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La dictadura de la mayoría

Salir del ver Un enemic del poble con ganas de partirle la cara al alcalde y al director del diario local es el mejor indicativo de que la obra funciona. Miguel del Arco hace cómplice al público del escarnio al que es sometido el doctor Thomas Stockmann (Pere Arquillué) por parte de todo un pueblo manipulado por los poderes fácticos. Muy buen trabajo.

Estamos ante un tema universal e intempora. Un tema de esos que nunca se agotan porque están dictados por la realidad. Del Arco lo ubica en la actualidad sin que pierda nada del espíritu que le dio Ibsen hace más de un siglo. El tema (claro): la corrupción. Inagotable, mediático, realista. Stockamnn, el médico del balneario que supone toda la riqueza de su pueblo, descubre que las aguas están contaminadas. Una canallada en toda regla, porque habrá que cerrar el balneario para solucionar el problema. Al menos, eso cree Stockmann. Su hermano, el alcalde, considera que no se puede cerrar por las pérdidas enormes (una cifra y un tiempo de reparación que van aumentando durante la obra...) que supondría para unos vecinos que viven de esta instalación. El político, con las elecciones a la vuelta de la esquina, no tarda en convencer al pueblo de que su hermano quiere condenar sus conciudadanos. Una asamblea popular plasmará cómo los hilos movidos hábilmente por los políticos, los comerciantes y los medios de comunicación convertirán el científico en enemigo del pueblo.

Las aguas podridas del balneario pasan a ser las de una sociedad manipulada. ¿Es esto democracia? ¿Es engaño? ¿Es libertad? Es conflicto, responde Juan Mayorga, autor de la versión de la obra, “y el teatro es el arte del conflicto”. Las ideas de Ibsen, quien se limita a plantear la polémica, quedan reflejadas en un texto ágil y brillante. Quizás las hemos leído demasiado en la literatura y en el teatro, pero son necesarias (vuelvo a la frase de Mayorga).

Hay frases-maestras que capturan todo el significado de la obra. “Los políticos están tan preocupados por conservar su cargo que pierden toda perspectiva”, dice Stockmann, al comienzo, convencido de que se darán cuenta de que tiene razón... Pero ¡cuidado! porque estos políticos son “especialistas en esconder la mierda bajo las alfombras”, tal como reconoce el alcalde, y, además, como empieza a entender el médico, “confunden el interés general con su propio interés”. Él no: “Yo no tengo la facilidad para defender ideas en las que no creo” , le dice a su hermano. Pero... se hace difícil luchar contra la evidencia política: “Nuestro proyecto es el bienestar de la gente, si no lo defiendes serás el enemigo del pueblo”. Stockmann empieza a ver que puede tener las de perder pero no se da por vencido: “¿Qué poder más grande hay que tener razón?” No se da cuenta de que hay muchos poderes mucho más grandes. El miedo se viste de prudencia entre los comerciantes, pero el médico comprende que “allí donde hay miedo desaparece la idea de justicia”.

En la escena de la célebre y apoteósica asamblea popular, la metáfora que representa toda la obra en sí involucra directamente al público, convirtiéndolo en pueblo. Los espectadores se vuelven cómplices del escarnio de Stockmann, como si tomaran parte de la durísima e indignante batalla dialéctica y agresiva que protagoniza un desquiciado e incomprendido doctor que se enfrenta a la dictadura de la mayoría. Una mayoría en el sentido, quizás, menos democrático de la palabra: una mayoría que él entiende como masa manipulada por intereses populistas.

La temporada pasada vimos el montaje Stockmann, la versión que hizo la compañía Les Antonietes de Un enemigo del pueblo en una sala pequeña como era la Muntaner, con una escenografía sencillamente genial (como la obra, ya lo dijimos en su momento). La representación del Lliure es otra cosa. No es fácil rentabilizar los recursos para crear una ingeniería escenográfica brutal que no caiga en la desproporción o en los excesos porque sí. Eduardo Moreno firma un decorado valiente y ganador que aprovecha los medios para transformar el espacio en la casa del médico, en la moderna redacción del diario y en el mismo balneario e inundarlo con grandes tuberías que tiran potentes chorros de agua. Ayudan las proyecciones y los sonidos inquietantes que acaban de crear la atmósfera adecuada en cada momento. No tanto (para mí) las canciones por la sencilla razón de que, en el ajetreo entre escena y escena, cuesta entender la letra, original del mismo Ibsen.

Salir del ver Un enemic del poble con ganas de partirle la cara al alcalde y al director del diario local es el mejor indicativo de que la obra funciona. Miguel del Arco hace cómplice al público del escarnio al que es sometido el doctor Thomas Stockmann (Pere Arquillué) por parte de todo un pueblo manipulado por los poderes fácticos. Muy buen trabajo.

Estamos ante un tema universal e intempora. Un tema de esos que nunca se agotan porque están dictados por la realidad. Del Arco lo ubica en la actualidad sin que pierda nada del espíritu que le dio Ibsen hace más de un siglo. El tema (claro): la corrupción. Inagotable, mediático, realista. Stockamnn, el médico del balneario que supone toda la riqueza de su pueblo, descubre que las aguas están contaminadas. Una canallada en toda regla, porque habrá que cerrar el balneario para solucionar el problema. Al menos, eso cree Stockmann. Su hermano, el alcalde, considera que no se puede cerrar por las pérdidas enormes (una cifra y un tiempo de reparación que van aumentando durante la obra...) que supondría para unos vecinos que viven de esta instalación. El político, con las elecciones a la vuelta de la esquina, no tarda en convencer al pueblo de que su hermano quiere condenar sus conciudadanos. Una asamblea popular plasmará cómo los hilos movidos hábilmente por los políticos, los comerciantes y los medios de comunicación convertirán el científico en enemigo del pueblo.