Mi amiga Marta me contaba hace días su intención de impugnar una convocatoria de una administración pública por considerarla discriminatoria hacia las mujeres y, particularmente, hacia las que son madres. Marta no sólo es amiga mía sino que también trabajamos juntas en la universidad. Las y los que nos encontramos en ese ámbito laboral nos vemos sometidos a una enorme presión para producir de manera constante: producir artículos, producir libros, producir proyectos, producir interminables líneas en nuestro Currículum Vitae. Nuestro futuro y estabilidad laboral dependen de ello y, a menudo, nos encontramos trabajando por las noches, durante los fines de semana o en períodos vacacionales para conseguir estar a la alturas de las exigencias de las agencias de calidad universitaria. Éstas, de manera similarmente caprichosa a las de la calificación de la deuda, deciden de manera periódica si lo que hacemos tiene suficiente rigor y valor. Son sus veredictos los que, en parte, nos ayudan (o todo lo contrario) a tener acceso a recursos para hacer aquello para lo que fuimos contratados, investigar, y a la vez seguir engordando el saco sin fondo de los méritos que, quizás (sólo quizás) nos pueden mantener alejados del paro y la precariedad.
En los últimos años Marta ha sido madre de dos hijos y sostiene que, al no tomar en consideración los “agujeros negros” que la maternidad suele generar en las trayectorias profesionales de las mujeres investigadoras, la convocatoria nos ubica de manera indirecta, aunque automática, en una situación de desventaja respecto a nuestros colegas hombres: hay un período en nuestro recorrido laboral en el que se nos considera improductivas, perpetuándose así un escenario universitario donde ellos tienen una presencia desproporcionada como catedráticos y en posiciones de gestión, dirección y prestigio mientras que nosotras nos vemos con frecuencia relegadas a lugares periféricos y precarios.
Mientras le expresaba a Marta mi apoyo, no podía evitar pensar que su relato trasciende con creces el ámbito universitario y es paradigmático de lo que está sucediendo en el conjunto de nuestra sociedad. En un momento en el que se nos intenta convencer de que finalmente hemos alcanzado la igualdad de género, casos como el suyo son claros recordatorios de los retos a los que las mujeres, y particularmente las madres con un trabajo asalariado, nos enfrentamos en nuestro día a día. Los vivimos como luchas individuales pero en realidad tienen mucho que ver con cómo nuestras existencias se ven configuradas por las contradicciones de un sistema económico que nos necesita en el mercado laboral pero no duda en relegarnos a jornadas parciales, contratos temporales y sectores precarizados. También tienen que ver con unas políticas públicas que, mientras por un lado nos animan a hacer crecer las patrias tasas de fertilidad (recordemos el famoso cheque bebé de Zapatero o las declaraciones de Javier Arenas promoviendo nuestra permanencia en nuestros hogares), promueven a su vez nuestra incorporación inestable en el trabajo remunerado sin garantizar de manera paralela la creación de servicios públicos que nos ayuden a conciliar las distintas esferas de nuestras vidas. Los recortes en políticas sociales, sanitarias y educativas nos obligan a pasar más horas que nunca cuidando de los y las que nos rodean y los permisos de paternidad siguen sin ser equiparables a los de maternidad. La posibilidad de una vejez digna deviene cada vez más remota ante las exigencias de demostrar cada vez más millones de horas cotizadas sin que nadie plantee el interrogante de, si la población en general ya tendrá en los próximos decenios serias dificultades para satisfacer los requisitos impuestos por las interminables reformas del sistema de pensiones, ¿qué otra opción queda para las madres que elijan (o se vean obligadas a) tomar un empleo que convertirse en súper-mujeres e intentar no morir en el intento?
Ya es profundamente injusto que nuestros “méritos” laborales (un ascenso, una consolidación, etc.) se vean perjudicados de manera sistemática por el mero hecho de que la biología nos permite traer a este mundo seres humanos y alimentarlos con nuestro cuerpo. El hecho de que todo ello tenga tan grave impacto en nuestros derechos, no obstante, resulta inaceptable. Pese a lo que pueda parecer, la respuesta no yace en tener más facilidades para aparcar a hijos e hijas en guarderías, escuelas de verano o en casas de abuelos, y mucho menos en renunciar a la maternidad en aras de mantener nuestra salud y aspirar a una vida profesional.
El problema es complejo y, por ende, la solución también lo debe ser: si los hombres se implicaran en similar medida que las mujeres en cuidar de aquellas personas próximas que lo necesiten, avanzaríamos en dos cuestiones: disminuirían las probabilidades de que las mujeres cayeran de manera sistemática en situaciones de desventaja o discriminación en el ámbito laboral y el trabajo de cuidado pasaría a ser distribuido de manera más equitativa en el marco de los hogares. Pero eso no es todo. Si las jornadas y expectativas laborales que se nos imponen a todos y todas se vieran reducidas hasta convertirse en razonables, no sólo no nos veríamos obligadas y obligados a robar presencia y energía a nuestras familias para destinarlas a nuestro empleo, sino que podríamos asumir, todas y todos, nuestras responsabilidades de cuidados sin tener por ello que convertirnos en permanentes malabaristas del tiempo. Finalmente, si los cuidados pasaran a ser concebidos de incumbencia pública y colectiva, las mujeres podríamos dejar de ser esclavas de nuestro caprichoso destino biológico y participar libremente y de manera igualitaria junto a los hombres en los múltiples ámbitos de nuestras vidas. Todo ello comportaría que las mujeres (y también muchos hombres) pasáramos de ser sedes de franquicias invisibles de cuerpos y afectos a ser, por el mero hecho de existir, sujetos de derechos. Como comportaría también que mi amiga Marta presentara su recurso ante la administración pública y lo ganara.
Mi amiga Marta me contaba hace días su intención de impugnar una convocatoria de una administración pública por considerarla discriminatoria hacia las mujeres y, particularmente, hacia las que son madres. Marta no sólo es amiga mía sino que también trabajamos juntas en la universidad. Las y los que nos encontramos en ese ámbito laboral nos vemos sometidos a una enorme presión para producir de manera constante: producir artículos, producir libros, producir proyectos, producir interminables líneas en nuestro Currículum Vitae. Nuestro futuro y estabilidad laboral dependen de ello y, a menudo, nos encontramos trabajando por las noches, durante los fines de semana o en períodos vacacionales para conseguir estar a la alturas de las exigencias de las agencias de calidad universitaria. Éstas, de manera similarmente caprichosa a las de la calificación de la deuda, deciden de manera periódica si lo que hacemos tiene suficiente rigor y valor. Son sus veredictos los que, en parte, nos ayudan (o todo lo contrario) a tener acceso a recursos para hacer aquello para lo que fuimos contratados, investigar, y a la vez seguir engordando el saco sin fondo de los méritos que, quizás (sólo quizás) nos pueden mantener alejados del paro y la precariedad.
En los últimos años Marta ha sido madre de dos hijos y sostiene que, al no tomar en consideración los “agujeros negros” que la maternidad suele generar en las trayectorias profesionales de las mujeres investigadoras, la convocatoria nos ubica de manera indirecta, aunque automática, en una situación de desventaja respecto a nuestros colegas hombres: hay un período en nuestro recorrido laboral en el que se nos considera improductivas, perpetuándose así un escenario universitario donde ellos tienen una presencia desproporcionada como catedráticos y en posiciones de gestión, dirección y prestigio mientras que nosotras nos vemos con frecuencia relegadas a lugares periféricos y precarios.