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Barcelona recuerda su mar de barracas y represión

Una hilera de casas del Camp de la Bota en 1967. / Foto: Arxiu Històric de Poblenou

J. J. Caballero

Barcelona —

Entre 1925 y 1989 el litoral de Barcelona estuvo ocupado por barracas. El Camp de la Bota compartía con el Somorrostro el dudoso privilegio de ser uno de los núcleos más poblados. Hasta 4.000 personas vivieron en los años sesenta en el lugar donde hoy se muestra la explanada del Fòrum. La historia del Camp de la Bota es, en los primeros años, la historia de la inmigración. En la última etapa es la historia de la marginación. Y entre medio, la historia de la infamia, pues el Camp de la Bota fue también el lugar escogido por el régimen franquista para fusilar a miles de personas. Este domingo se coloca una placa en homenaje a los vecinos de ese barrio, una iniciativa impulsada por la Comisión ciudadana para la recuperación de la memoria de los barrios de barracas.

Cuando la Diagonal aún no era la Diagonal, ya existía el número 1. Era una barraca del Camp de la Bota y estaba ocupada por un jesuita. Hoy es imposible hacerse una idea de cómo era ese lugar. Las vías del tren han desaparecido, la Riera de Horta ha quedado integrada en la trama subterránea de la ciudad y el río Besòs parece ahora muy lejano. Donde hoy se levanta el símbolo del Fòrum, el edificio azul de Herzog y De Meuron, estuvo durante muchos años el castillo de las Cuatro Torres, también símbolo, pero bien diferente, de un barrio olvidado.

Fusilamientos de la posguerra

La memoria del Camp de la Bota tiene su lado más oscuro en los fusilamientos de la posguerra. Muchos vecinos de Poblenou nunca pudieron borrar de su memoria el paso de los camiones cargados de prisioneros camino del Parapeto del Camp de la Bota. Fueron muchas las madrugadas en las que los habitantes del barrio se despertaron estremecidos por los disparos del pelotón de fusilamiento. Entre 1939 y 1952 más de 1.700 personas, la mitad de todos los ejecutados en Catalunya, fueron fusiladas allí al amanecer. Un monolito difícil de localizar recuerda hoy a aquellas víctimas.

En los primeros años de la posguerra la imagen del Camp de la Bota era muy distinta de la que tuvo años después, cuando su decadencia se hizo irreversible. En los sesenta vivían allí inmigrantes procedentes de Andalucía, Murcia, el País Valencià y Aragón. La mayoría tenía la piel tostada por el sol, resultado de horas y horas al aire libre, ya fuera en la construcción, en el caso de los hombres, o de la vida en las callejas del barrio, en el caso de mujeres y niños. Un semblante parecido a la tez de los gitanos. Aunque lo cierto es que en esa época eran muy pocos, el Camp de la Bota siempre estuvo asociado a la etnia gitana. Fue años más tarde cuando se convirtieron en los amos del barrio.

Paredes sólidas y techos frágiles

El Camp de la Bota era un barrio de barracas pero parecía en realidad un pueblo, con sus casas encaladas, sus calles alineadas con un cierto orden y la ropa tendida al sol. Las paredes eran sólidas y los tejados resguardaban aceptablemente de la lluvia, que no del sol y del frío. Aunque su fragilidad se apreciaba sobre todo en días de tempestad marítima, cuando el temido levante destrozaba las barracas del litoral barcelonés: Somorrostro, Bogatell y Mar Bella, donde en los años veinte se anunciaban unos baños que presumían de tener la “playa más limpia de la costa de Barcelona”.

El interior de las casas era muy pequeño, de apenas 30 o 40 metros cuadrados, compartimentado en pequeñas estancias, con muebles recuperados de la calle o comprados en los encantes. Eso sí, no podía faltar el cuadro de la Santa Cena presidiendo el minúsculo comedor. El suelo acostumbraba a ser de tierra compactada. Tan compactada que había endurecido como el cemento. Algunas casas tenían incluso un pequeño patio trasero.

