Catalunya acaba de celebrar, de nuevo, una extraordinaria movilización cívica en defensa del derecho a decidir su futuro. El 9-N no tendrá efectos legales, pero sí tendrá efectos políticos. Estas son siete claves.
La participación. La participación ha superado los dos millones de votos. Este era el listón necesario para revalidar la fuerza que los partidos soberanistas ya tienen ahora en el Parlament. Era la cifra para demostrar que las ansias de independencia mantienen la pulsión, que el desafío al Estado sigue en pie. A falta de los resultados definitivos, puede vislumbrarse un cierto crecimiento del independentismo, que, de proyectarse en unas elecciones autonómicas, significaría una mayoría absoluta independentista. Los resultados evidencian que el independentismo ostenta la hegemonía política, la centralidad, que históricamente tenía el catalanismo, pero no un consenso social tan amplio. Por eso, aún es prematuro pensar que el independentismo tiene ya la fuerza suficiente para emprender iniciativas unilaterales.
El simbolismo. Poner las urnas en el centro de una movilización tiene sus riesgos democráticos. Una consulta sin plenas garantías y sin reconocimiento internacional podría ser interpretada como una forma de ‘quemar’ la posibilidad de realizar un referéndum de verdad. Porque las urnas eran sólo un recurso simbólico, nunca un sucedáneo. Por eso sorprende que frente a la moderación de los líderes políticos, algunos medios de comunicación presentaran el ‘proceso participativo’ como si se tratara de la consulta prevista en un primer momento.
La desobediencia. Sin eufemismos, la jornada de ayer fue de desobediencia civil y política respecto al Estado. El Gobierno tenía la opción de mirar hacia otro lado, con la excusa de que el ‘nou 9-N’ no tenía efectos legales. Cuando Mariano Rajoy presentó recurso y el Constitucional ordenó la suspensión, el llamado ‘proceso participativo’ quedaba ‘fuera de la ley’. Por consiguiente su celebración fue un acto de desobediencia. Un desafío al Estado. Catalunya cruzaba así una línea y fijaba un presente que, en el futuro, puede ser relevante.
Los sentimientos. Radios, televisiones y prensa recogieron incontables testimonios a pie de urna. Las palabras más escuchadas fueron “ilusión” y “dignidad”. El clima que se respiraba en los colegios electorales era de emoción por participar de un acto cargado de significado personal y familiar. Como un paso más en la experiencia vivida ya en las tres últimas Diadas del 11 de septiembre. Este componente sentimental del movimiento soberanista despierta incomprensión más allá del Ebro y, en cambio, tiene un papel decisivo. Es la voluntad de reconocimiento como nación que las fuerzas políticas en España tanto se resisten a reconocer.
El civismo. Una vez más, la expresión del soberanismo ha sido un ejemplar ejercicio de civismo. Cientos de miles de personas han participado en la votación simbólica con la certeza de que tan importante era la cifra final de votos como la liturgia de la reivindicación, ordenada, civilizada, pacífica e, incluso, con aires de celebración colectiva. Con la voluntad de no cometer errores, de no ofrecer argumentos al rival porque el independentismo sabe que atrae muchas miradas de todo el mundo. Y el 9-N, otra vez, significó un poderoso mensaje de voluntad política dirigido a la comunidad internacional. La intolerancia no emerge, pero sí es verdad que una minoría la practica en las profundidades de las redes sociales. Es la otra cara del civismo que se respira fuera, en las calles.
El día después. A partir del 10-N empieza una nueva etapa. El soberanismo mantiene la reivindicación del ‘derecho a decidir’, pero ahora el objetivo serán unas elecciones plebiscitarias donde los partidos deberán acudir con posiciones muy definidas. La CDC de Artur Mas y ERC se disputarán el liderazgo independentista. La tercera vía, más allá del PSC, deberá tomar forma y ver cómo la Unió Democràtica de Josep Antoni Duran i Lleida (votó ‘Si, No’) o Iniciativa per Catalunya resuelven el debate interno (Joan Herrera votó ‘Si, No’ y Dolors Camats, ‘Sí, Sí’). Y la CUP e ICV deberán también afrontar el terremoto que se avecina con la irrupción de Podemos.
¿El Diálogo? Artur Mas sale fortalecido del 9-N. Más de dos millones de catalanes han aceptado su propuesta y han participado en una consulta que sólo tenía valor simbólico. Hace apenas unas semanas, con la ruptura de la unidad soberanista, el President estaba contra las cuerdas. Asumió el desafío, la responsabilidad, y se puso al frente del ‘nou 9-N’. Ahora vuelve a tener la iniciativa. Y debe tomar dos decisiones: si intenta abrir un diálogo con el Gobierno central y si resiste o no las presiones para convocar elecciones. En los próximos días descubrirá si existen vías de diálogo con Mariano Rajoy y si puede establecer alianzas que le permitan culminar la legislatura. Y en el horizonte la celebración de un referéndum de verdad.
Catalunya acaba de celebrar, de nuevo, una extraordinaria movilización cívica en defensa del derecho a decidir su futuro. El 9-N no tendrá efectos legales, pero sí tendrá efectos políticos. Estas son siete claves.
La participación. La participación ha superado los dos millones de votos. Este era el listón necesario para revalidar la fuerza que los partidos soberanistas ya tienen ahora en el Parlament. Era la cifra para demostrar que las ansias de independencia mantienen la pulsión, que el desafío al Estado sigue en pie. A falta de los resultados definitivos, puede vislumbrarse un cierto crecimiento del independentismo, que, de proyectarse en unas elecciones autonómicas, significaría una mayoría absoluta independentista. Los resultados evidencian que el independentismo ostenta la hegemonía política, la centralidad, que históricamente tenía el catalanismo, pero no un consenso social tan amplio. Por eso, aún es prematuro pensar que el independentismo tiene ya la fuerza suficiente para emprender iniciativas unilaterales.