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¡Que dejen el dragón en paz!

Cuando hablamos de la expulsión del ciudadano del espacio público solemos hacerlo en clave turística, pero en los últimos tiempos ha entrado en el debate la cuestión de los edificios históricos que aun no han entrado en campaña electoral, algo sorprendente si se valora la preocupación que genera en determinados sectores de la sociedad que desean una Barcelona que mantenga sus premisas antiguas para no dibujarse en el presente como un mero parque temático de la Europa del sur donde Messi, Gaudí y Picasso marcan la pauta del interés.

Pensaba en ello el otro día mientras volvía del aeropuerto y en la pantalla del bus turístico el dragón del Park Güell bailaba algo parecido a un horrendo rap para mostrar que la ciudad es moderna y diferente. M’exalta el nou i m’enamora el vell. El modo de conocer una urbe es paseándola, porque si se palpa su tejido es posible conocer cuales son sus principales dolencias. Muchas veces circulo por la calle Balmes y la Vía Laietana y me admira una belleza que pasa desapercibida por culpa del tráfico que oculta la importancia de determinados edificios. En la Vía Laietana, extensión natural del Ensanche y símbolo triunfal de la burguesía de principios de siglo, una de las casas más significativas es la Caixa d’Estalvis, obra del bastante ignorado Enric Sagnier, arquitecto que supo desafiar el paso del tiempo y las tendencias mediante una interesante mimetización que le permitió estar al día y trabajar casi hasta su muerte. Ese embrión inmobiliario de la actual CaixaBank tiene un anexo donde luce sin disimulo un cartel de Núñez y Navarro. Su jefe, de todos es sabido, reside ahora en una prisión, y la efeméride tiene aire de justicia poética. Cuando mi generación estaba en pañales el antiguo presidente del Barça y Jordi Pujol eran eternos. Se instalaron en sus butacas de mando y, como Felipe González o Juan Pablo II, no se iban de ellas por nada del mundo. Ahora estos dos prohombres del universo catalán han caído de su pedestal, pero su estela sigue vigente en política y desde la cotidianidad.

El caso de Núñez se juega desde otro ángulo. Su pseudónimo de rey de las esquinas es como el rayo que no cesa. Puede estar entre rejas, pero para nada disminuye su afán de participar en cuántas burbujas se precien. El anexo de La Caixa d’Estalvis pasará a ser un hotel de lujo, esos elementos tan necesarios para la convivencia que enlazan con todas las inversiones estratégicas que inundan el centro de la capital catalana a partir de la colaboración entre los que alojan al visitante y los que desean que consuma salvajemente. El paradigma será la manzana del gran Zara y un nuevo hotel de rompe y rasga para alojar a los que más dinero tengan, y bien, se pierde la cuenta del número de establecimientos de esa categoría, casi todos de nuevo cuño, casi todos válidos como metáfora de despropósitos. El hotel W ha entrado en una segunda fase donde la resignación del ciudadano se mezcla con su aceptación porque la mirada, tan importante en el transeúnte, ya ha acatado su existencia, y lo mismo terminará por ocurrir con los nuevos monstruos que sólo contemplaremos desde su fachada porque su interior será un coto vedado que amplíe la diferencia entre ricos y pobres además de ahondar en la exclusión de quien reside en Barcelona de sus propios muros.

Núñez y Navarro fue un gran destructor de edificios significativos. El caso más famoso es el de Golferichs, el famoso Xalet que se salvó merced a las iniciativas vecinales, que ahora han recuperado vigor mediante Guanyem y, desde otra perspectiva, Podemos. Ambos partidos deben definir sus políticas culturales, donde desde luego será fundamental en términos municipales la lucha contra el modelo que se gestiona en la Ciudad Condal desde después de las Olimpiadas, agravado en los últimos años, con cinismo y mucho descaro, desde el consistorio de Xavier Trias. Desde mi punto de vista una de las principales caballos de batalla será recuperar el espacio público para la ciudadanía, y ello implica fijarse en pequeños detalles que no figuran en los titulares de prensa ni en los grandes discursos, tan alejados de numerosas parcelas de la realidad.

