Inés Boza, bailarina y coreógrafa: “El baile libera el miedo, la represión y la inseguridad del cuerpo”
La primera vez que hablamos fue en la cafetería del jardín, en la librería La Central del Raval. Antes de ser un templo para los libros, este edificio había sido una capilla para las almas. Fue construida en el siglo XVII, pero durante la guerra civil la desacralizaron. Sin embargo, todo lo que contiene, cada cosa que sucede entre sus muros, sigue siendo sagrado. Aquella tarde, Inés Boza llevaba una chaqueta corta, que la hacía aún más bailarina.
La segunda vez que hablamos fue para mantener esta entrevista y, entonces, Inés Boza llevaba un abrigo largo, que la hacía aún más coreógrafa. En ambas ocasiones, le confesé que no tenía ni idea de danza contemporánea, ni de danza en general, y las dos veces ella me disculpó, y me contestó que siempre ha sido así, que, en España, la danza contemporánea es la gran desconocida en el mundo de la cultura. Y, quizá, la más marginada.
Inés Boza, su chaqueta corta de bailarina, vive en el barcelonés barrio del Besòs, con su hijo Pau Buenaventura, que tiene 21 años, toca el contrabajo y practica escalada en el rocódromo del barrio, uno de los centros más punteros en España, fundado por el escalador californiano Chris Sharma. El segundo nombre, Buenaventura, se lo puso a su hijo en homenaje a Buenaventura Durruti. Lo tuvo en la época en que preparaba, con su compañía, SenZa TemPo, la obra La canción de Margarita, donde recobraban la memoria de las mujeres que vivieron la Guerra Civil. Ese título alude a la Margarita de Goethe, pero también es una invocación íntima del dramaturgo, Pablo Ley, a la humilde mercería de su madre, en la derecha del Eixample, que se llamaba Margarita (la madre y la mercería).
Hay muchos libros de plantas y de danza en la biblioteca de Inés Boza, y sus hojas conviven juntas en las estanterías. A la entrada de su casa, sembró, cuando el confinamiento, un puñado de dondiegos de noche. Se han ido desplegando y expandiendo, y hoy crecen los dondiegos en los alcorques de los árboles de la Rambla de Prim, adonde aboca su callecita.
La Rambla de Prim es el Paseo de Gràcia de las clases trabajadoras. El alto standig consiste aquí en salir adelante. No hay restaurantes de lujo, pero hay un bar de Lugo. Colmados de paquistaníes, bazares chinos, bodegas de viejos emigrantes venidos del sur de España, aluminio y bayeta (así se templó el acero), la Rambla de Prim es una cicatriz de hormigón con palmeras y bancos de piedra.
Es en este paseo donde Inés Boza, su abrigo largo de coreógrafa, muestra a los vecinos los montajes que prepara en el centro cívico del barrio (Centre Cívic del Besòs i el Maresme), con su taller de danza, que se llama BesòsCreació. Estas piezas son creaciones comunitarias, y devuelven la danza al espacio público, como en la antigua Grecia.
Por ejemplo, este sábado, 9 de noviembre, a las 13h, los vecinos saldrán a la Rambla de Prim para representar el montaje L'hora del vermut, con sus sillas, sus mesas y sus bailarines con bandejas de camarero. Después de la actuación, se celebrará la habitual comida de traje, donde tú comes lo que yo traje, y viceversa. Como dice Inés Boza, lo contemporáneo es la vida. En las cenizas de su pelo, arde la danza.
¿Bailar es de pobres?
¿Bailar? ¿De pobres? ¡Bailar es de personas humanas!
Pero, tú, Inés, siempre has defendido las fiestas de los pueblos, las verbenas...
Recordando los bailes populares busco el sentido de bailar en escena.
¿Cuándo empezaste a estudiar danza?
De niña ya bailaba todo el tiempo. Pero no entré en el conservatorio hasta los 16 años. Esto es muy tarde en la danza. Ahora lo piensas y dices, ¡qué barbaridad!
¿A qué edad suele ser?
A los 5. De muy chiquitines. Yo empecé con 16 o 17. Y eso que siempre he sido una bailona. Hay como una frontera, algo que es diferente, y creo que toda la vida he intentado unirlo a mí. Esa fluidez, esa libertad..., eso es el baile.
¿Bailabas para tu familia?
¡Sí! Hacía coreografías, y las bailaba también para las señoras amigas de mamá. Era lo típico: ¡Niña, ven! Y la niña cantaba y bailaba. Me gustaba mucho. Eran las solteronas de mi barrio. Fíjate, antes se las llamaba así. Debían ser mucho más jóvenes que yo ahora.
¿Te inspirabas en el ballet Zoom de la tele y en las coreografías de Aplauso?
