Opinión

Criptoimperialismo

17 de marzo de 2022 10:02 h

0

En los últimos tiempos el uso de las criptomonedas se ha disparado. Es un tema habitual de conversación en muchas reuniones sociales, y casi todos tenemos algún amigo que se ha convertido en un cryptobro.

¿Pero porque las personas están dispuestas a pagar grandes cantidades de dinero por bienes que no hacen nada? Es difícil entender la fascinación por las criptomonedas, como activo económico son un fenómeno muy extraño, sin ningún tipo de correlación con ninguna otra actividad económica.

Recientemente también estamos viendo que el uso de las criptomonedas se ha disparado en Rusia y Ucrania desde que se inició la guerra. En pocos días el volumen de conversión del rublo a bitcoins ha superado los 140 millones de dólares, según datos recogidos por Euronews.

Los ciudadanos rusos han visto en las divisas digitales la forma de retener su capacidad adquisitiva ante la caída del rublo, y de la misma manera, los grandes magnates del país buscan transformar sus rublos en criptomonedas para eludir el bloqueo internacional al que están sometidos sus cuentas.

Lo que lo permite es la propia naturaleza de las criptomonedas, que viven en un sistema propio y no son fiscalizadas por bancos centrales. Los movimientos de las criptodivisas no necesitan hacerse con nombres y apellidos, como sí ocurre con las transacciones bancarias que se ven afectadas por la desconexión de la plataforma de pagos SWIFT y por las restricciones impuestas por Visa, MasterCard y American Express.

Por su parte, el Gobierno ucraniano, se ha soportado en las criptomonedas para solicitar donaciones para financiar la defensa del país. La cuenta oficial de Twitter del Gobierno lleva días difundiendo las direcciones de bitcoin y ether a las que enviar dinero para colaborar en la causa. Hasta el 1 de marzo habían recibido por esa vía más de 15 millones de dólares. Ucrania antes de la invasión era el cuarto país del mundo donde más se utilizaban las criptomonedas, y al igual que el propio gobierno, la gente ha recurrido al bitcoin y otras criptomonedas para transportar fácilmente su dinero y conseguir conservar sus ahorros.

Pero a pesar de esta dinámica al alza, nada garantiza que estos ahorros no pierdan valor. El valor de las criptomonedas sólo depende de lo que decidan aquellos que las poseen. Por ejemplo, la criptomoneda más famosa: el Bitcoin, no genera valor económico añadido, ni beneficios, ni dividendos; su valor intrínseco es cero. Sólo se basa en la limitación previa de la oferta.

Es cierto que ahora mismo las criptomonedas no amenazan al sistema financiero; los números no son lo suficientemente grandes para ello. Sin embargo, gran parte de su crecimiento se basa en expectativas especulativas. Es decir, en que el gran público observa que surge una nueva clase de activos y comienza a actuar para no perder una posible oportunidad.

Según un informe reciente de la Asociación de Usuarios Financieros, 4,3 millones de personas en España poseen criptomonedas. De éstos, un 40% lo considera una “apuesta segura”.

Las criptomonedas, como las monedas tradicionales, tienen también dos caras: por un lado, son una inversión emergente y extremadamente golosa. Pero la otra cara es la que revela que más que de un mercado de activos deberíamos hablar de un criptocasino.

Las inversiones especulativas de alto riesgo en las que se manejan plazos cortísimos de tiempo para obtener beneficios y en los que todo es volátil e incierto son más cercanas a una apuesta que a una inversión. Y las consecuencias que esto puede tener para algunas personas, sobre todo para los jóvenes, son imprevisibles.

Por tanto, estamos ante una pregunta evidente: si en el mundo físico se han ido aprobando normativas que limitan incluso el dinero que se puede pagar en efectivo, ¿por qué no existe ninguna ley que establezca lo que se puede pagar o no en bitcoins? Y de ahí uno de los debates en torno a las criptomonedas: ¿cómo regularlas?

Ahora mismo estamos muy lejos del tipo de regulaciones que se aplica a cualquier otro tipo de activo financiero. Si las criptomonedas se comportan como un activo financiero y se anuncian como activo financiero, probablemente las autoridades reguladoras deberían tratarlo, por lo menos, como un activo financiero.

Asimismo, no puede olvidarse el alto impacto ecológico que tienen. Según un estudio publicado por New York Times en septiembre de 2021, esta industria necesita alrededor de 91 teravatios/hora de electricidad al año, es decir, casi el 0,5% de todo el consumo de electricidad mundial. O por decirlo en términos más gráficos, el consumo anual de electricidad del sistema supera ya el de países como Holanda, Finlandia o Filipinas, y se acerca al de Noruega o Argentina.

Tal y como publicó el diario económico francés Les Echos, hace meses que muchas de las grandes fortunas rusas empezaron a transferir dinero a las criptodivisas. Precisamente por ello, la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, ya dijo el 25 de febrero, al día siguiente de iniciarse la invasión, que la UE necesita una legislación que regule las transacciones de criptomonedas.

Lo que esto pone en evidencia, a pesar de la negativa de muchos cryptobros , es que el dinero es profundamente político, no es un elemento inocuo que pueda depender de un algoritmo privado. Y es que la ideología cripto es contraria a la política, porque implica la erosión de la democracia y fomenta la desaparición de las instituciones colectivas utilizando un marco que descarta al Estado como soberano a la hora de diseñar tecnologías los beneficios de las que puedan ser colectivizados.

Bajo el discurso de liberarnos de los magnates, los Estados e incluso del cambio climático, los fanáticos de las criptomonedas están impulsando la ideología de la mercantilización. Un criptoimperialismo en manos de especuladores que no responden delante de nadie. Y es que hay que recordar que el 0,01% de los propietarios de bitcoin controlan el 27% de las monedas en circulación, es decir, un cuarto de todos los bitcoins que existen en el mundo está en poder de 10.000 megarricos.

Es evidente pues que no estamos ante una tecnología democratizadora y descentralizadora, sino ante una tecnología que está produciendo un nuevo imperialismo de los megarricos que pueden surfear las legislaciones estatales. Seguramente el ejemplo más paradigmático es Elon Musk, que se ha convertido en el mayor criptoinfluencer. Un tuit suyo provoca subidas y bajadas instantáneas en el Bitcoin, el Ethereum o el Dogecoin, que son sus criptoactivos favoritos.

Así pues, cualquier aproximación política a las criptomonedas debe partir de la necesidad de evitar que las tecnologías blockchain sólo acaben siendo útiles para el poder extractivo de unos pocos. Siendo conscientes de que cualquier escenario que surja no depende de las inevitabilidades tecnológicas, sino de las decisiones políticas que se tomen.