Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.
Jerez en su patio
La última vez que estuve en Jerez, mi amigo Alejandro me preguntó cuál era mi sitio favorito allí. Podría elegir, sabría cómo hacerlo: ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que he visitado la ciudad. Siempre lo tuve claro: mi lugar preferido de Jerez es el patio de la casa de Emilio y Maricarmen que, casualmente, son sus padres. Los mismos que, el mismo día, también trajeron al mundo a su hermano mellizo Javier, motivo principal por el cual conocí mi ciudad recurrente en el sur español y que, a estas alturas, ya forma parte de toda esa colección de cosas que uno llamaría su casa.
Ese patio solía ser lugar de encuentro común de las familias que vivían en las antiguas viviendas vecinales que se fueron perdiendo y reacondicionando con sucesivas reformas. Lo que hay ahora es una casa familiar ecléctica, con múltiples habitaciones y esta ágora privada para los manjares, los vinos y las historias que me esperan cada vez que visito Jerez.
Desde esta casa situada en el centro histórico, la ciudad comienza a bifurcarse en pequeños callejones de adoquines y muchos cientos de patios más situados puertas adentro de cada fachada. Y comienzan las bodegas, con sus edificios intactos y en medio de una crisis que las ha obligado a diversificar su negocio y a alquilar sus salones para fiestas o reuniones, mientras tratan de sostener la producción de vinos de la mejor manera que pueden.
Al pasar por la bodega de Gonzalez Byass (que comercializan el famoso fino Tío Pepe) o por las de Lustau o Faustino González y ver sus fachadas impecables, uno pensaría en esplendor. Pero cada vez cuesta más vender ese vino de Jerez que, pese a la crisis, sigue manteniendo ese toque escocés que lo hace tan único, gracias a esa última etapa de maceración de las uvas en barricas que contuvieron whisky.
Hasta en esto mi relación con Jerez es familiar: nunca jamás tomo vino de Jerez cuando estoy fuera. El oloroso seco no sabe igual en Barcelona o en Londres que en Jerez. Necesito estar ahí para que el sabor adquiera su plenitud, la idea de un maridaje geográfico.
Toros, caballos y pescados
A un paso del centro de la ciudad, se encuentra la Plaza de Toros de Jerez, cada año con menos corridas, todas centradas en el verano cuando llega la Feria del Caballo y los forofos de la tauromaquia se visten de gala con trajes y vestidos fucsias, celestes, rosas y amarillos, mucho gel y flores en el pelo. Y son perseguidos por cada vez más jóvenes que protestan por la abolición definitiva de esta tradición española. Desde dentro de la plaza, los taurinos hacen el ademán de torearlos, con la muleta imaginaria. Desde fuera, los anti-taurinos les gritan “paletos”.
Lo que divide la disyuntiva maltrato/proteccionismo animal lo une el recinto de la Fiesta de la Feria del Caballo, cuando el parque González Hontoria se llena de casetas, música, luces y miles de personas. Y donde se compite por ver qué fachada de caseta obtiene el premio a la decoración más original, a qué belleza andaluza le queda mejor su traje de flamenca o cuánto tiempo se puede estar bebiendo sin desmayarse esa refrescante mezcla de vino fino con Sprite llamada rebujito.
Hacia su núcleo central, Jerez se convierte en la Plaza del Arenal, coronada por la estatua del dictador Miguel Primo de Rivera subido a su caballo y que también genera controversia entre sus habitantes, ya que muchos la quieren quitar pero hay otros muchos que prefieren malo conocido a bueno por conocer.
Alrededor del Arenal, la ciudad hierve de tabancos para beber vino de barril y de restaurantes de pescaíto frito, de vida en la calle. En invierno, en las vísperas de Navidad y a pesar del frío, los jerezanos no abandonan la calle y, provistos de mantas, tazones de caldo y anís, se reúnen a tocar la zambomba y a cantar esos villancicos tristes que igual cuentan historias de gitanos presos o hablan de que “los caminos se hicieron con agua, viento y frío”.
A pesar de que a la ciudad le ha quedado el tópico de ser lugar de señoritos, lo cierto es que cada vez quedan menos de esos “bigotes señoriales que se pasean por Jerez” de los que se quería desmarcar Miguel Benítez, el primer cantante del grupo Los Delinqüentes, en “El aire de la calle”, ese himno del vagabundeo urbano local.
La crisis y el paro han llevado a que muchos jóvenes de Jerez emigren hacia Madrid, Barcelona u otros países de Europa. Los que se quedan hacen lo posible para vivir y siempre (o casi siempre) con una sonrisa en el rostro. Quizás la esencia de esta actitud jerezana ante las dificultades de la vida se pueda encontrar en el Mercado Central de Abastos, justo en ese momento clave del día en que los vendedores de pescado empiezan a rebajar su mercancía porque se trata de vender o tirar, de frescura o podredumbre, de vida o muerte. No hay tiempo que perder y comienza una auténtica orgía de la retórica, donde hasta el CEO de Marketing más cualificado y mejor pagado del mundo quedaría como un becario repleto de títulos inútiles al lado de estos artistas de la venta.
