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Opinión - Cuando los ciudadanos saben lo que quieres. Por Rosa María Artal

El lago Kivu y la tragedia del Congo

El lago Kivu abruma por su belleza. Sus calmas aguas están orilladas por las sempiternas colinas ruandesas, por alguna que otra playa de arena blanquecina y, lo más inesperado, por mansiones con jardines cuidados, garajes privados y verjas con potentes sistemas de alarmas. Esa estampa digna de la Suiza más pudiente se encuentra únicamente en Gisenyi, la ciudad ruandesa que es el paso principal hacia la República Democráctica del Congo. Y, en realidad, ese barrio acomodado tiene mucho que ver con las circunstancias dispares de Ruanda y del Congo pues muchas de esas villas pertenecen, como delatan las matrículas de los cochazos aparcados en su interior, a congoleses que viven al otro lado de la frontera en busca de la apacibilidad y la seguridad ruandesa.

En Gisenyi hay dos aduanas con el Congo. La “frontera grande”, la llaman así, es la única por la que pueden circular los vehículos y para acceder a la misma hay que atravesar ese barrio adinerado con vistas al lago Kivu. Hay poco bullicio en la frontera grande, aunque a veces hacen cola, estacionados y con paciencia, decenas de camiones de mercancías, coches de lujo y todoterrenos de orgnizaciones humanitarias. En contraste con la barrera de guante blanco, la “frontera pequeña”, a un par de kilómetros de la “grande”, es el lugar de tránsito de las personas. Y, pese a que ya se sitúa en un barrio que no tiene nada de opulento, la barrera evoca el contraste entre los dos países: asfalto, orden y diligencia en el lado ruandés; barro, caos y demoras en el congolés.

Al otro lado de la frontera, en la misma orilla del Kivu pero ya en territorio del Congo, la ciudad de Goma se yergue como testimonio sufrido del África más inestable y frustrada. Goma está aislada por carretera de la capital de su propio país, Kinshasa, y la comunicación fluvial, por los cauces del corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, resulta lenta y poco fiable. Pero las desgracias de Goma no se limitan solamente a que pertenece a un estado fallido con un gobierno central lejano y poco operativo. Su situación como ciudad de referencia de la región Kivu Norte, repleta de riquezas minerales como el coltán, imprescindibles para la fabricación de móviles y ordenadores, la han convertido en escenario recurrente de la belicosidad que desangra continuamente al Congo.

La última guerrilla, o la penúltima, como dicen los lugareños, porque pocos se creen que llegue la paz definitiva, estuvo activa hasta el octubre pasado, cuando los rebeldes del M23 fueron derrotados por el ejército congolés. El M23 se refugiaba en las montañas de los Virunga y de ahí que, una vez más, el turismo había dejado de ir a ver a los gorilas de la vertiente, privando al país de una fuente de ingresos que sí que aporta suculentos dólares a Ruanda.

Ruanda, que ahora crece económicamente y goza de paz, seguridad y estabilidad, también es culpable, en parte, de los males del Congo. A veces de forma improvisada, como cuando la avalancha de refugiados hutus ruandeses huyó a Goma tras el genocidio, creando un grave problema logístico y humanitario. A veces de forma premeditada, como cuando el actual gobierno ruandés brinda apoyo activo a los grupos guerrilleros. Así sucedió con el M23, que tuvo fuerza hasta que Ruanda decidió abandonarlo. El presidente Kagame siempre negaba la intervención de Ruanda en la guerrilla, pero Estados Unidos, cansado de ese juego, retiró parte de la ayuda económica a Ruanda para presionar a Kagame. Y la presión dio sus frutos. La naturaleza también contribuye a la maldición de Goma, y en 2002, cuando no había refugiados y guerrillas, media ciudad quedó enterrada en lava y ceniza tras la tremenda erupción del Nyiragongo, el volcán que todavía enrojece las noches del lago Kivu con el resplandor del lago de lava que cobija en su cráter.

Resulta curioso como un país chiquito con un pasado reciente tormentoso como Ruanda tiene capacidad para influir, negativamente, en los destinos de la República Democrática del Congo, el segundo país más extenso de África, que ocupa desde la zona de los grandes lagos hasta el océano Atlántico. Y cómo las calamidades van afectando al Congo sin que eso despierte demasiado el interés mundial. Claro que hay otras crisis en África aún más olvidadas, como la de la República Centroafricana, que vive en una intestabilidad bélica permanente.

La falta de un visado impide que pueda pasar la pequeña frontera y adentrarme a Goma, cuyas autoridades locales han logrado recuperarla de las secuelas de la explosión volcánica. Doy vuelta a tras y subo la rampa hacia la tranquilidad de Ruanda, al balneario del lago Kivu, esa Gisenyi que sigue a la espera de convertirse en uno de los grandes reclamos turisticos de África. Para ello necesita la paz en el Congo, cuya inestabiliad aporta mala reputación a la región. De momento están proliferando bungalows en la colina de Rubavu, en las afueras de Gisenyi, con vistas al lago, al Congo, y al bello y simétrico volcán Nyiragongo. Cae la noche y, desde esa atalaya, veo un avión que acaba de despegar de Goma, con destino a las profundidades del Congo, de esa África que no acaba de renacer como ya lo ha hecho Ruanda.

El lago Kivu abruma por su belleza. Sus calmas aguas están orilladas por las sempiternas colinas ruandesas, por alguna que otra playa de arena blanquecina y, lo más inesperado, por mansiones con jardines cuidados, garajes privados y verjas con potentes sistemas de alarmas. Esa estampa digna de la Suiza más pudiente se encuentra únicamente en Gisenyi, la ciudad ruandesa que es el paso principal hacia la República Democráctica del Congo. Y, en realidad, ese barrio acomodado tiene mucho que ver con las circunstancias dispares de Ruanda y del Congo pues muchas de esas villas pertenecen, como delatan las matrículas de los cochazos aparcados en su interior, a congoleses que viven al otro lado de la frontera en busca de la apacibilidad y la seguridad ruandesa.

En Gisenyi hay dos aduanas con el Congo. La “frontera grande”, la llaman así, es la única por la que pueden circular los vehículos y para acceder a la misma hay que atravesar ese barrio adinerado con vistas al lago Kivu. Hay poco bullicio en la frontera grande, aunque a veces hacen cola, estacionados y con paciencia, decenas de camiones de mercancías, coches de lujo y todoterrenos de orgnizaciones humanitarias. En contraste con la barrera de guante blanco, la “frontera pequeña”, a un par de kilómetros de la “grande”, es el lugar de tránsito de las personas. Y, pese a que ya se sitúa en un barrio que no tiene nada de opulento, la barrera evoca el contraste entre los dos países: asfalto, orden y diligencia en el lado ruandés; barro, caos y demoras en el congolés.