- Segunda parte | Vender en la calle en Dakar o plantar la manta en Barcelona | Tercera parte | Dejar la pesca para navegar las fronteras: los riesgos de migrar a Europa
Poco importa el sol apabullante de mediodía: el entrenamiento es sagrado. Poco después de las tres de la tarde, Mohammed Fall se calza sus Air Jordan y se dirige a la pista de baloncesto, un bloque de hormigón que pela las rodillas sin necesidad de caerse. La cancha rompe la orografía de casas bajas de Guédiawaye, una poblada localidad –algo menos de 300.000 habitantes– a las afueras de Dakar que los propios senegaleses llaman, con algo de sorna, Get-away.
En pocos minutos, una treintena de chicos y chicas ocupan la pista. Y la barren con felpudos hechos con cerdas de paja anudada: la arena fina inunda el rectángulo día tras día, y un resbalón puede ser fatal por las escarpas del suelo. En un principio sólo las chicas barren, hasta que, entre bromas, una de ellas le tira una escoba a otro compañero, que acaba agachado. Como él, también los otros chicos; de los más puntuales en el acicale de la pista, Mohammed. Él es uno de los muchos que espera que el deporte, en este caso el baloncesto, sea una de sus puertas de entrada a Europa.
“Quiero irme a Europa, lo he hablado con mi familia. Sin secretos. Mi madre está cansada y yo, siendo ya adulto, debo ir a ayudarla”, comenta Mohammed, al lado de su madre adoptiva, en una pequeña habitación que tiene un eco similar al de una cueva. En la estancia no descansan nada más que dos televisores (uno sin cableado), un cuadro y un colchón más fino que una tostada. Mariéme Sall, tutora de Mohammed, atiende con la cabeza ante las palabras de su ahijado. Ella sostiene una familia de cinco miembros. El padre del joven está enfermo y la madre murió catorce años atrás.
Mariéme vende té a lo largo del día, además prepara las comidas de toda la familia y se encarga del mantenimiento de la casa. Pese a que Mohammed ha completado estudios en el manejo del aluminio, el joven no encuentra trabajo en la región. Por ello, Mariéme le ha pedido que lo intente en Europa, para que “ayude a la familia, a sus hermanos, y a él mismo”. “En cuanto a la salida, que Dios haga que el día que se marche sea en condiciones legales. Es todo lo que deseo”, zanja.
Mohammed también insiste en el cómo del viaje. También lo hace su hermana, Fatou. “Yo también quiero viajar, pero no como lo hacen otros, en pirogue [palabra francesa utilizada también en el idioma wólof para designar el cayuco]. Quiero ir a fortalecer mis conocimientos y volver”, asegura. Fatou, que tiene 19 años, está estudiando y quiere ser periodista, embajadora o ministra. Por ese orden.
A pocos metros de la casa de los Fall, Mamy Diop también se prepara para el entreno. La joven, que se escurre tímida ante la cámara, se maneja con carácter en la pista (actúa de tres y es la encargada de construir el juego). No tiene tan claro que su salida del país vaya a pasar por cauces legales.
Su padre, que trabaja en Estados Unidos, les manda dinero cada mes, pero no es suficiente, y la situación le asfixia. “Yo sé que todo lo que quiero hacer en mi familia, si viajo lo podré hacer, pero si me quedo en Senegal no”, sostiene. Y prosigue: “Si yo fuera un chico lo haría como lo hace toda la gente aquí... Con barcos. Pero no ser un chico es un hándicap. Así que si tengo un visado de trabajo será mejor, pero si tengo un visado turístico lo tomaré, porque todos los medios son buenos para irse de aquí”.
Ninguno de los tres se ha planteado ir a la urbe cercana más grande, Dakar (la capital de Senegal), como sí lo hacen otros jóvenes en busca de oportunidades: el 43% de la población senegalesa vive en zonas rurales. Aun así, los tres jóvenes saben que Dakar está saturada de mano de obra, y que la venta en la calle es uno de los pocos escollos para encontrar empleo; como en Dakar, en el resto del país, el sector servicios, incluido el comercio, supone el 60% del Producto Interior Bruto (PIB).
