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Que Joan Piqué Vidal entrara y saliera del Parlament disfrazado de persona respetable revuelve el estómago de cualquiera que hubiera seguido sus andanzas mientras fue el abogado más influyente de Barcelona
Empiezo este artículo dudando sobre si vale la pena. Posiblemente no merezca el más mínimo esfuerzo intelectual desmontar lo que pueda decir un delincuente de cuello blanco doblemente condenado. Pero que Joan Piqué Vidal entrara y saliera del Parlament disfrazado de persona respetable revuelve el estómago de cualquiera que hubiera seguido sus andanzas mientras fue el abogado más influyente de Barcelona. Y por eso el cuerpo me pide una réplica. Aunque sea sólo para dedicarla a la memoria de todas aquellas personas que fueron pisoteadas por este personaje ausente de escrúpulos ni moral. Pienso, por ejemplo, en Carlos Obregón, el primer abogado que denunció los tejemanejes de Javier de la Rosa, y al que los Piqué Vidal y compañía condenaron al pacto del hambre logrando su expulsión del Colegio de Abogados, una expulsión mezquina y abusiva por la que esta institución pediría perdón a la familia de Obregón muchos años después de su muerte.
Piqué Vidal es la prueba viviente de que la cárcel no reinserta. Alguien podría pensar que, a los 83 años, después de dos condenas firmes y de haber visto las rejas por el lado de los inquilinos, durante muchos días y muchas noches, un ferviente cristiano como Piqué Vidal estaría en condiciones de hacer acto de contrición por los pecados del pasado en la que posiblemente ha sido su última aparición pública antes del juicio final. Pero no. La comparecencia del abogado de Pujol en la comisión Pujol fue todo lo contrario. Un alarde de cinismo, un máster de la fabulación, una desvergonzada burla que supera en mucho el resto de farsantes y desmemoriados que han pasado por el Parlament. Ni un ápice de arrepentimiento. Tantas fueron las trolas que soltó, con aquel ademán de angelito, que posiblemente no llegó a articular ni una verdad entera. A la vista de lo que dijo e hizo, Piqué Vidal es un delincuente que no está arrepentido de nada porque sigue negándolo todo, tanto es así que tal vez habría que revisar de arriba a abajo cómo fue su proceso de excarcelación.
La historia reciente de Cataluña se podría analizar a partir de tres sonadas confesiones. En primerísimo lugar, la de Jordi Pujol, ya que el sismo causado ha sido de tal magnitud que ha obligado a un ejercicio de revisionismo sobre el relato oficial construido a lo largo de tres decenios, y es que en el fondo de esto va la comisión de investigación. Antes de Pujol fue la de Fèlix Millet, que también conmocionó al país e hizo tambalear sus estructuras emocionales hasta los cimientos. Pero todavía unos años antes de éstas hubo otra que también causó una enorme sacudida social: la del juez Lluís Pascual Estevill, admitiendo que había extorsionado a empresarios y que para ello había contado con la inestimable colaboración de Joan Piqué Vidal, el abogado más rampante de Cataluña, el jurista que había defendido y representado a la crème de la crème, de Pujol a Javier de la Rosa, pasando por Josep Lluís Núñez, Artur Suqué, Manuel Lao o Josep Puigneró.
Durante la comparecencia del lunes 22, Piqué Vidal se refirió a esta confesión, teatralmente indignado, y con su sibilina forma de tirar la piedra y esconder la mano vino a decir que si Pascual Estevill le involucró en la trama de extorsión mafiosa fue únicamente para salvar a su hijo, que resultó desimputado poco después de que su padre cantara todo el repertorio de Verdi. Primera gran mentira. A Piqué Vidal le acusaron de extorsionador sus mismos clientes, y llevaba tanto tiempo imputado en el caso como el propio Estevill, con la diferencia de que él estaba en la calle mientras el juez se tiró dos años en prisión preventiva, más mudo que Harpo Marx, hasta que no lo soportó más y decidió largarlo todo. No se puede descartar que la confesión de Estevill fuera acompañada de algún pacto con el fiscal, pero en todo caso al final ambos fueron condenados y la única duda que queda para la historia es quién de los dos fue el primero en incitar al otro a hacer o aceptar un soborno.
