barcelona una charcutería de esas de barrio, frecuentada por señoras enjutas con batas a cuadros que se resistían a comprar los fiambres en las grandes superficies. Pero un buen día, todo cambió. Corría 2013 y el entonces alcalde de la ciudad, Xavier Trias, aprobó con los votos del PP una regulación que permitía que los espacios de degustación pudieran tener terraza en la calle. Así que esta charcutería de barrio empezó a servir cervezas y a ofrecer trocitos de fuet y de jamón a cambio de poder tener unas mesas en la acera.
Lo que parecía una idea maravillosa –al menos para los dueños del local– terminó en desastre. Las abuelitas se fueron cuando empezaron a llegar los hipsters, pero estos jamás se convirtieron en parroquianos habituales, porque si de algo no va faltada Barcelona es de bares. Como resultado de este experimento, la charcutería tuvo que cerrar y el barrio se quedó sin un comercio de proximidad.
El antropólogo José Mansilla cuenta esta anécdota en la terraza de uno de los pocos bares de la Rambla de Poblenou que no se ha convertido en un local de 'brunch' con las cartas en inglés. “A pesar de que nos llenemos la boca con la ciudad de los quince minutos o la proximidad, todo se puede perder rápido en esta ciudad que está pensada para una clase social muy concreta y para los turistas”, concluye sobre el ejemplo antes citado.
Poco después de que esa charcutería pasara a mejor vida, vinieron otros locales. Aquella fue la época de la crisis económica, que se llevó por delante muchos negocios. Y fue también cuando muchas administraciones fiaron al turismo la ansiada recuperación. “Fue la culminación de un proceso que tenía como objetivo que Barcelona no fuera una ciudad sino un producto de mercado”, explica Mansilla. El antropólogo ha dedicado a este proceso su último libro, 'Los años de la discordia. Del Modelo a la Marca Barcelona' (Apostroph, 2023).
En este ensayo, Mansilla parte de un análisis del consagrado 'modelo Barcelona', representado por Pasqual Maragall, con un urbanismo que generaba identidad e integración social a través del desarrollo del espacio público: “Había un cierto fondo socialdemócrata de redistribución de la riqueza y dignificación de las periferias”. Pero esa línea se fue difuminando a medida que avanzaban los años y desfilaban alcaldes. Para cuando llegaron los socialistas Joan Clos y Jordi Hereu, según Mansilla, Barcelona ya era una ciudad plenamente neoliberal. Aquí ya no hablamos de modelo, sino de marca, “porque la que diseña la ciudad es el mercado”, apunta. Y quien desarrolló plenamente esto, abunda el autor, fue el siguiente alcalde en llegar: Xavier Trias.
Y, ¿cómo se pasa del modelo a la marca? No fue una transformación de un día para otro, sino un proceso largo e “inevitable” que comenzó con el mantra de querer poner a Barcelona en el mapa. En otras palabras: todo empezó con las Olimpiadas de 1992. “Que España se alineara con el resto de socios europeos creó una falsa conciencia de que íbamos a alcanzar los niveles de bienestar de nuestros vecinos, obviando que ellos habían adoptado políticas socialdemócratas desde la segunda guerra mundial y las nuestras eran puramente neoliberales”, explica el antropólogo.
Estos vientos de bienestar y las ganas de jugar en primera división desarticularon, según Mansilla, la politización del pueblo y fomentaron un 'nacionalismo de ciudad'. “El impulso económico de estos eventos instauró un cierto estado del bienestar que ocultó los efectos que iban a tener estas intervenciones sin garantías sociales”, cuenta Mansilla. Esos efectos negativos tardaron en notarse, pero llegaron. Y explotaron junto a la crisis de 2008: “Cuando nos dimos cuenta de que lo que nos contaban era mentira fue cuando volvieron las viejas luchas”.
“La gentrificación de las almas”
En opinión de Mansilla, los años de gobierno de Trias se caracterizaron por tender 'una alfobra roja' a los inversores turísticos e inmobiliarios. Suyo es el mandato en que se desarrolló más el 22@ o en que se reabrió la veda de las licencias hoteleras en el centro. Pero también fue el mandato de los disturbios. La crisis económica golpeó con fuerza y las desigualdades se marcaron duramente. Fueron los años posteriores al 15M y de los disturbios por el desalojo del centro social Can Vies. En cambio, afirma el autor, la llegada de Ada Colau a la alcaldía coincidió con un ciclo de despolitización en las calles.
Según Mansilla, hay muchos motivos –y complejos– para explicarlo, pero destaca dos. El auge del procés, que “canalizó gran parte de la efervescencia popular”, y el hecho de que un buen grueso del nuevo consistorio estuviera formado por antiguos activistas: “Hubo un vaciamiento enorme de la fuerza en las calles. Decían que tendrían un pie en las instituciones y 1.000 en las calles, pero fue al revés”.
