Existe el miedo más primitivo y el que no. El miedo de caer y el miedo de hacer caer; el miedo del fuego y el miedo bestial de la bestia: que vengan las bestias a comerse las crías. Hay estos miedos, que son primeros. Miedos de principio y miedos sin nada -ni pretenciosidades ni manías-. Los miedos a pelo. Entonces hay los otros. Los miedos que acarrean diferencia, revoluciones y humana obsesión. Como los otros pero más pintados, son tan profundos, estos miedos, que infunden respeto.
Hace nada, la poeta Núria Martínez-Vernis organizó con Flamenco Barcelona -y con colaboración de La Llibertària, la librería Aldarull y la Unió del Poble Romaní- un homenaje a Carmen Amaya en la plaza del Raspall, en el barrio de Gràcia. Así tal cual, y más allá de catedrales y de semanas de la poesía, que la poesía no tiene, de semana, Núria hizo revivir una especie de arte que de tan suyo, que de tan fuerte, que de tan mucho, es un arte que asusta: el arte de Carmen. Sin hachas ni tripas, sin muñecas de plástico tumbadas en colchones podridos y manchadas de barro, sin triturar la historia con letras fascistas y con versos malos y escritos, de noche y con cloaca, el taller de los lunáticos y el taller del poder, sin carnedesgarrado ni calavera, hay por el mundo un arte que da miedo: el corazón al cuerpo de la hija de El Chino bailando al Somorrostro; aquello de «cuanto más frío, más ardiente; cuanto más lejos, más cerca, a mayor extraño, más mío, y cuanto más insoportable, más feliz» de la Tsvetáieva; lo otro de la Rodoreda, con la serpiente trepando por el brazo y con la humareda aterciopelada, de «yo acabaría encerrado en aquel árbol con la boca llena de cemento mezclado con polvo rojo y con el alma entera dentro», o la asestada de oscura de La lectura de Goya. Hay todo eso, por ejemplo, que se hermana sacando punta y que es el arte que da miedo: te turba todo, sí, del alma a los pies y de los tobillos a la costilla, y hay peligro: si se te escurre por dentro quizás estira tanto que incluso te estira a ti. Tú en tu interior, estrujado y escarbando, siendo tú mismo, multiplicado o contrario y después qué, ¿eh?
Existe el miedo más primitivo y el que no. El miedo de caer y el miedo de hacer caer; el miedo del fuego y el miedo bestial de la bestia: que vengan las bestias a comerse las crías. Hay estos miedos, que son primeros. Miedos de principio y miedos sin nada -ni pretenciosidades ni manías-. Los miedos a pelo. Entonces hay los otros. Los miedos que acarrean diferencia, revoluciones y humana obsesión. Como los otros pero más pintados, son tan profundos, estos miedos, que infunden respeto.
Hace nada, la poeta Núria Martínez-Vernis organizó con Flamenco Barcelona -y con colaboración de La Llibertària, la librería Aldarull y la Unió del Poble Romaní- un homenaje a Carmen Amaya en la plaza del Raspall, en el barrio de Gràcia. Así tal cual, y más allá de catedrales y de semanas de la poesía, que la poesía no tiene, de semana, Núria hizo revivir una especie de arte que de tan suyo, que de tan fuerte, que de tan mucho, es un arte que asusta: el arte de Carmen. Sin hachas ni tripas, sin muñecas de plástico tumbadas en colchones podridos y manchadas de barro, sin triturar la historia con letras fascistas y con versos malos y escritos, de noche y con cloaca, el taller de los lunáticos y el taller del poder, sin carnedesgarrado ni calavera, hay por el mundo un arte que da miedo: el corazón al cuerpo de la hija de El Chino bailando al Somorrostro; aquello de «cuanto más frío, más ardiente; cuanto más lejos, más cerca, a mayor extraño, más mío, y cuanto más insoportable, más feliz» de la Tsvetáieva; lo otro de la Rodoreda, con la serpiente trepando por el brazo y con la humareda aterciopelada, de «yo acabaría encerrado en aquel árbol con la boca llena de cemento mezclado con polvo rojo y con el alma entera dentro», o la asestada de oscura de La lectura de Goya. Hay todo eso, por ejemplo, que se hermana sacando punta y que es el arte que da miedo: te turba todo, sí, del alma a los pies y de los tobillos a la costilla, y hay peligro: si se te escurre por dentro quizás estira tanto que incluso te estira a ti. Tú en tu interior, estrujado y escarbando, siendo tú mismo, multiplicado o contrario y después qué, ¿eh?