“La migración irregular a Europa ha tenido mucho reconocimiento mediático, pero la migración interior es mucho más importante que la gente que intenta alcanzar Europa. Hay muchísimas nacionalidades viniendo a Senegal”, apunta la responsable de la Organización Internacional por las Migraciones (OIM), Jo-Lind Roberts-Sene. Senegal recibe, según los datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a 263.242 personas al año, lo que supone un 1,74% de la población del país. La mayoría de estas son de estados de África Occidental, el caso de Mali y Mauritania.
Por contra, según datos estimatorios de la OIM, la cifra de personas senegaleses que se marcha a otros países se sitúa en torno al medio millón, siendo los principales destinos Gambia, Francia, Italia, Ghana o Mauritania. España, con menos de un 5% de receptores, no sale en la estadística de la organización.
“Las causas de la migración han sido similares en los últimos diez o quince años en Senegal: la pobreza, no la pobreza extrema, pero sí una falta de infraestructuras e información. Una falta de esperanza: sólo ven su futuro en Europa, con esa imagen que tienen de la Europa en la que encontrarán un trabajo y ganarán dinero. La imagen que ven en las series de televisión”, añade la responsable de la OIM.
Así lo corrobora Mohammed Fall, que dice –mientras agita las manos y sonríe–querer “saltar dentro en la televisión”.
A Awa Ndaye, de 31 años, las imágenes sobre Europa no le llegan por televisión, sino a través del teléfono, gracias a escuetas conversaciones con su marido. Él hace doce años que se marchó a trabajar a España, poco después de su boda. En principio se fue a Barcelona (como corrobora el hijo mayor de la familia, de 15 años), aunque a estas alturas, después de varias idas y venidas, no conocen muy bien su paradero.
“Al principio es duro, pero luego te acostumbras”, dice Awa, rodeada de sus hijos, en un pequeño patio interior castigado todo el día por el sol. Ella y su familia viven en una zona yerma y remota de Guédiawaye, por lo que las cabras y el menudeo no eran suficiente sustento para la familia.
“Todo lo que recibimos en ayuda al desarrollo de países como Francia, España, Alemania o Estados Unidos es menos importante que la aportación de los migrantes senegaleses para nuestra economía. Esta cifra está alrededor del billón de francos CFA al año”, sostiene el periodista especializado en economía Malick Ndaw. Al cambio, el billón de francos CFA se traduciría a algo más de 1.500 millones de euros, de una economía con un PIB cercano a los 15.000 millones.
“Todo ese dinero que es enviado aquí por los migrantes que están fuera no va al sector productivo sino al consumo cotidiano. Raramente, por no decir nunca, se usa ese dinero para crear industria, y por lo tanto empleo”, lamenta Ndaw.
En Senegal los principales sectores siguen siendo, tras los servicios, la pesca y la agricultura. Las exportaciones más notables del país se basan en combustibles y cereales, que acaban mayoritariamente en manos francesas. Senegal se independizó de Francia en 1960.
Las consecuencias que provoca el éxodo senegalés son muchas. Una de ellas, el país adolece de la marcha de jóvenes. Según datos de retornos voluntarios de la OIM, el año 2016 la mayoría de personas intervenidas por la organización tenía entre 19 y 33 años. Por ese motivo, instituciones como la misma OIM trabajan en planes individuales y de reintegración comunitaria para subsanar la diáspora.
La misma idea sobre la necesidad de retener a los jóvenes, la sostiene con vehemencia Abou Doussey, que capitanea a un grupo de pescadores en Dakar, en el puerto de Soumbédioune. “Yo mismo tengo un hermano que se fue, actualmente se encuentra en Granada, y también tengo amigos que han vuelto, porque no tenían trabajo. La gente que se va, cuando vuelve, no tiene nada que aportar, sólo fatiga”, mantiene, amargo, Abou.
Él y sus compañeros de la mar intentan sensibilizar a la gente de no tomar los cayucos para ir clandestinamente a Europa. “¿Para qué tomar un cayuco? Hay que intentar quedarse aquí y tener la idea clara que África la debemos desarrollar nosotros, la gente, sin la ayuda de nadie”, apunta el pescador, mientras sus compañeros atienden a cada una de las palabras y ralentizan el ritmo al que tejen las redes de faenado.