Es lo que debía de ver; pero yo no me inspiraba en lo que veía. Me basaba más en la música. Era muy imaginativa. Hoy, justamente, he leído un artículo sobre Waldo de los Ríos, fue director de la orquesta de Radio Televisión Española. El artículo iba sobre un documental que le han dedicado. Hablaba de su suicidio y, de pronto, recordé aquellas canciones. Son mi infancia, Mari Trini, Marisol, Miguel Ríos, el Himno de la Alegría... Cuando las escucho, digo: Ostras, lo llevo en el ADN.
¿Había tocadiscos en tu casa?
Sí, sí. Ponían mucho Los 3 Sudamericanos y Los Panchos. Siempre me acuerdo. También en el coche. Mi padre tuvo dos coches y solo tenía dos cintas de casete. Bueno, tuvo el 600, que no tenía casete. Era un 600 descapotable, de esos con caucho. Éramos tres hermanos, y recuerdo que íbamos muchos niños dentro. En aquellos tiempos, había muchos niños por todas partes. Venían los primos, los vecinos... Un día, me di cuenta de que realmente mi padre solo tenía Entre dos aguas, de Paco de Lucía, y Los Panchos. Y con eso se apañó.
La poesía se convirtió en el punto de conexión con mi padre
¿A qué se dedicaba?
Era procurador de los tribunales, había estudiado Derecho. Pero no era muy de música. Fue lector de poesía. Recitaba muy bien. En el colegio, aprendían poemas enteros de memoria. Eso lo he tenido que sufrir, porque, llamándome Inés, me han recitado el Doña Inés del alma mía..., desde el kiosquero de Granada hasta el vecino. Se lo sabía todo el mundo el Don Juan, de noviembre.
¿Te hizo lectora de poesía?
Sí. Lorca y la Generación del 27 fue nuestra unión. La poesía se convirtió en el punto de conexión con mi padre. Antes, las complicidades con los padres eran muy envidiadas por los hermanos. Ahora no, mi hijo está acostumbradísimo a ir solo conmigo o con su padre. Pero yo recuerdo haber ido sola con mi padre solo dos veces; porque siempre íbamos con todos los demás. Había poca complicidad. Pero teníamos la poesía. A mi padre le encantaba. Tenía Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Aún me sé alguna. La de los cuarenta gomeles a las puertas de Granada. Pero como conectamos de verdad fue con la generación del 27.
¿Tenía una explicación política su gusto por el 27?
No lo sé. Era de estos hombres que no se posicionaban políticamente; pero que estaban dentro del franquismo. No creo que fuera por ideología, pero su poeta era Lorca. Mi padre murió a los 64 años. Tenía cáncer en el cerebro y ya no podía leer. Le sometieron a aquellas quimioterapias tremendas, y no leía ni el periódico. El único libro que hojeaba eran las obras completas de Lorca, porque se sabía sus poesías de memoria.
¿Y tu madre tenía alguna inquietud artística?
No. Pero siempre ha tenido mucha necesidad de belleza. Bueno, hasta que se casó, con 30 años. Era la contable de la empresa de su padre, pero se casó y dejo de trabajar.
¿Cómo plasmaba esa necesidad de belleza?
Con la ropa y con la armonía en el entorno. Era una exagerada. Siempre estaba: ¡Oh, qué puesta de sol! ¡Es la puesta de sol más bonita de mi vida! Ahora tiene 93 años. Me llevé muy mal con mi madre desde bien pequeña. He sido de esas ovejas negras.
¿Eres la única artista de la familia?
Sí, y además me fui pronto de casa, y creo que para contento de ellos, aunque nunca lo dirían así. Era muy duro aquel mundo tan estrecho. La única manera de poder desarrollarme como persona fue irme. Hoy es al revés. Hoy, lo que más me gusta de mi madre es su absoluta vehemencia. Su capacidad para decir: ¡Es que nunca me había dolido así! O: ¡Nunca había visto una luna tan bonita! Es como si siempre fuera la primera vez. Ella no ha cambiado. He cambiado yo. He comprendido que mi madre vive en el presente absoluto. Eso es una virtud. Antes, me ponía muy nerviosa y ahora lo valoro.
¿Por qué elegiste la danza contemporánea?
Desde que entré en el conservatorio de Pamplona, vi que se abría un abismo entre el baile popular y los estudios de danza. Y reaccioné. ¿Sabes cuando la gente tiene un accidente y se le hace un agujero en la memoria? Pues yo tengo un agujero en mi memoria justo del momento en que me fui. Recuerdo que había unas clases de ballet clásico y contemporáneo. Se celebraba un festival. Era verano, y era el festival de Olite, en el castillo de Olite. No sé cómo, me enteré de que daban unas clases gratis de danza. La siguiente imagen que tengo soy yo haciendo dedo. Era un tiempo en que hacíamos mucho dedo entre los pueblos. Yo iba sola, ahora es impensable.
No te sentías en peligro.
Una chica siempre se siente en peligro. Siempre, siempre. Entonces, me recuerdo a la salida de Pamplona, en la avenida de Zaragoza, haciendo dedo para ir a Olite. De lo que no me acuerdo es ni de cómo me enteré de que existían esas clases, ni de cómo llegué.
