Matías Granja, el indiano que inundó el mundo de nitrato chileno y amasó la fortuna detrás del Palacio de Marivent

El Palacio de Marivent, la finca mallorquina que debía ser un museo público y que Franco decidió convertir en casa privada de los reyes de España, tiene su origen en el desierto chileno de Atacama. En plena fiebre del salitre, el boom de la extracción de este nitrato que fertilizó los campos de todo el mundo desde finales del siglo XIX, un leridano, Matías Granja, amasó con su comercio una auténtica fortuna. Y legó una herencia con la que se levantó la actual residencia de la familia real. 

La del indiano Matías Granja es una historia casi desconocida en España. No así en Chile, donde se convirtió en uno de los mayores industriales de la época dorada de las minas de salitre. Matías Granja. Òpera i Salnitre, del historiador Sisco Farràs, de Lleida, indaga en su figura y documenta cómo el 50% de su herencia fue a parar a su exmujer, la francesa Laura Mounier, por entonces aparejada con el artista griego Juan de Saridakis. Enamorados de la isla de Mallorca, ambos se hicieron construir el Palacio de Marivent en 1923.

Varias décadas antes, a finales del siglo XIX, Granja se adueñó del negocio del salitre en la región chilena de Aguas Blancas, construyendo minas, colonias, líneas de tren y puertos para su exportación. Con su muerte en 1906, a los 66 años, se ahorró presenciar el derrumbe de su imperio, las huelgas obreras y la gran masacre de 1907 y, por último, la crisis del comercio de ese mineral, que en España dejó una particular huella: los icónicos mosaicos de publicidad de Nitrato de Chile que todavía conservan algunas fachadas. 

Sin rastro en Lleida y palacios en Chile

Matías Granja nació en Sort, un pueblo de la comarca pirenaica del Pallars Sobirà (Lleida), en 1840. Pero poco se sabía de él en la zona hasta que Farràs, historiador y coleccionista local, dio con su nombre en uno de los volúmenes de El progreso catalán en América, una suerte de biblia de la emigración catalana. 

Mientras que en Chile sus herederos construyeron un notable patrimonio arquitectónico, entre ellos los palacios Astoreca de Santiago y de Iquique –con el apellido del que fue su amigo, cuñado y socio, Higinio Astoreca–, en Sort todo lo que quedó de él fue la leyenda de cómo se marchó del pueblo. “Según la memoria oral, Granja provocó un incendio en la iglesia y por eso se fue”, señala Farràs. Tenía apenas 15 años. 

Granja vivió en Barcelona y un tiempo después emigró a Chile, donde fue progresando en el plano empresarial gracias a la importación de bienes de Europa y a su interés por la industria del salitre, todavía por explorar. Por aquel entonces fue cuando se casó con Laura Mounier, una cantante y bailarina francesa que conoció durante un espectáculo en Valparaíso. Su matrimonio fue breve, de apenas unos años, pero condicionaría todo el legado de la fortuna del empresario leridano. 

Amo y señor del monopolio del salitre en Aguas Blancas y propietario de otras explotaciones en Tarapacá, llegó a exportar 276.000 toneladas al año. Para alcanzar esas cifras, no solo abrió numerosas colonias mineras en medio del desierto, las llamadas oficinas salitreras, sino que construyó un ferrocarril que les dio salida al mar y creó de cero la localidad costera de Caleta del Coloso, de donde salían los barcos.

El historiador Farrás estuvo en Caleta del Coloso recientemente, para su investigación, y lo que vio es que no quedaba nada de aquel proyecto. “Está todo absolutamente desmantelado, solo queda un pequeño puerto pesquero”, señala Farràs sobre una localidad que llegó a albergar 3.000 habitantes y dos muelles de mercancías de 100 metros cada uno. Tras la crisis del salitre, en la década de 1930, se vendió todo el complejo a un empresario inglés, Robert Bell, que lo desmanteló y lo revendió como chatarra. 

Semiesclavitud y huelgas sangrientas

De las minas y colonias salitreras de Granja tampoco queda rastro, aunque sí se ha estudiado cómo operaban y las condiciones en las que malvivían sus empleados, mayoritariamente argentinos, bolivianos o peruanos. Por un lado, estaban las minas a cielo abierto, donde se extraía el salitre de las rocas, que luego se trasladaba a la zona industrial en la que se trataba antes de comercializarlo. Junto a la fábrica, se desplegaba la colonia de viviendas de los trabajadores. En medio del desierto, alejados de cualquier núcleo urbano, los empleados cobraban en fichas que solo se podían gastar en las tiendas de la propia oficina

“El grado de explotación era brutal: jornadas extenuantes de 12 horas, alimentación deficiente, elevada tasa de accidentes laborales, ausencia de servicios…”, detalla en el libro Farràs. Por ejemplo, señala, de las 50 colonias de la zona de Tarapacá, solo una tenía servicios sanitarios. Y no era de Granja.

Las condiciones de semiesclavitud en las minas desataron huelgas cada vez más numerosas. Granja mandó reprimir algunas, que le pillaron de viaje en Europa. La mayor y más sangrienta movilización minera fue un año después de su muerte, la conocida como la Matanza de la Escuela Santa María de Iquique. El Ejército, bajo las órdenes del presidente Pedro Montt, masacró a cerca de 2.000 personas que se refugiaban en el centro. El ministro de Interior, Rafael Sotomayor, había sido abogado y mano derecha de Granja, además de heredero de parte de su fortuna. 

“Siempre digo que Granja tuvo la buena suerte de morir antes de la matanza en la que muy probablemente había trabajadores de sus oficinas”, complementa Farràs, que recuerda que el disco Santa María de Iquique. Cantata Popular, del grupo Quilapayún, está dedicado a esa masacre. 

Con su muerte, la mitad de la herencia fue para Laura Mounier y la otra, para varios de sus familiares. Estos últimos tuvieron que hacer frente a una serie de deudas contraídas por Granja que les acabaron asfixiando.

Un año después del fallecimiento, Mounier, de 56 años, se casó con el joven Saridakis, de 32, y ambos se entregaron a una vida de arte y viajes propia de la belle epoque chilena. 

Años después, afincados en Mallorca, decidieron construir la mansión de Marivent. Mounier murió en 1937 en Niza, adonde huyó por la Guerra Civil, y Saridakis regresó a la isla tras la contienda, para casarse con Anunciación Marconi, precisamente la mujer que había cuidado a Mounier. Desde entonces, Saridakis comenzó a ampliar la colección artística que quiso convertir en el museo para el que el régimen franquista tenía otros planes.