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El contrahéroe

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En 1989, con el desplome del comunismo, Eduard Limónov siente que su singularidad también se viene abajo. Para los países del Este había llegado la hora del capitalismo, el Mercado o la democracia. Para él, comenzaba el tiempo de lo que siempre había considerado la más terrible de todas las plagas: la normalidad. Ya no sería un escritor disidente y maldito -y ruso- en Nueva York o París. Ahora sería uno más. Estatus insoportable para alguien que había sostenido una anomalía compulsiva y sin merma desde su adolescencia en la Ucrania soviética hasta su regreso a la Rusia post-soviética.

Limónov es el protagonista del libro homónimo que acaba de publicar Emmanuel Carrère (Anagrama). Una biografía “novelada” del escritor, disidente, anti-disidente, activista, delincuente, guerrillero y presidiario cuya vida cruza Nueva York y París, Moscú y los Balcanes, los salones literarios y la cárcel. Un multiopositor fiel a la inconformidad de su juventud alternativa, pero que al mismo tiempo evidencia la paradoja de que el derrumbe del comunismo también se llevó por delante esa contracultura que lo erosionaba.

Como no podía ser de otra manera en un hombre hecho a sí mismo a martillazos, Limónov es un nombre escogido por este escritor nacido en Járkov, Ucrania de Stalin, en 1942, y que todavía sigue en pie de guerra en la Rusia de Putin. Desde una infancia y adolescencia en la que ya demuestra sus dotes como poeta y malhechor, Limónov se hace adicto a los extremos, fluctúa entre unas cuantas y contradictorias militancias, tiene vidas varias marcadas por la Segunda Guerra Mundial, el estalinismo, la guerra fría, el exilio, la caída del Muro de Berlín, la guerra de los Balcanes, la terapia de choque del poscomunismo, la cárcel y la oposición más reciente a la Rusia de los oligarcas. Bajo todas estas circunstancias se propuso actuar en primera línea, en ninguna se admitió como víctima.

En Moscú se enrola en la contracultura. En Nueva York zigzaguea entre la extrema pobreza y sus encuentros homosexuales con negros, entre su labor como mayordomo de un millonario o la pérdida de Elena, su gran amor de esos tiempos. Todo ello mezclado con un afán de trascendencia y una autoimpuesta obligación de no morir en el olvido. De este cóctel Molotov dan cuenta sus libros de entonces: Nosotros somos el héroe nacional, Historia de un servidor o El poeta ruso prefiere los negros grandes.

Como Limónov siempre escribe sobre él, hay que considerarlo co-autor de la biografía de Carrère, sin que ello reste un ápice de excelencia a un libro que combina momentos de simbiosis entre el autor y el biografiado con otros marcados por muchos grados de separación. La distancia obvia entre un novelista francés de clase media alta, que vive en “un país tranquilo y decadente” y un personaje extremo, en muchos casos deplorable.

Ignorado en Estados Unidos, donde triunfaban -para acentuar sus reacciones viscerales- estrellas rusas o exsoviéticas de la talla de Nabokov, Brodsky, Nureyev o Baryshnikov, Limónov finalmente consigue éxito en Francia y, sin pensarlo dos veces, se instala en París. Allí se convierte en un personaje notorio, a la vez que toma forma su decisión de mezclar comunismo, fascismo y nacionalismo (nada de esto con moderación) o se fragua su implicación con Arkan y sus tigres en el conflicto de los Balcanes, donde llega a combatir del lado serbio. Todavía le queda tiempo para sufrir por el suicidio de sus mujeres, renovarlas siempre por muchachas más jóvenes o regresar a Rusia para involucrarse en la oposición a Putin desde el Partido Nacional Bolchevique, al que llega a aliar con los liberales de Kaspárov.

Cuesta reseñar este libro sin limitarse a contarlo. Cuesta abandonarse a las interpretaciones, aunque el personaje se baste a sí mismo para remitirnos a pensar el orden del mundo, el poscomunismo, la democracia o la idea de la literatura como un deporte de riesgo.

Limónov comparte panteón con Jean Genet o Reinaldo Arenas. Pero si estos convierten el exceso en excepcionalidad, él convierte la excepcionalidad en exceso. Como Genet o Arenas, Limónov arma su expedición particular a las orillas. Pero allí donde ellos exploran la libertad, él añade una afición totalitaria que le lleva a lanzarse continuamente al extremismo político.

Limónov no es un héroe, pero tampoco un antihéroe. Más bien, califica como un contrahéroe para el que no existe la palabra “rival”. En su vida sólo hay aliados (pocos y menguantes) o enemigos (muchos y crecientes). Es el anti-Brodsky porque Brodsky ocupa su lugar en la literatura. Es el anti-Putin porque Putin ocupa su lugar en la política. Un contrahéroe analógico, por otra parte, con el encanto táctil y algo vintage del mundo de las armas, la máquina de escribir, el bodybuilding casero...

Que Limónov tiene una vida libresca, no cabe duda. Pero el arte literario reside en alcanzar un libro a la altura de esa vida extrema. La novela de Emmanel Carrère, lo consigue.

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En 1989, con el desplome del comunismo, Eduard Limónov siente que su singularidad también se viene abajo. Para los países del Este había llegado la hora del capitalismo, el Mercado o la democracia. Para él, comenzaba el tiempo de lo que siempre había considerado la más terrible de todas las plagas: la normalidad. Ya no sería un escritor disidente y maldito -y ruso- en Nueva York o París. Ahora sería uno más. Estatus insoportable para alguien que había sostenido una anomalía compulsiva y sin merma desde su adolescencia en la Ucrania soviética hasta su regreso a la Rusia post-soviética.