El desconcierto ante la espesa situación política de Cataluña roza por momentos el absurdo. De repente Alicia Sánchez Camacho se ha personado ante el estado mayor de su partido para intentar vender a sus jefes y correligionarios un nuevo modelo fiscal similar al que el propio Artur Mas quiso vender en vano a Mariano Rajoy hace algo más de un año y cuyo rechazo actuó de desencadenante de la actual crisis institucional, como es público y notorio. Es decir, un trato financiero especial para Cataluña con solidaridad limitada. La iniciativa suscitó el lógico pasmo general.
La fulminante reacción de Mª Dolores de Cospedal y los principales barones regionales del PP explica la parálisis del impávido inquilino de la Moncloa, atenazado por el fantasma de la insurrección en el frente exterior e interno. En su última comparecencia en el Senado, donde se empleó con dureza frente a las acusaciones de CiU sobre la desinversión estatal en Cataluña, Rajoy evidenció sin embargo que el silencio ya no sirve para capear ni una cosa ni otra. Hoy hasta los empresarios catalanes ya no entienden lo que llega desde Madrid para intentar encauzar la situación creada por el giro soberanista de la Generalitat. Mientras tanto, los últimos sondeos sobre intención de voto confirman de nuevo la descomposición del statu quo político de Cataluña y la configuración de un nuevo mapa en el que ERC se afirma cada vez más como nuevo eje del espacio central.
Ante el creciente acoso electoral de Ciutadans y la amenaza de irrelevancia política de su partido en Cataluña, Sánchez-Camacho ha sacado de la chistera el gran conejo blanco del último congreso del PP catalán y se ha lanzado con armas y bagajes a la senda de las terceras vías abierta por Josep Antoni Duran i Lleida, quien cuando menos ha roto el esquema binario del debate político sobre el futuro del país. Como se recordará, primero fue el “sí o sí”, luego vino el “sí o no” y ahora estamos en un incierto “sí, no o ya veremos qué”, fórmula que alienta aún más la inventiva y el surrealismo. La entrañable escena del sofá protagonizada recientemente en el Parlament por la dirigente popular y el primer secretario del PSC, Pere Navarro, es de lo más naïf que se recuerda en la coreografía de la política catalana reciente.
Tormenta de cerebros
La última aportación al brainstorming catalán es del inevitable conseller Francesc Homs, cerebro gris del giro soberanista de CDC, quien ha propuesto convertir las elecciones europeas del próximo mes de mayo en una previa apoteósica de la consulta soberanista. De este modo, el Gobierno de Artur Mas ha diseñado para la fase supuestamente resolutiva del ajuste económico un calendario cargado de emociones fuertes y expectativas de gran calado, a cual más incierta. Un marco idóneo para recuperar la senda del crecimiento y remontar la crisis social. En este contexto, la cuestión ya no será únicamente a quién votar en las urnas, sino saber qué es lo que se va a someter a votación exactamente en los comicios de los próximos años. El sufragio universal cobrará así una dimensión desconocida.
Para empezar, en la primavera de 2014 aguarda el ya citado simulacro encubierto de referéndum anunciado por el inefable Quico Homs, al que debería seguir a finales de verano la gran consulta sobre la independencia, según la hoja de ruta acordada por CiU y ERC. En el caso de que se incumplieran estas previsiones podría haber elecciones legislativas adelantadas a finales del mismo año o, en última instancia, elecciones ‘plebiscitarias’ en 2016, coincidiendo con el final del actual mandato de Artur Mas. Antes de llegar hasta ahí, sin embargo, el país deberá también renovar sus ayuntamientos a mediados del año 2015, con la explosiva carga política añadida que puedan tener las municipales en la actual situación de crisis institucional, que afecta incluso a la Corona.
Este tremendo guión quedará listo en cuestión de pocas semanas, ya que el Parlament de Catalunya, a inciativa de CiU y ERC, se ha emplazado a fijar antes de fin de año la fecha y la pregunta de la consulta, quieran o no en Madrid. Se comprende que la fase inicial de vértigo esté dando paso a la del pánico, estado propicio para las improvisaciones de última hora y las carreras en los despachos oficiales en busca del argumentario del día para afrontar la fase cruda del seísmo.
Acaso lo más inquietante de la crisis política actual es que el aventurerismo, el inmovilismo y, en general, la pobreza del debate público están haciendo aflorar con crudeza el lastre de ignorancia que alimenta el cainismo enquistado aún en la sociedad española. La OCDE ha certificado por enésima vez este penoso estado de cosas con su diagnóstico sobre el grado de preparación de los adultos en nuestro país, aunque basta seguir la televisión y las tertulias radiofónicas para atisbar y comprender el estremecedor proceso de desalfabetización de amplios sectores de las clases medias.