Algo te llevó allí.
Pues sí, porque no era muy habitual, con 16 o 17 años, irte a eso desconocido. Y encima, llegué y los bailarines eran todos unos estirados. La actitud típica de los bailarines. Claro que, al ir tan rectos, se vuelven un poco así.
¿Te intimidaban?
Entonces, intimidaba un poco. No sé cómo llegué allí. Pero allí empecé.
¿Habías visto antes danza contemporánea? A veces, daban en la tele.
¿En la tele? ¡Qué va! En la tele, no recuerdo que dieran danza, aparte del ballet Zoom o la Raffaella Carrà. ¡Fan total de ella! Ahora más que en tiempos. Creo que fue la danza la que me vio a mí, cuando Antonio Gades me miró.
¿Cómo sucedió?
Un año, hicieron una programación buenísima en el teatro de Pamplona, el Teatro Gayarre, y fui a ver La casa de Bernarda Alba. Habitualmente, de las obras de Gades se conocen Bodas de sangre, El amor brujo... Pero La casa de Bernarda Alba, bailada, es brutal. Así que fui a verlo. Éramos muy jóvenes. Y él estaba allí, apoyado en la puerta, a la entrada del teatro, y me miró. Me miró mucho, y esa mirada a mí me atravesó para siempre jamás.
¿El flamenco se volvió importante en tu vida?
Claro. De muchísimas maneras. Una vez, ayudé a Paulina Fariza Guttmann, que somos amigas, porque escribía la primera biografía de Encarnación López, la Argentinita. Durante toda esa edad de plata de la danza española, que va desde los años 20 hasta el fin de la República, hubo una eclosión cultural brutal. Pero nos ha llegado muy mermada. Ha sucedido lo mismo con la Generación del 27. Las mujeres desaparecieron. Jorge Guillén se las quitó de en medio. Y en danza, también pasó. Se hicieron muchas cosas, hoy la mujer más recordada es la Argentinita. Pero hubo más mujeres que hicieron muchas cosas importantes. Eso me ha marcado.
¿Sigue estando vigente la Argentinita?
¿Has visto las películas de Saura sobre el flamenco? Ponía un ciclorama detrás de los bailaores y así los descontextualizaba de lo pintoresco. Quedaban ellos solos. No siempre el flamenco tiene que ir acompañado de los geranios, los lunares, el balcón y la peineta. Pues esto lo había hecho antes la Argentinita, en los años 30, en la compañía que montó con su hermana Pilar, y con Federico García Lorca y el torero Ignacio Sánchez Mejías. Ella fue la primera que, en los teatros, puso un ciclorama detrás de un bailaor, es decir, que limpió el flamenco de pintoresquismo. Y llevó a los teatros a las gitanas de Triana, las verdaderas, que solo actuaban en reductos.
Has creado un puente artístico para traer aquellas mujeres al presente. En tu último espectáculo, El salto del ciervo, que lo llevaste en octubre al Mercat de les Flors, les pasas el relevo a unas bailarinas muy jóvenes. Solo aparecen mujeres en la obra, pero grabadas en pantallas. En el escenario, estáis solas tú y la acordeonista.
Sí, físicamente, solo salimos la compositora Edurne Arizu y yo. Pero digitalmente participan muchas bailarinas. Algunas son muy jóvenes, porque en El salto del ciervo quería hablar de los puentes que hay entre generaciones. De hecho, esta obra forma parte de un proyecto más amplio, que he llamado Los puentes de la memoria. Se trata de una investigación sobre nuestra manera de construir el presente. Solo podemos hacerlo mirando atrás. Es necesario saber de dónde venimos. Almudena Grandes decía que la historia es el pasado y la memoria es el presente. Ahora mismo, quiero tender esos puentes de memoria entre nosotras y las generaciones presentes.
¿Tú vienes de un puente lejano?
Mi puente arranca en los bailes de los pueblos, y de repente me lleva a algo fundamental en mi vida, que es conocer, en Granada, a Nazareth Panadero y a Janusz Subicz, que eran bailarines de Pina Bausch. ¡Allí me explotó la cabeza!
¿Qué hacían en Granada?
Se celebraba el Festival Internacional de Teatro y Danza de Granada. Fue la gran escuela. Manuel Llanes, el director del festival, trajo a la ciudad todo lo que era la danza y el teatro. Luego, fue muchos años director del Teatro Central de Sevilla. Introdujo todos estos nuevos lenguajes escénicos. Les propuso a Janusz y a Nazareth hacer una creación en Granada. Nazareth es de Madrid, y Janusz, su marido, es polaco. Los dos trabajaban en la compañía de Pina Bausch, en Wuppertal. Pero les gustó el encargo y se cogieron tres años de excedencia. Yo estaba en la escuela de teatro de Granada, y me apunté a sus talleres. Y me cambiaron la vida.
Pero tú, a Granada, habías ido a estudiar Derecho.