De repente aterrizo en Paseo San Juan. Puede que esté en el Carmel, o quizá en la calle del Clot, da igual. Los tres espacios coinciden por ser territorios con mucha proyección que comparten un mobiliario urbano horrendo que reafirma mi idea de un plano mal concebido. Es muy sencillo pasear por Barcelona y darse cuenta que sus bancos no propician la comunicación. El efecto más pungente es el de los que, de dos en dos, se divorcian porque no se miran de frente. Una silla mira a Lisboa y otra a Vladivostok, como si el Ayuntamiento deseara que las personas dejaran de mirarse a la cara, porque además, no lo olvidemos, estos engendros se separan entre sí por varios metros.

Resulta absurdo hablar de esto en las calles donde la gente ya no se saluda, algo que lo que ya habló Baudelaire en el poema À une passante, donde sin embargo la atracción no desaparece porque siempre tendremos ojos entre la multitud, y Antonioni abordó en una trilogía donde la incomunicación es la protagonista. Dejemos las referencias pedantes. En la parte alta de Paseo San Juan una zona bien poblada de bancos comunitarios, donde pueden sentarse varias personas, desmiente mis afirmaciones, y lo mismo hace la destartalada Avenida Icaria, donde no estaría de más proporcionarle un poco de chapa y pintura al suelo. Por otra parte en la parte baja del Paseo San Juan encuentro una serie de nuevos bancos surrealistas que se apartan de la oda a la incomunicación de los anteriores y hasta incluyen hierba, en medio de asfalto, en su rinconcito. ¿Algo cambia? Lo dudo mucho, basta ir al final de la calle Princesa, justo donde un busto de Santiago Rusiñol vigila una encrucijada, para toparse con un círculo de sillas que son un chismorreo estático por su mal diseño y patética concepción, un chiste de cómo instalar piezas útiles para la ciudadanía con un mal gusto más que soberano.

La Caixa d’Estalvis es un banco y lo otro también, aunque con otra acepción de la palabra. Ambas desnudan un envase lleno de líquidos que sobran y abandonan otros que fomentarían una mejor convivencia cívica y propiciarían que la calle fuera de todos desde el pleno sentido que honraría tanto al poder como a la ciudadanía, capaz de notarse integrada en Barcelona al comprobar que las políticas se fijan en los de a pie y no sólo en intereses comerciales, concesiones de concursos, señores con sandalias y calcetines y palomas que se cagan en las sillas aisladas porque nadie quiere sentarse en ellas. Al fin y al cabo se trata de ser racional, no volver a caer en abusos de lo rápido y alentar un ritmo normal que genere habitabilidad para quien paga impuestos y pide respeto individual y colectivo. El dragón del Park Güell está muy bien calladito, no necesita marcarse bailoteos.

Cuando hablamos de la expulsión del ciudadano del espacio público solemos hacerlo en clave turística, pero en los últimos tiempos ha entrado en el debate la cuestión de los edificios históricos que aun no han entrado en campaña electoral, algo sorprendente si se valora la preocupación que genera en determinados sectores de la sociedad que desean una Barcelona que mantenga sus premisas antiguas para no dibujarse en el presente como un mero parque temático de la Europa del sur donde Messi, Gaudí y Picasso marcan la pauta del interés.

Pensaba en ello el otro día mientras volvía del aeropuerto y en la pantalla del bus turístico el dragón del Park Güell bailaba algo parecido a un horrendo rap para mostrar que la ciudad es moderna y diferente. M’exalta el nou i m’enamora el vell. El modo de conocer una urbe es paseándola, porque si se palpa su tejido es posible conocer cuales son sus principales dolencias. Muchas veces circulo por la calle Balmes y la Vía Laietana y me admira una belleza que pasa desapercibida por culpa del tráfico que oculta la importancia de determinados edificios. En la Vía Laietana, extensión natural del Ensanche y símbolo triunfal de la burguesía de principios de siglo, una de las casas más significativas es la Caixa d’Estalvis, obra del bastante ignorado Enric Sagnier, arquitecto que supo desafiar el paso del tiempo y las tendencias mediante una interesante mimetización que le permitió estar al día y trabajar casi hasta su muerte. Ese embrión inmobiliario de la actual CaixaBank tiene un anexo donde luce sin disimulo un cartel de Núñez y Navarro. Su jefe, de todos es sabido, reside ahora en una prisión, y la efeméride tiene aire de justicia poética. Cuando mi generación estaba en pañales el antiguo presidente del Barça y Jordi Pujol eran eternos. Se instalaron en sus butacas de mando y, como Felipe González o Juan Pablo II, no se iban de ellas por nada del mundo. Ahora estos dos prohombres del universo catalán han caído de su pedestal, pero su estela sigue vigente en política y desde la cotidianidad.