Los bajísimos índices de competencia en los ámbitos de la comprensión lectora y el cálculo matemático son un indicio de nuestras limitaciones en la producción de ideas y pensamiento, y en la aplicación de la lógica y la razón ante los problemas complejos. Tenemos sin duda un problema de fondo muy serio, pero no es ni mucho menos el que suele encabezar a diario los titulares de los medios y da de comer a los tertulianos. Ni siquiera es el agravio de la balanza fiscal o el maltrato de los presupuestos del Estado en inversión pública. El verdadero problema que está minando la concordia civil se llama educación y cultura.
El problema de fondo
En efecto. El gran error del estado autonómico no fue tanto de orden político-financiero (la doctrina del llamado café para todos, con las excepciones fiscales vasca y navarra) sino, sobre todo, educativo y cultural. Los constituyentes malograron la ocasión de sellar la convivencia de las diferentes lenguas y culturas del país más allá del reconocimiento formal de la existencia de nacionalidades y regiones y la aceptación de la cooficialidad de lenguas en los territorios bilingües. Tal vez era demasiado pedir en aquellas circunstancias de tantos esfuerzos y renuncias en beneficio del consenso político y social.
A la luz de la experiencia de las últimas décadas, la Constitución debería haber extendido al conjunto del Estado de forma real, efectiva y práctica la idea de pertenencia de sus variantes lingüísticas y culturales, así como la coexistencia de diferentes hechos nacionales como fundamento de la idea misma de España. Con el paso del tiempo, los recelos atávicos y las servidumbres del pactismo y el tactismo derivadas de la coyuntura histórica han aflorado como la aluminosis sobre los cimientos del edificio constitucional construido en los albores del último tercio del pasado siglo. En síntesis, la monarquía parlamentaria debería haber sido, también, de carácter plurinacional, huyendo de la vieja retórica heredada del nacionalismo castellano que se autoproclama eje y tutor de la indisoluble unidad de España.
Hoy las grietas son muy considerables y amenazan la habitabilidad y estabilidad del edificio. Es hora de admitir que en 1978 se desperdició la oportunidad histórica de crear un modelo de enseñanza común y, a la vez, diverso que permitiera a las comunidades bilingües aplicarlo sin trabas de acuerdo con su propia especificidad y tradición lingüístico-cultural, por un lado, y que estableciera al mismo tiempo con carácter obligatorio en el resto de las comunidades la divulgación o el conocimiento básico de todas las lenguas de rango oficial, por otro. De haber sido así, los niños extremeños y catalanes –por poner un ejemplo- no estarían hoy tan expuestos a los excesos y bromas de mal gusto que se cruzan a diario a cuenta del debate territorial, en una patética exhibición de ignorancia y apego visceral a los estereotipos y prejuicios más rudimentarios.
La “cruzada” de Wert y Bauzá
Pese al estruendo que reina en torno a la cuestión, el verdadero problema de hoy no son las eventuales carencias, excesos o intenciones ocultas del modelo de inmersión lingüística aplicado con éxito desde hace más de treinta años en la enseñanza obligatoria en Cataluña, sino el enajenamiento y hasta la ignorancia de las lenguas y culturas no castellanas en el sistema escolar de diseño estatal. Costará generaciones reparar este desaguisado, en el que los nuevos ideólogos del nacionalismo español se aplican con una obcecación digna de mejor causa.
Todo ello se debe en parte a la debilidad y falta de convicción de quienes predican desde la izquierda y el centro la fórmula federal o confederal como vía de salida natural del audaz experimento autonómico español. El modelo suizo, donde los escolares y todos los ciudadanos en general reconocen, comparten y utilizan en mayor o menor medida las cuatro lenguas oficiales propias de los diferentes cantones del país -francés, alemán, italiano y romanche- debería contribuir de forma constructiva al debate sobre la inevitable reforma constitucional.
De momento, sin embargo, el panorama es desolador. Produce escalofríos el enconamiento de quienes se atribuyen la misión de “salvar” el castellano en Cataluña mientras el catalán –al igual que el euskera y el gallego- apenas se conoce y usa en el resto de España más que para el escarnio, la parodia o, en el mejor de los casos, la condescendencia folclórica. La cruzada lingüística emprendida por el ministro Wert -a escala estatal- y el presidente Bauzá -a escala regional- para “castellanizar” las comunidades bilingües revela la ceguera y el dogmatismo de la derecha “sin complejos” fundada en su día por José María Aznar. Hoy parece más dispuesta que nunca a ‘españolizar’ España con apoyo de su mayoría aplastante en las Cortes y la coartada de la crisis del Estado protector. A la vista de la deriva de la crisis política abierta irremisiblemente en Cataluña, la gran pregunta es: ¿hay alguien al otro lado capaz de entender las cosas y evitar el naufragio?