En realidad, yo quería estudiar Psicología; pero no había en Pamplona, así que escogí Derecho. Supongo que por afinidad con mi padre, aunque recuerdo que él me dijo: Inés, este trabajo es aburridísimo. No lo hagas. Cursé hasta tercero en Pamplona, y en Granada seguí hasta quinto, que no acabé. Lo dejé a raíz del encuentro con Nazareth y Janusz. Tengo aprobadas cuatro asignaturas de quinto de Derecho. Me quedan financiero, mercantil... Las que me hubieran ido bien en la vida. Tanto el derecho como la danza aspiran a darle un sentido a las relaciones humanas, creo.
¿Para entrar en aquel taller había que pasar una selección?
Sí, sí, Nazareth y Janusz hacían selección, y me cogieron. ¡Guauuu! En Granada también estudiaba ballet. Ahí empecé a hacer contemporáneo. Bueno, en Pamplona también había empezado contemporáneo. Y, además, estaba en la escuela de teatro de Granada; pero es que en el teatro era todo tan estereotipado. A mí no me gustaba. Y de golpe, caí en el mundo de Pina Bausch.
¿Te sonaba el nombre de Pina Bausch?
No. Todo fue allí. Fue por Carles Mallol, que estaba en Granada, y era de Barcelona. Creo que él ya la había visto en el Mercat de les Flors. En esa danza encontré un tipo de poesía con el que me identificaba totalmente. Ellos construían y hacían danza, elaboraban un lenguaje artístico a partir de cualquier movimiento visto en uno mismo o en los demás. La gestualidad era todo. Se recurría a muchas improvisaciones basadas en tus gestos más personales. Todo es danza. Fíjate en las ancianas sentadas en el Metro, cómo se les balancean los pies. Bueno, ahora los asientos son más bajos. Si vas con cascos, oyendo música, y observas a la gente que camina por la Rambla, verás que todos van a tempo, o a contratiempo, o a doble... Hay una armonía.
¿Esa armonía cómo se genera?
Con la mirada. La danza está en todos, y está en la mirada.
Cuando empecé en la danza, todo el mundo aspiraba a tener un lenguaje propio
Inés, ¿por qué nos da miedo bailar?
Es brutal eso.
¿Por qué?
Por culpa de Platón.
¿Qué dijo?
No tenía razón.
¿En nada?
En separar el alma del cuerpo. Ahí es donde se rompió todo.
¿Pero es una cuestión de alma o de cuerpo?
Es que el cuerpo ha estado penalizado. El cuerpo siempre ha sido pecaminoso. Ha representado todo lo malo. Y resultaba que lo bueno era el alma, la mente, el intelecto. Por eso tenemos miedo de nuestro cuerpo.
¿Hay países donde la gente es más bailona?
Claro. Ahí está toda Sudamérica. Y África. Tienen otra relación con sus cuerpos. Pero, aquí, viniendo de donde venimos...
¿A tus talleres de danza se apunta gente que le da corte bailar?
Sí, pero incito mucho a bailar. El miedo tiene que ver con esa represión, esa inseguridad del cuerpo en general. Y se libera por el baile. Sobre todo, en las mujeres. En los hombres, toda la parte del cuerpo se ha enfocado más hacia lo que se llamaba educación física. En el deporte, la motivación es exterior, hay que conseguir algo fuera del cuerpo. En la danza, la motivación es interna. Pero todos tenemos ese miedo a involucrar el cuerpo, y a escucharlo por dentro. Curiosamente, en las clases de danza, la mayoría siempre son mujeres.
Se debe a que las mujeres os escucháis más.
Es evidente.
¿Por qué sucede?
Pues porque es un analfabetismo absoluto el que tenéis los hombres a nivel emocional. Analfabetismo, o sea, falta de educación.
A las mujeres tampoco os han educado tanto.
Mucho más. Estoy hablando en general. Mantenemos una relación emocional con nuestro cuerpo. Porque el cuerpo tiene una enorme relación con las emociones y con los pensamientos. Sin embargo, a vosotros se os ha educado como si el cuerpo fuera solo musculatura.
¿Dudaste entre teatro y danza?
No, siempre tuve claro que lo que yo hacía era arte escénico. La técnica es la danza, pero está condicionada al desarrollarse sobre un escenario, eso la convierte en arte escénico. Este lenguaje lo conocí por Nazareth y Janusz. Aquel taller duró seis meses, y luego fueron tres años de hacer el espectáculo. De los cien que empezamos, quedamos diez. Me di cuenta de que los gestos de danza de Pina servían para descubrir la condición humana. Vi que con el movimiento se puede llegar a desvelar el alma.
El cuerpo ha estado penalizado
¿Cualquier movimiento es danza?
Depende de la mirada. Pero se puede conseguir. Todo lo que es vida es movimiento. Y la danza es la vida. Es utilizar el lenguaje del movimiento para expresar algo. Hace mucho, le dije a mi hijo: ¿Hoy vas a clase de movimiento? Y me contestó: Claro, mamá, si no me moviese, estaría muerto.