Verano en la playa

Al Camp de la Bota llegó la electricidad pero en condiciones tan precarias que un niño murió electrocutado cuando pisó un charco en el que había caído un cable. Lo que no había en las casas era agua. Había que proveerse en las fuentes, punto de encuentro de la población, obligada a guardar cola para llenar garrafas y cántaros. Cuando algunos barceloneses criticaban la falta de higiene de los habitantes del barrio con aquella frase tan socorrida de que una pastilla de jabón no era tan cara, había que recordarles que el problema no era el jabón, el problema era el agua, esa que surtía sus grifos pero que allí, en aquel rincón olvidado de la ciudad, era un bien escaso. El barrio olía a pobreza. Era un olor salubre que se mezclaba con el que desprendían los cuerpos y las ropas en los que se había adherido el humo de la leña con la que se cocinaba en las barracas.

En los veranos de los años cincuenta los niños de Poblenou veían en el Camp de la Bota únicamente una playa donde jugar. No había estigmas, no había prejuicios. Llevaban bañadores oscuros de tirantes y algunos privilegiados habían convertido la cámara del neumático de un camión en un inmenso flotador. Había que verlos balancearse cargados con aquel redondel de goma negra que abultaba más que ellos. Esos niños recuerdan aún hoy sus juegos en el Camp de la Bota, las fotos familiares, pero no recuerdan en cambio si se bañaban o no en el mar. La costa de Barcelona, ocupada por barracas, fábricas, escombros y cloacas no era el mejor lugar para darse un chapuzón. Lo más frecuente es que se pegaran al cuerpo tiras de alquitrán de dudosa procedencia.

Un barrio bajo control

El aislamiento del barrio no sólo era simbólico. Era un aislamiento físico, pues sólo se podía acceder por un único punto después de cruzar un paso a nivel con barrera. Aquella barrera provista de franjas rojas y blancas era lo más parecido a una frontera. En los últimos años de existencia del barrio los gitanos se hicieron dueños de ese territorio. Bastaba cruzar la vía del ferrocarril y sentirse observado. Y no era una sensación, era una realidad, pues tras los cristales de una especie de colmado-bar situado a la derecha de la barrera, se apostaba un hombre obeso provisto de unos prismáticos con los que seguía los movimientos del visitante. Al cabo de un rato algunos chavales preguntaban, como por casualidad, a quién buscabas. Y sólo cuando pronunciabas el nombre de una de las familias del barrio dejaban de interesarse en el forastero.

Al jefe de todo aquello le llamaban “tío”. Era el jefe del clan, una especie de cacique que se ocupaba de resolver conflictos, echar una mano cuando alguien lo necesitaba, pactar con las autoridades en el momento en que la situación lo exigía y controlar –a cambio de dinero- el asentamiento de nuevos barraquistas, una práctica completamente irregular.

En esas condiciones, trampeando la legalidad, se desarrolló la vida del Camp de la Bota hasta que la fiebre olímpica precipitó los acontecimientos. En 1989 el Ayuntamiento pagaba hasta cuatro millones de pesetas (24.000 euros) por cada chabola. Firmaban el acuerdo e inmediatamente aparecía una excavadora que en cuestión de minutos derribaba la barraca. En ese momento casi todos los ocupantes eran gitanos. Muchos de ellos se trasladaron a otros núcleos de barracas de la periferia y otros acabaron en La Mina, un barrio que es el paradigma de que el barraquismo no es necesariamente horizontal. En la práctica, pues, el barraquismo no desapareció, si acaso, cambió de ubicación.

A partir del domingo, una leyenda en una placa que estará situada junto al edificio Fòrum recordará que hace medio siglo alli vivieron, en condiciones precarias, hasta 4.000 personas, “gente trabajadora”. Recordará que, a pesar de todo, miles de personas hicieron de esas barracas un hogar.

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