Como es sabido, les elecciones catalanas previstas para el día 14 de febrero no se van a celebrar y han sido pospuestas, si la evolución de la pandemia de la COVID-19 lo permite, al día 30 de mayo. Recordemos que estas elecciones han sido convocadas porque el Parlamento catalán, tras el cese por inhabilitación del presidente Torra, no logró investir a un nuevo presidente de la Generalitat en el plazo de los dos meses que establece el artículo 67 del Estatut. Según este precepto, una vez trascurrido este plazo, el Parlamento queda disuelto automáticamente y el presidente de la Generalitat en funciones, en este caso el vicepresidente, convoca elecciones que deben tener lugar entre cuarenta y sesenta días después de la convocatoria.
La convocatoria de las elecciones del 14 de febrero se originó, por tanto, en este marco legal concreto, diferente a una convocatoria electoral realizada en ejercicio de la facultad de disolución anticipada que el mismo Estatut reconoce al presidente de la Generalitat. Una diferencia que no puede ser pasada por alto como veremos.
La grave situación sanitaria provocada por la tercera ola de la COVID-19 es el motivo por el cual los catalanes y catalanas no podrán votar en la fecha inicialmente prevista. La posposición de las elecciones ha generado divergencias políticas y jurídicas que el decreto del vicepresidente de la Generalitat aprobado el viernes pasado no contribuye a aclarar. Y no lo digo tanto por la necesidad del aplazamiento electoral en sí mismo, sino por la fórmula elegida para hacerlo.
Desde épocas muy lejanas se ha aceptado la posibilidad de dejar sin efecto temporalmente la aplicación las previsiones de una ley por razones de extrema necesidad. De los romanos nos viene la máxima “salus publica, suprema lex est” que podría encajar en la situación que estamos padeciendo. En tiempos más recientes, la figura de los llamados reglamentos de necesidad se estudia en la disciplina de derecho administrativo como una fórmula que permite al Govern adoptar medidas excepcionales en caso de necesidad, aunque puedan dejar sin efecto provisionalmente el contenido de una ley.
La legislación electoral no contiene ninguna previsión explícita sobre la desconvocatoria, la suspensión o el aplazamiento de unas elecciones previamente convocadas. Es normal que sea así porque el ejercicio del derecho de sufragio (activo y pasivo) no puede quedar condicionado por posibles interferencias gubernamentales. Con los procesos electorales se ejerce la democracia en su sentido más profundo y este es un valor esencial de nuestra sociedad que debe ser especialmente garantizado.
Obviamente esto no excluye que este principio de no intervención gubernamental sobre un proceso electoral en marcha sea absoluto y no permita hacer excepciones en situaciones extremas que justifiquen la necesidad de proteger otros derechos fundamentales básicos, como es el caso de la salud de las personas. Tenemos los precedentes de las elecciones vascas y gallegas del año pasado y, a pesar que las condiciones epidemiológicas no son exactamente las mismas, la situación actual en Catalunya permite un cierto margen para justificar el aplazamiento electoral.
Ahora bien, dicho esto, genera mayores dudas e introduce un precedente peligroso la fórmula que se ha elegido para resolver esta cuestión. Cuando está en juego el principio democrático, las medidas excepcionales deben ser siempre proporcionadas y las mínimas e imprescindibles para resolver el conflicto de derechos que se produce. En mi opinión, me parece bastante obvio que no era necesario dejar sin efecto la convocatoria de las elecciones para volverlas a convocar de nuevo como se desprende del decreto, porque el conflicto se podía solucionar perfectamente dejando en suspenso el proceso electoral en curso y aplazando la fecha de las elecciones. Hay una diferencia importante entre los decretos del País Vasco y Galicia respecto del catalán, pues los dos primeros hablan de “reactivar” la convocatoria, mientras que el tercero dice textualmente que se procederá a una nueva convocatoria de las elecciones.
Con la solución que adopta el decreto catalán se introduce un elemento especialmente delicado desde el punto de vista legal e institucional, porque implícitamente viene a reconocer al vicepresidente del Govern la facultad de convocar unas elecciones que, en este caso concreto, se han convocado por imperativo legal; y no sólo esto, porque al mismo tiempo se atribuye al vicepresidente una facultad de convocatoria electoral que no encaja en el marco estatutario y legal.
La solución que sigue el decreto implica, de facto, proceder a una desconvocatoria de unas elecciones establecidas directamente por ley y atribuir al vicepresidente la facultad de convocar lo que realmente serian unas nuevas elecciones, si nos atenemos a los términos literales del decreto (especialmente su artículo segundo). Y no creo que esta apreciación quede alterada por el hecho de que la convocatoria de las elecciones del 14 de febrero se haya hecho por decreto del vicepresidente, porque es evidente que en este caso se trató de un acto debido y no del ejercicio de un poder de convocatoria propio.
Lo que se acaba de exponer puede parecer una discusión simplemente académica y sin importancia práctica. Sin embargo, no creo que lo sea porque el decreto permite interpretar que se han desconvocado las elecciones y que la celebración de éstas queda ahora condicionada a que el vicepresidente las vuelva a convocar. Y esto plantea dos problemas importantes. En primer lugar, de inseguridad jurídica acerca de los trámites electorales ya realizados y las expectativas que pueda abrir una nueva convocatoria electoral. Y, en segundo lugar, como cuestión más de fondo, el impacto que el decreto tiene sobre los poderes de intervención del Govern sobre unas elecciones que tienen su origen en un mandato legal y no en el uso de una facultad presidencial de disolución anticipada del Parlamento.
Como recordaba antes, con los procesos electorales se ejerce de manera especialmente intensa el principio democrático y esto obliga a respetar escrupulosamente y con el máximo rigor las reglas que los regulan. No deberíamos olvidarlo bajo ninguna circunstancia porque en este ámbito, más que en cualquier otro, es necesario evitar precedentes que a la larga se pueden girar en contra de todos.
Como es sabido, les elecciones catalanas previstas para el día 14 de febrero no se van a celebrar y han sido pospuestas, si la evolución de la pandemia de la COVID-19 lo permite, al día 30 de mayo. Recordemos que estas elecciones han sido convocadas porque el Parlamento catalán, tras el cese por inhabilitación del presidente Torra, no logró investir a un nuevo presidente de la Generalitat en el plazo de los dos meses que establece el artículo 67 del Estatut. Según este precepto, una vez trascurrido este plazo, el Parlamento queda disuelto automáticamente y el presidente de la Generalitat en funciones, en este caso el vicepresidente, convoca elecciones que deben tener lugar entre cuarenta y sesenta días después de la convocatoria.
La convocatoria de las elecciones del 14 de febrero se originó, por tanto, en este marco legal concreto, diferente a una convocatoria electoral realizada en ejercicio de la facultad de disolución anticipada que el mismo Estatut reconoce al presidente de la Generalitat. Una diferencia que no puede ser pasada por alto como veremos.