Se pueden decir mentiras igual que con la palabra.
Yo creo que sí. Resulta más difícil porque hemos perdido la maestría. Los gestos, la manera de moverse de las personas, la manera de quedarnos quietos, todo eso habla de nosotros.
¿La técnica es la verdad o la mentira?
La técnica es muy importante, pero yo he ido un poco a la contra. Muchas veces, la técnica se utiliza solo para epatar. Para que digan: ¡Oh, qué difícil, es que yo no lo puedo hacer! La danza llamada más culta se ha acabado pareciendo al deporte de competición. Fíjate en que los bailarines se retiran muy temprano, como los futbolistas, o sea, con 40 años, fuera.
Los de danza clásica.
Y contemporánea también. Se desgastan físicamente. Yo siempre he querido que el espectador se sienta identificado con quien está en escena, y para eso tiene que parecer que lo que haces es muy sencillo y que el espectador también lo haría.
¿Qué diferencia hay entre la danza y el bailoteo?
Platón.
¿Por el discóbolo?
¡Ese fue Mirón! Aquí, volvemos a encontrarnos con el cuerpo como algo negativo. La diferencia entre el baile popular y la danza clásica es el tabú de las caderas. En danza clásica están prohibidas las caderas. Para levantar la pierna, tú no puedes mover la cadera.
Las caderas salen en una canción de los Burning, Mueve tus caderas.
La cadera no deja de ser una articulación. En realidad, una cadera es la articulación del fémur en la pelvis. Por ejemplo, las bailarinas de danza oriental se ponen el pañuelo en la cadera, pues es donde está el movimiento de la pierna. En el tronco. A veces, nos parece sensual. Pero no lo es necesariamente. Ni sensual, ni sexual. Si dejas que tu cuerpo fluya, la pelvis es el sostén, el contenedor. La elegancia está en permitirle fluir a la pelvis. Es la manera de dejar tu peso en la tierra y elevarte.
La elegancia está en permitirle fluir a la pelvis
En tu danza hay algo telúrico. Fuiste a aprender flamenco a las cuevas de Granada, has convertido en danza los carnavales de las montañas de Navarra, has bailado la danza del vientre en el desierto egipcio, le has dedicado un espectáculo a los zahoríes, en tu último espectáculo invocas a un ciervo.
Lo único que sé es que he tenido que aprender a apoyar el peso en la tierra. Pero, de todo esto que dices, yo, la verdad, es que ni me doy cuenta. ¿Telúrico? No sé. Cuando llegué a Barcelona, la gente se iba a Nueva York a crear. Pero a mí me interesaba el Sacromonte, en Granada. Para mí, crear consistía en una búsqueda de la verdad, de esa voz honesta, propia, de trabajar con lo que uno conoce.
Grabasteis una pieza alucinante en los tejados de Barcelona, ¿de qué manera biográfica los conocías?
¿Te refieres a Capricho? Es la primera parte de La trilogía del agua. Hicimos esa pieza de vídeodanza con lo que teníamos más cerca, las terrazas del barrio Gótico. Habíamos ido a vivir a una casa, frente al Palau de la Generalitat, que antiguamente fue la vivienda de una portera.
¡Es verdad! Antes, las porteras tenían la casa en los terrados. En la terraza de la Universidad de Barcelona también vivía un ujier. Me acuerdo de haberlo visto, con la bata gris.
Me gusta escuchar a los fantasmas y, ya te imaginas, aquellos terrados deshabitados con esos gallineros vacíos estaban llenos de fantasmas. En sitios así, te haces muchas preguntas. Resulta que en la casa había vivido la abuela de Carles Mallol. Quedaban los restos de un lavadero de hormigón, donde lavaban la ropa a mano. Empecé a meterme en ese mundo, a escuchar los fantasmas del lugar, a visualizar la vida que había tenido aquel sitio.
¿Y qué veías?
Veía a las vecinas allí arriba, hablando de sus cosas, riendo, dejando secar la ropa en los tendederos. Así se nos ocurrió esa imagen de tender a las bailarinas por el pelo, de hacerlas desfilar con palanganas sobre la cabeza como lavanderas. Éramos Mercedes Recacha, que es una grandísima intérprete de danza, Carme Vidal, yo... De esas visiones salió todo. Pero las azoteas llenas de fantasmas, hoy, están llenas de aires acondicionados.
También tuviste la visión de un zahorí.
Eso fue cuando quisimos hablar de la sequía. Por eso metimos a los zahoríes. Es la tercera parte de La trilogía del agua. Aquí tuve que plantarme. Tenía todo el rato en mente el desierto de dunas porque lo había visto en fotos, pero yo solo conocía el secarral ibérico, los Monegros... Y me dije: Vale, lo que quiero es hablar de mi desierto, del que yo conozco. Creo que, en mi caso, lo telúrico es buscar dentro de una misma.
