El pasado 12 de febrero, los miembros de la llamada Comisión de Expertos entregaron su informe (“Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español”) al ministro Wert, quien los había designado unos meses antes.
Dicho informe ha tenido un eco relativamente escaso en los medios de comunicación, posiblemente a causa del fuerte estruendo de sobres, corrupciones y espionajes. No obstante, contiene diversas recomendaciones que, de llevarse a la práctica, supondrían un vuelco del sistema universitario español.
El elemento central del informe es la propuesta, muy poco argumentada pero muy definida, sobre el gobierno de las universidades. En síntesis, cada universidad sería gobernada por Consejo con entre 21 y 25 miembros, un 50% de los cuales serían elegidos por el Claustro, un 25 % por la comunidad autónoma (no se especifica si por el gobierno o por el parlamento) y el resto por acuerdo entre los dos grupos anteriores. Dado que la comunidad universitaria es un reflejo de la sociedad plural en que se inserta, no es difícil llegar a la conclusión de que la comunidad autónoma tendría asegurada la llave del gobierno de cada universidad, máxime cuando el Consejo elegiría al rector y este designaría secretario general, vicerrectores, decanos y directores de escuela y propondría al Consejo el gerente.
¿Es una propuesta técnica que interesa solo a la comunidad universitaria? ¿Es una sorpresa, un planteamiento inédito que ha resultado del debate entre los miembros de la Comisión? O, por el contrario, ¿es un hito de una campaña mediática persistente orientada a poner las universidades públicas al servicio de los denominados mercados?
De un tiempo a esta parte, el gobierno de las universidades, es objeto de documentos, artículos e intervenciones en medios de comunicación. Mayormente, por parte de representantes de algunos intereses empresariales, los cuales proclaman que la universidad española no funciona, que su principal problema es la gobernanza y que es urgente modificarla, con el fin de implantar un sistema de gobierno jerárquico, cuya máxima autoridad sea nombrada por un órgano no universitario con participación hegemónica empresarial. De tales pretensiones se han hecho eco los representantes políticos de dichos intereses y, así, el gobierno de la Generalitat de Cataluña impulsó, en 2011 y 2012, una comisión con el propósito evidente, aunque no logrado, de dar cobertura, con los lógicos matices (las propuestas procedentes de instancias políticas no suelen coincidir formalmente con las que expresan, ya sin tapujo, las organizaciones empresariales o sus instrumentos) a estos proyectos.
Cabe analizar, y sería interesante hacerlo, los motivos y la pertinencia del uso reiterado del término “gobernanza”, y no “gobierno”, en esta campaña (por cierto, hay que agradecer a la Comisión de Expertos que su informe se refiera al “gobierno” y no a la “gobernanza”). Pero, como más o menos dijo Humpty Dumpty a Alicia, la cuestión no es qué significan las palabras, sino quién manda. Y de esto, simple y llanamente, se trata: de quién ha de mandar en la universidad pública (en las privadas mandan los propietarios pero esto, a pesar de los paupérrimos resultados de la gran mayoría de estas universidades, con muy contadas excepciones, no parece discutirlo nadie).
No se trata, pues, de un debate académico, que interesaría solo a especialistas, sino de una contienda política y social, que concierne a toda la ciudadanía.
Actualmente, en el gobierno de las universidades públicas intervienen la administración pública, autonómica y estatal, los consejos sociales (en los que es hegemónica la cultura empresarial, pese a que, o a causa de que, sus miembros externos a la propia universidad son designados por gobiernos y parlamentos autonómicos, y organizaciones locales, profesionales, patronales y sindicales) y los propios miembros de la universidad. Estos últimos eligen al rector o rectora y a una parte del Consejo de Gobierno (“el órgano de gobierno de la Universidad”, dice la ley), así como otros órganos colegiados que equilibran la indudable preeminencia del rector o rectora en las decisiones internas.
Con este sistema se han obtenido resultados notables (expansión numérica, territorial y social de la enseñanza universitaria; incremento substancial de la cantidad, la calidad y la proyección de la investigación universitaria, que constituye la mayor parte de la que se lleva a cabo en España) pero presenta también inconvenientes relevantes (ineficiencias debidas a una planificación deficiente de centros, títulos y plantillas y a una inadecuada, a veces ambigua, atribución de responsabilidades en lo que respecta a la elaboración de los presupuestos y al control de su ejecución), que requieren las reformas oportunas, lo cual no implica, desde luego, que todas las deficiencias de la universidad deriven de su sistema de gobierno ni que este sea su problema principal.
Pese a ello, lo que se ha venido planteando no es la transformación del sistema actual para mejorarlo, sino, sin diagnóstico y sin argumentación, su revocación y substitución por un sistema jerárquico de corte empresarial.
¿Quién ha intervenido en el debate y con qué objetivos? Algunas organizaciones empresariales y sus supuestos think tanks, con la Fundación Conocimiento y Desarrollo como ariete (el nombre no hace la cosa: se trata del instrumento principal para cuestiones universitarias de un lobby empresarial presidido por Ana P. Botín) y con muchos presidentes de consejos sociales como voceros, reclaman el poder, en las universidades, para los empresarios. Algunos rectores, el poder para los rectores. Esta posición rectoral ha sido jaleada por las organizaciones empresariales interesadas y por sus pregoneros: sentado el principio de que el rector ha de tener amplios poderes, bastará reemplazar el procedimiento para elegirlo por un procedimiento para designarlo. Algunos rectores han visto ahora la jugada y han empezado a clamar (¿demasiado tarde?) que “no es esto, no es esto”.
¿Para qué quieren algunos empresarios mandar en la universidad? Para imponer la orientación de los planes de estudios, mercantilizar la investigación, subir las matrículas y hacer negocio con los préstamos. Se trata de un elemento más, y no el menor, del proceso de privatización de los servicios públicos, pero en este caso, con una singularidad: no se pretende asumir la propiedad del sistema, sino que este siga financiado públicamente o, en todo caso, por las familias, pero gobernado en función de los intereses empresariales. Jugada redonda: poner al servicio de intereses particulares los considerables recursos involucrados en el sistema universitario, ¡y sin invertir un céntimo!
¿Y quién debería mandar, pues, en la universidad? Parece razonable que esto dependa de la naturaleza, muy variada en la universidad, de las decisiones de gobierno. En lo que se refiere a la planificación y la financiación del sistema universitario, las administraciones estatal y autonómica, como responsables de la distribución de los recursos públicos y de la ordenación territorial, y como garantes de la igualdad de oportunidades y del servicio público. En el control del gasto y de la gestión, los órganos fiscalizadores de la administración y unos renovados consejos sociales, realmente comprometidos con la universidad y que representen pluralmente a la sociedad en sus vertientes culturales y económicas. La actividad académica, los contenidos y la forma de la docencia y la investigación y su gestión deben corresponder a la comunidad universitaria, que es la cualificada para estas competencias.
Finalmente, ¿a quién importa todo esto? A quienes estudian y estudiarán en la universidad y a sus familias, a quienes trabajan en ella, al empresariado que desea ser competitivo a medio y largo plazo y no pretende solo maximizar el beneficio inmediato. A toda la sociedad, porque toda ella se beneficia directa o indirectamente de una institución que genera y transmite conocimientos y contribuye así a que el país sea más culto y más productivo.