Árabes y gitanos
El camino sigue hacia una de los costados históricos mejor conservados de Jerez: el Conjunto Monumental del Alcázar. Aquí están los restos más representativos de la ciudad medieval, las huellas del Califato: la mezquita, los baños árabes, los jardines con especies florales exóticas, el molino de aceite, las puertas de entrada a la fortaleza.
Todos los domingos, en la explanada que rodea a este palacio, se monta un rastro en donde se puede encontrar de todo: “limones gordos”, ropa usada, cómics, libros, trajes de flamenco y las antigüedades públicas y privadas más exóticas y extravagantes que podamos imaginarnos.
La fotografía recurrente en muchos puestos es la de Juan Moneo “El Torta”, ese cantaor gitano fallecido en 2013 y que llevó al flamenco hacia su “lado más salvaje”, según la definición de Javier López Menacho, quien se ha preocupado de los prodigios de Andalucía en su último libro “Hijos del Sur”. Y la causa principal, repito, de que yo pueda hablar de Jerez como un gran patio familiar.
Esa fotografía del Torta nos conduce al barrio de San Miguel, con la estatua tan sensual de Lola Flores coronando una zona que se debate junto con el barrio de Santiago sobre el origen del flamenco. Una discusión interminable y que obliga a que ambos estén llenos de tablaos y cantes improvisados en la calle, algunos más y otros menos turísticos, pero todos tan apetecibles para conocer los nuevos exponentes del cante jerezano, las bailaoras y las guitarras más potentes de la actualidad. Todos los tablaos con esas maderas curtidas en las chocan los tacos, como si fuesen puñales mochos en medio del pecho.
Jerez de las soleras
El vino de Jerez envejece con un método original de la tierra denominado “de soleras y criaderas”, donde el vino pasa de unas botas de roble americano a otras en agrupaciones de tres. No es el único contexto donde se emplea la palabra solera. El hecho de “tener solera” ha repercutido en todos los ámbitos como una frase para dar cuenta de esa capacidad de sentido común que te dan los años. Pero la RAE también define solera como el “carácter tradicional de una cosa o costumbre que forma parte de la cultura y la vida común de un grupo de personas”.
La gente de Jerez tiene solera, también, en este sentido. A donde quiera que vayan llevan su tierra dentro, con su acento tatuado y esa manera de vivir la vida en sociedad que no pueden quitarse de encima. Y con la que homenajean, también, a su propio origen.
Un mito de origen surgido alrededor de una mesa, en un patio lleno de flores, azulejos mozárabes y mucha comida, digamos una berza, el cocido típico de la ciudad, con tantas recetas como cocineras y cocineros la hayan preparado alguna vez. Una berza como la de Maricarmen, con chorizo, morcilla, tocino, cerdo, garbanzos y la verdura típica que da el nombre a este plato, por claro contraste, por oxímoron: la berza como verdura es, con diferencia, lo menos pesado de todos los ingredientes de este plato.
A los fines de que el lector se sitúe en ciertos rincones de una ciudad, he dicho en esta crónica en qué sitios fundamentales transcurre la idea urbana de Jerez. Pero mi propio Jerez sigue siendo ese patio con Maricarmen y Emilio, con Javi, Ale, Nani, la Duquesa, la Meri, el otro Javi, Pablo, Charete y Manolo.
Y, cada vez que cruzan el océano para visitarme, con er Robert, la Cris y er Mauri, estoy seguro de que les sucede algo parecido a mí cada vez que llegan y que llegamos a Jerez por ese patio de calle Prieta.
Vueling vuela de Barcelona a Jerez.
La última vez que estuve en Jerez, mi amigo Alejandro me preguntó cuál era mi sitio favorito allí. Podría elegir, sabría cómo hacerlo: ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que he visitado la ciudad. Siempre lo tuve claro: mi lugar preferido de Jerez es el patio de la casa de Emilio y Maricarmen que, casualmente, son sus padres. Los mismos que, el mismo día, también trajeron al mundo a su hermano mellizo Javier, motivo principal por el cual conocí mi ciudad recurrente en el sur español y que, a estas alturas, ya forma parte de toda esa colección de cosas que uno llamaría su casa.
Ese patio solía ser lugar de encuentro común de las familias que vivían en las antiguas viviendas vecinales que se fueron perdiendo y reacondicionando con sucesivas reformas. Lo que hay ahora es una casa familiar ecléctica, con múltiples habitaciones y esta ágora privada para los manjares, los vinos y las historias que me esperan cada vez que visito Jerez.