Si quieres que cambien las cosas, empieza por cambiar tu metro cuadrado
En Navarra, montaste una coreografía sobre los carnavales de Zanpantzar. Es una fiesta muy conocida. Un grupo de hombres con pieles de oveja marcha con unos cencerros enormes, de diez kilos, colgados de los riñones. Para documentarte visitaste al antropólogo y etnólogo Julio Caro Baroja, era uno de nuestros mayores sabios. ¿Cómo fue todo aquello?
Me ayudó una amiga de mi hermana, que es de Vera de Bidasoa, o lo eran sus padres. Eran los vecinos de enfrente de Caro Baroja. Yo me había leído un libro suyo sobre las brujas, donde decía que las brujas tenían manchas rojas alrededor de los ojos. Y yo, con esto rojo que tengo en el ojo desde que era pequeña, imagínate cómo fui. Resultó ser un hombre muy amable, y muy ameno. Me recibió en batín. Un batín de seda. Pero estuvo muy académico conmigo, y parece que no le interesaban mucho mis interpretaciones. Normal, un sabio erudito, y le viene a ver una chavala de 26 años con un montón de teorías intuitivas. Bastante hizo con recibirme, porque vaya morro que tenía yo también.
¿Cuáles eran tus teorías?
Que Zanpantzar es una danza pagana. Tiene un ritmo binario. Y el movimiento es pélvico. Lo prohibido. Pero esto yo no lo supe hasta que lo probé. Pensaba que agitaban los cencerros con otro tipo de movimiento. Además, es una tradición del carnaval, por tanto, tiene sentido que se haya mantenido enmascarada como danza pagana. No es que nadie diga que es una danza pagana, es que nadie lo ve ni siquiera como una danza. Entonces, es cuando mi imaginación empieza a funcionar, y monté esa coreografía solo de mujeres recorriendo un valle de Navarra con los cencerros de Zanpantzar.
Puede que los cencerros estén sustituyendo un cinturón de cascabeles primigenio, y por eso el movimiento es pélvico. Es un baile. Y quizá tienes razón en que, en su origen, las danzantes fueran mujeres en procesión. Le devolviste su verdad al rito con tu coreografía.
Probablemente lo de las mujeres sea cierto, porque me acuerdo que el tipo del mesón donde nos hospedábamos estaba absolutamente sorprendido de que a nosotras no nos hubiera costado nada hacerlo.
¿Viniste a Barcelona directamente desde Granada?
No. Estuve antes en Alemania; Carles, en París, y luego nos reencontramos aquí. Vine en los 90. Estaban las compañías Metros, de Ramón Oller; Mudances, que era la de Àngels Margarit...
¿Mudances es la que sale de Heura? Es la generación pionera de la danza contemporánea en Barcelona.
Si, Heura fue anterior. Y Mudances la creó Àngels después de estar en Heura.
Pero no tiene nada que ver con el bar Mudanzas, del Born.
¡No, no! ¡Ay, yo iba mucho al Mudanzas! Pero no están relacionados para nada, ¿vale? Yo creo que Àngels Margarit, que ahora es la directora del Mercat de les Flors, le puso ese nombre porque es un término de la danza. Una mudanza es cierto paso de danza. El caso es que llegamos a Barcelona, y nos fuimos a Bugé, en les Corts, que era un centro donde estaban Àngels Margarit, con Mudances, y los de l'Anònima Imperial. Allí empezamos Carles y yo. Pero no teníamos idea de cómo montar un espectáculo, más bien era una continuación de lo que habíamos hecho. Entonces, me di cuenta de que ese lenguaje que había descubierto podía desarrollarlo aquí. Comprendí la libertad que me daba ser una chica de provincias. El mundo era nuevo, todo era nuevo para mí.
¿Entonces montáis la compañía SenZa TemPo?
No, no. Nosotros empezamos a trabajar de una manera menos directa. Primero, creamos un espectáculo que se llamaba SenZa TemPo. Luego, nos empezaron a llamar siempre los SenZa TemPo, de un modo general, de manera que tres o cuatro años después lo acabamos adoptando como nombre de la compañía. Aquel primer espectáculo fue un pelotazo, en la modesta medida de los pelotazos en nuestro mundo. Era el año 91, y era en España.
¿Cómo era aquel mundo de la danza en Barcelona?
Había muchas compañías, y cada una tenía sus bailarines, eso daba lugar a que se generase mucha originalidad. Todo el mundo aspiraba a tener un lenguaje propio. A nosotros, nos recriminaban que teníamos mucha influencia de Pina Bausch. Pero, a ver, todos tenemos influencias. Tampoco existían en aquel momento centros de creación como La Caldera, que la fundamos nosotros en el año 95, en el barrio de Gràcia.
¿Qué es La Caldera?
