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Muriendo la vida

¿Quien corre por el vertedero? ¿Qué figura (¿humana... Seguro?) corre entre la basura? ¿Un ser creado por Dios, hijo de Dios? No, Dios se olvidó de crearlo. Esta criatura se hizo a sí misma a partir de los desechos. Y desde entonces, corre por la mierda, se hunde en la mierda, vive en la mierda. Busca en la mierda un mundo mejor... que no encontrará nunca. Por eso no vive la vida, la muere, al igual que hace el “niño yuntero” de Miguel Hernández, que “empieza a vivir y empieza a morir de punta a punta”. La tesis de Wasteland no es otra que, mientras hay quien vive la vida, muchos, muchísimos seres humanos, la mueren.

La propuesta de Lluís Danés es terriblemente bella. Es un poema visual y sonoro. Tres músicos, capitaneados por el piano de Xavi Lloses, nos sumergen en la miseria de la mano de la música de Lluís Llach. Sonidos inquietantes, goteos, llantos, gritos, aullidos, golpes... Antes de que se levante el telón que oculta el vertedero (reproducción del Jardim Gramacho, de Río de Janeiro, que Danés vio en un documental quedando aterrado), ya estamos dentro. Cuando comienza Manolo Alcántara a gesticular, a dudar, a conocer la pobreza que lo rodea, ya nos hemos acomodado en nuestra butaca para creer, durante poco más de una hora, que sufrimos lo que sufren el personaje y los títeres de material reciclable (hechos de desecho, cuando mueran volverán a ser desecho...). La distancia entre el público y el espectáculo parece que desaparece, pero no vale engañarse: es la misma que hay entre el primer y el cuarto mundo. Y trona la voz cadenciosa pero poderosa, brutal de Eduardo Galeano: “Los desechables...”. Recita versos suyos, o historias de cuantacuentos. Narraciones que denuncian una injusticia, que lloran por un mundo mejor, que cantan la miseria.

El escenario es un espacio donde no deja de caer porquería por una gran tubería. El personaje actúa rodeado de desechos, se hunde entre los escombros, emerge de las profundidades de detritus. Ayudado por los títeres manejados por sombras intentará resistir pero la voz, la palabra de fondo será inexorable, despiadada, desesperanzadora. “Las bocas del tiempo cuentan el viaje”... El mensaje es implacable: “Los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada (...). Los nadies, que no son seres humanos sino recursos humanos (...). Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

El ritmo de la obra no desfallece en ningún momento. Alcántara es el actor ideal. Se mueve como sólo él sabe, creando auténticas coreografías bajo las notas de Llach, escondiéndose en rincones imposibles, sepultándose bajo la basura o caminando, “como el árbol de la vida”, con la cabeza escondida. La opacidad del espacio nos transporta (¡no! no nos movemos de nuestras sillas, no nos preocupemos...) al submundo del que nadie sale nunca. No hay ilusión. Es el infierno de Dante: “Lasciate ogni speranza voi che entrate...”

¿Quien corre por el vertedero? ¿Qué figura (¿humana... Seguro?) corre entre la basura? ¿Un ser creado por Dios, hijo de Dios? No, Dios se olvidó de crearlo. Esta criatura se hizo a sí misma a partir de los desechos. Y desde entonces, corre por la mierda, se hunde en la mierda, vive en la mierda. Busca en la mierda un mundo mejor... que no encontrará nunca. Por eso no vive la vida, la muere, al igual que hace el “niño yuntero” de Miguel Hernández, que “empieza a vivir y empieza a morir de punta a punta”. La tesis de Wasteland no es otra que, mientras hay quien vive la vida, muchos, muchísimos seres humanos, la mueren.

La propuesta de Lluís Danés es terriblemente bella. Es un poema visual y sonoro. Tres músicos, capitaneados por el piano de Xavi Lloses, nos sumergen en la miseria de la mano de la música de Lluís Llach. Sonidos inquietantes, goteos, llantos, gritos, aullidos, golpes... Antes de que se levante el telón que oculta el vertedero (reproducción del Jardim Gramacho, de Río de Janeiro, que Danés vio en un documental quedando aterrado), ya estamos dentro. Cuando comienza Manolo Alcántara a gesticular, a dudar, a conocer la pobreza que lo rodea, ya nos hemos acomodado en nuestra butaca para creer, durante poco más de una hora, que sufrimos lo que sufren el personaje y los títeres de material reciclable (hechos de desecho, cuando mueran volverán a ser desecho...). La distancia entre el público y el espectáculo parece que desaparece, pero no vale engañarse: es la misma que hay entre el primer y el cuarto mundo. Y trona la voz cadenciosa pero poderosa, brutal de Eduardo Galeano: “Los desechables...”. Recita versos suyos, o historias de cuantacuentos. Narraciones que denuncian una injusticia, que lloran por un mundo mejor, que cantan la miseria.