Como resultado de este cóctel, se dio algo que Mansilla define como “gentrificación de las almas”. Se trata de la aspiración de las clases bajas de compartir el capital simbólico de la clase media, a pesar de no pertenecer a ella. “La clase media vende unos valores desconflictivizados, con un brilli-brilli que la clase obrera no tiene”, apunta el antropólogo. Por eso, gran parte de la ciudadanía acepta “acríticamente” ciertas políticas “aunque vayan en contra de nuestra economía personal”.
Apostar por el turismo desmedido, aunque suba el precio de los alquileres o de los comercios. Este es un ejemplo que aporta el antropólogo. Estas acciones sobre las ciudades acaban generando desigualdad, pero según apunta Mansilla en su libro, “no se trata de un efecto colateral, sino del objetivo”. Son propuestas que no solo afectan al bolsillo, sino que además ejercen violencia simbólica. “Como sentarte en un banco a pasar el rato es visto como algo de pobres, hemos normalizado que la única manera de habitar la calle sea pagando una consumición en un bar”, asegura.
Privatizar el espacio público
El apogeo de la privatización del espacio público se dio, según reitera Mansilla, durante el periodo de Trias en el Ayuntamiento. A modo de ejemplo, el número de terrazas se duplicó durante los dos primeros años de su mandato. Pero era algo que ya venía de lejos. El antropólogo señala 2005, el año en que Joan Clos aprobó una ordenanza de civismo que tenía como objetivo “preservar el espacio público”.
Esa fue la ordenanza que prohibía jugar a la pelota en las plazas porque no respetaba “la seguridad y la tranquilidad”. Con esta normativa, “cualquier actividad en la calle se veía como algo molesto, que estaba mal”, resume el antropólogo, que afirma que cambiar esta visión va a costar mucho trabajo.
De hecho, ahí radica parte del rechazo de ciertos sectores a las supermanzanas. Mansilla considera que el giro de timón que ha supuesto pasar de restringir el espacio público a abrirlo con libertad de usos “es pecar de naíf”. Para el antropólogo, la realidad de la calle no sale en los renders. “Parece que cuando dejas el espacio a disposición de la gente todo el mundo va a recoger la basura, nadie hará grafitis ni hablará alto. Pero las relaciones que se producen son indeterminadas. Espacio público es sinónimo de conflicto”, apunta.
Aun así, ser consciente de que en el espacio público no todo va a ser color de rosa no significa que cuando las cosas salgan mal haya que cerrar esos espacios. Y, por eso, se muestra muy crítico con la decisión del actual Ayuntamiento, que ha instalado vallas alrededor de los búnkers del Carmel, un mitico mirador en el que se aglomeraban los turistas, causando muchos problemas a los vecinos.
“Es una solución fácil a una respuesta compleja”, asegura Mansilla, quien recuerda que se cumplen 10 años desde que Trias decidiera restringir el acceso al Park Güell y cobrar entrada para preservar el espacio. Pasada una década, el problema de la masificación no se ha resuelto y los vecinos siguen protestando. Se ha convertido en “un espacio ajeno” a los locales. Son lugares que, en vez de estar pensados para la ciudadanía, son ya para el turista. “Yo ya no iré a los búnkers porque a las 19h cierran. Pero un visitante sí irá”, relata Mansilla.
Con esto, se va generando un proceso de desafección que contrasta fuertemente con el 'nacionalismo' barcelonés que destilaba el Modelo Barcelona. “La administración apuesta por repartir el turismo por la ciudad, como si fuera sinónimo de repartir riqueza. Pero lo único que se reparte son los problemas, porque el dinero se queda en las mismas manos de siempre”, dice.
“Durante una época se apostó por el turismo como una manera de salir de la crisis económica, pero en Barcelona no caben más turistas”, alerta. “Gobernar el turismo es gestionarlo y no poner alfombras rojas a nadie”, sugiere el antropólogo, quien se muestra muy contundente afirmando que no existe el llamado turismo de calidad. “Se está apostando por el visitante asiático, pero volar desde Corea supone 30 gramos de CO2 por kilómetro. Y está demostrado que el turista rico tiene un mayor impacto ambiental porque, por ejemplo, se mueve en transporte privado”, apunta.
Según Mansilla, hablar de turismo de calidad es una “herramienta discursiva” que pretende evitar que la ciudadanía repare en los inconvenientes de “vivir en una ciudad diseñada para el turismo”. Una ciudad que, como relata en su libro, se ha convertido en una marca. El antropólogo recuerda el caso de Venecia, que ha perdido 125.000 habitantes en los últimos 70 años debido a los problemas con el turismo. Que Barcelona no se convierta en Venecia depende fuertemente, según Mansilla, del resultado de las próximas elecciones: “Los gobiernos neoliberales no dudarán en vender la ciudad al mejor postor”.
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