Algo muy bueno. En 2006 nos dieron el premio nacional de Danza. Fue un impulso pionero, aglutinador del mundo de la danza. Nos juntamos nueve coreógrafos. Estaban Álvaro de la Peña, que luego tomaría la iniciativa con el proyecto Barris en Dansa, Montsé Colomé, Sol Picó, Alexis Eupierre, Toni Mira... Alquilamos una vieja fábrica de cinturones que había en la calle Torrent d'en Vidalet, y la reformamos con nuestras propias manos. Poner el suelo de madera, pintar las paredes de blanco. Casi se nos cae un muro encima. Estuvimos allí muchos años, ensayando, actuando..., hasta que cerramos porque nos denunció un vecino que se quejaba del ruido. Ahora, La Caldera continúa en el barrio de les Corts, donde estaban antes los cines Renoir.
¿Qué os caracterizaba a vosotros como compañía?
¿A SenZa TemPo? Pues mira, cuando Carles y yo montamos nuestro primer espectáculo, hicimos un trabajo muy sencillo, y muy emotivo. Y lo más innovador es que había mucho humor. Entonces, en la danza contemporánea no se llevaba el humor. Fue una época en la que había mucho contacto con el público. Así fue como empezamos. Y el resto lo dejamos en manos del destino.
¿A dónde os llevó vuestro destino?
Nos llamó Anna Rovira, que tenía la Nau 18, en Girona. Era una masía muy antigua, de hacía siglos. Este fue nuestro primer contrato. Luego, tuvimos un bolo en la Universidad de Salamanca. Y después nos fuimos a un festival que se llamaba Dansa València, que ahora ha vuelto. Era poco antes de los Juegos Olímpicos y de la Expo de Sevilla, y España se había puesto de moda. Mientras lo vivíamos, no nos dábamos cuenta; pero ahora entiendo por qué pasaba todo aquello. Con el dinero que ganamos en Salamanca, montamos una especie de festival off aprovechando el Dansa València. Nadie nos había llamado, pero es que ni nos conocían. Le alquilamos un local a una compañía de allí para presentar nuestro montaje.
¿Ibais los dos a la aventura?
Entonces éramos tres, porque teníamos una iluminadora, Gina Gascón, que era inglesa, y que lleva ya años viviendo en Australia. Yo diseñaba los carteles. Usaba siempre papel reciclado, y el hombre de las fotocopias se cabreaba y me decía que no volviera más porque el papel reciclado le dejaba pelillos en la fotocopiadora. Bueno, pues en el festival de Valencia había una mujer, Agnès Blot, que ha sido una agente de artistas. La amo, vive aquí, en Barcelona. Se encargaba de los programadores extranjeros, y fue a buscarlos al aeropuerto para llevarlos al Teatre Principal a ver no recuerdo qué compañía. Pero el avión llegó tarde y, entonces, les llevó a vernos a nosotros. Lo hizo por pura intuición, ella no nos había visto nunca. Y a los programadores les flipó. A partir de ahí, fuimos por Europa y a Estados Unidos. ¡Con nuestro primer espectáculo!
Que no sea convencional no implica que la danza contemporánea deba resultar elitista
Te has dedicado más a la dirección que a la interpretación.
Siempre me ha gustado mucho la dirección. Siempre he hecho la dirección de mis espectáculos. Lo que más me gusta es crearlos. Estar en escena, también, pero menos. Me fascina crear a partir del material de la gente. Escuchar sus historias y utilizar el lenguaje de la danza para representar esas historias. Siempre con una lógica poética; no con una lógica narrativa. Nuestra mente funciona así. No es cronológica, ni lógica. Por eso siempre acabo creando unas historias muy surrealistas.
¿Cómo te organizas?
¡Un lío! Primero me aparecen como ideas o imágenes. O siento una necesidad de hablar, por ejemplo, de zahoríes. O cuando estoy en el terrado y empiezo a notar que escucho la vida que hubo ahí. También me han influido mucho los sueños; pero son más como visiones, como imágenes que aparecen. Como la del ciervo. Y, a partir de ahí, voy construyendo, escribo escenas, las dibujo. Soy bastante caótica. Lo voy haciendo todo poco a poco y luego vuelvo. Al final, dejo muchísimas ideas en el cajón. La creación está llena de renuncias.
¡Pero nunca renuncias a crear! ¡Aquí, en el barrio, montaste BesòsCreació!
¿Te cuento la historia? Fue porque daban clases de flamenco en el centro cívico. Había tenido mucha relación con los de Increpación Danza, que hacen flamenco contemporáneo. Son la Montse Sánchez y el Ramón Baeza. Eran como compañeros. Una de las bailaoras, Helga Carafi, impartía clases aquí y me apunté. Era una machacada, entre La Caldera, el niño... Pero en una cena hicieron un sorteo, y me tocó un bono para tener más clases gratis. Así que estuve dos años yendo con Helga, para aprender flamenco. Entonces se cerró La Caldera de Gràcia y como, en aquella época, los centros cívicos estaban infrautilizados por las mañanas, porque las actividades se hacían cuando la gente salía de currar, les propuse hacer una residencia. Poder ensayar allí a cambio de hacer un taller de teatro-danza.
¿Y disponían de un espacio adecuado?
Sí, en el último piso. Hay una sala de danza preciosa con suelo de madera, machacado por los flamencos. Los flamencos son muy tremendos. Ahí nació BesòsCreació, que es el nombre que le dimos al taller. Ya han pasado unos diez años... Nunca había dado clases, y, al verme ante gente que no era del ámbito profesional, me dediqué a descodificarlo todo, la terminología, la técnica, para hacerlo más asequible.
En el centro cívico, como en la antigüedad clásica, la danza acaba confluyendo con la gimnasia.
Me ha sucedido con las señoras. Pero fue por la pandemia. Loli, que es la presidenta de Ámbar Prim, una asociación de mujeres que ya lleva funcionando 30 años, y ellas tienen una media de 80, me dijo: ¿Tú no podrías darnos unas clases aquí? Porque las de gimnasia llevan con el confinamiento dos años, sin salir, ni hacer nada, y necesitamos alguna actividad física. Bueno, pues empezamos a hacer gimnasia, pero luego nos pusimos a ensayar, y enseguida hicimos en plena Rambla de Prim el espectáculo de La partida. Le damos la vuelta al relato. Los hombres tejen sentados en los bancos, las mujeres juegan una partida de dominó en medio de la Rambla, y otro grupo de mujeres irrumpe bailando.
¿En esas creaciones la gente es consciente de que está haciendo danza contemporánea?
Es que lo contemporáneo es lo que está vivo.
¿Qué sientes al ver que la danza está en la calle con la gente del barrio?
Me conmueve. Y más al recordar que habíamos sido un poco pioneros con SenZa Tempo, porque cuando empezamos a llevar Capricho por los festivales de calle, todo eran pasacalles, fuegos, zancos..., pero no había este tipo de teatro. Nos pusimos a adaptar nuestra pieza, que había nacido en un terrado del Gótico, a los tejados de San Sebastián, Polonia, Londres... Daba igual, solo necesitábamos colgar las cuerdas de tender. Siempre he creído que las ciudades tienen espacios poéticos.
¿Que una bailarina de 62 años suba a un escenario es una reivindicación?
Significa un esfuerzo y una responsabilidad, y una coherencia. Si quieres que cambien las cosas, empieza por ti. Empieza por cambiar tu metro cuadrado. La gente que lo reciba podrá identificarse si tiene una cierta edad, y para otras puede servir de referente. Cuando estuve en Essen, en la universidad de Pina Bausch, se me quedó grabada la imagen de Susanne Linke, una coreógrafa. Nos parecía mayor, y allí iba con sus mallas, y su bolsa de trabajo a ensayar. Me impactó. Es importante tener referentes de esta edad, sobre todo siendo mujeres. Hay que acabar con el edadismo.
Hay que acabar con el edadismo
Vives cerca del centro cívico, en una calle de casitas bajas, que han resistido a la especulación. Fueron construidas hace más de cien años, a principios del siglo XX. Pura arquitectura popular catalana. Cuando llegaste, empezaste a ajardinar tu casa y tu parte de la acera. Los vecinos se animaron, te imitaron y, con el tiempo, se ha convertido en una calle peatonal muy bonita. A veces, sacáis las mesas a la calle para celebrar comidas de vecinos al aire libre. ¿Ha sido esta tu manera de cambiar tu metro cuadrado y de intervenir sobre el espacio público?
Creo que el tema del espacio público va unido al disfrute. Lo he comprobado en las piezas que montamos en la calle con BesòsCreació. La gente se lo pasa bomba actuando. Me sorprende, porque yo siempre he sido muy tímida para el escenario. Salir a la calle para danzar sirve para mostrar como algo normal lo que se tilda de minoritario. Que no sea convencional no implica que la danza contemporánea deba resultar elitista. Se puede ser original sin ponerse exquisito. La gente que ve el espectáculo en la calle se queda a mirar. Y es un público que no está domesticado. Hay una verdad en esa relación entre el público y la danza. Y, a la vez, es apasionante trabajar con gente amateur. Reúne una diversidad maravillosa que es muy difícil tenerla en otros ambientes.
Oye, Inés, ¿cómo es la relación de una bailarina con las plantas?
En mi caso, formidable, porque he estudiado floristería. He tenido un jardín en el Rosselló mucho tiempo.
¿Las plantas bailan?
El viento las mueve y ellas se mueven. Lo que pasa es que no lo apreciamos. Pero tú sabes que Darwin también era botánico. Escribió un tratado que se llama El poder del movimiento en las plantas. Ahí da a entender que las plantas son inteligentes. Por supuesto, es otro tipo de inteligencia. No necesitan matar a nadie para alimentarse. Y son muy generosas. Nos dan todo lo que tienen. Siempre me he entendido muy bien con ellas. A lo mejor es porque soy hipotensa. La verdad es que tenemos tanto desconocimiento de las plantas como de nuestro cuerpo.
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