Otro embuste de campeonato. Al hablar de El Observador, el diario impulsado por Lluís Prenafeta a finales de los ochenta con el objetivo de erosionar la hegemonía de La Vanguardia, en aquellos momentos cercana al felipismo, Piqué Vidal afirmó que él no había tenido nunca ninguna acción, sino que únicamente había participado en algunas reuniones iniciales en su calidad de jurista. Y se quedó tan ancho. Quizá sea cierto que nominalmente no tuvo nunca ninguna, porque estaban a nombre de alguna sociedad o de algún testaferro como Albert Garrofé, pero en el diario todo el mundo sabía quiénes eran los dueños, por lo que cuando empezaron a ir mal dadas y las nóminas se dejaron de ingresar las protestas tuvieron dos puntos calientes: la plaza de Sant Jaume y el edificio situado en la Diagonal 612, donde el penalista tenía su impresionante bufete integrado por un centenar de personas, más de la mitad abogados. Con el estrepitoso fiasco de El Observador Piqué Vidal perdió una parte considerable de su fortuna, de ahí que se haya escrito que la alianza siciliana con Estevill fuera un intento de recuperarla por la vía rápida.
Aún otro engaño. Contrariamente a lo que dijo en el Parlament, Piqué Vidal sí tuvo, durante años, a dos magistrados viviendo de alquiler en viviendas que eran de su propiedad. Para ser precisos, estos magistrados (Ezequiel Miranda de Dios y Fernando Pérez Maiquez) vivían puerta con puerta en unos pisos de la calle Enrique Granados que estaban a nombre, respectivamente, de la primera esposa y de una hija de Piqué Vidal. Eran pisos anchos, de seis habitaciones, por los que pagaban un alquiler que bordeaba el ridículo. Y tanto el uno como el otro intervinieron en asuntos judiciales de gran calado en los que Piqué Vidal era parte, como el caso Consorcio de la Zona Franca, en el que el principal sospechoso era el padre de Javier de la Rosa (que se largó y estuvo prófugo quince años), y el caso Banca Catalana, cuando el ilustre letrado se ganó su condición de toga de oro por coordinar la defensa de Jordi Pujol, por mucho que con falsa modestia el otro día insistiese que Pujol no tenía abogado y que él sólo asesoraba. El tema de los pisos lo puedo afirmar con rotundidad, porque en su día lo publiqué en El Triangle y aún conservo las copias literales del Registro de la Propiedad. Piqué Vidal y los dos magistrados podrían haberse querellado contra mí y contra el semanario, pero no lo hicieron, a pesar de que uno de ellos nos advirtió antes de la publicación que se reservaba las acciones judiciales pertinentes para salvaguardar su honor.
Con todo, la intervención más sinvergüenza de Piqué Vidal fue al referirse a su ex secretario, Antoni Piñol, con quien también traté bastante en su momento. Piñol era (y estoy seguro de que sigue siendo) un trozo de pan, una persona de aquellas que no harían daño a una mosca. Durante dieciséis años fue el secretario personal de Piqué Vidal, hasta que éste, atacado de los nervios por el desastre de El Observador y la imputación en el caso Estevill, descargó en su fiel servidor toda la rabia acumulada. Durante meses y meses Piñol fue objeto de acoso laboral, sin capacidad de identificar lo que le estaba sucediendo, porque del mobbing apenas entonces se empezaba a hablar. Un día no aguantó más y cometió la ingenuidad de escribir, firmar y entregar una carta al jefe en la que le pedía una indemnización de 50 millones de pesetas con la amenaza de explicar determinados secretos a la fiscalía si no los pagaba. Ingenuidad digna de alguien sin malicia porque sin darse cuenta estaba incurriendo en un chantaje y además aportaba firmada la prueba de cargo. Piqué, claro está, le denunció y despidió sin un duro, y naturalmente Piñol fue condenado, pero a la pena más leve posible porque el fiscal entendió las circunstancias.
Entonces Piñol decidió escribir un libro, con el que quería cerrar para siempre aquel doloroso capítulo de su vida. Se titula “La toga manchada de Piqué Vidal” (Ediciones de la Tempestad, 1998) y, por su valor como testimonio directo sobre la corrupción, es una delicatessen literaria de la que desgraciadamente se hizo una tirada muy corta (y que, por lo que fuera, el editor no tuvo interés en reeditar). Tuve el placer de echar una mano a Piñol, simplemente repasando el texto, haciendo alguna observación y ayudándole a buscar parte del material gráfico que le acompaña. Si hubiera sido un hombre de mala fe o desleal, a lo largo de sus tres lustros al servicio de Piqué habría podido reunir una gran cantidad de documentación comprometedora, pero en realidad sólo lo hizo durante los meses de angustia finales. Por eso en el libro se habla poco de Banca Catalana, y en cambio se detalla un asunto mucho menos conocido, relacionado con el accidente de la central nuclear de Vandellós, el asunto sobre el que preguntó el diputado Marc Vidal (ICV) a Piqué durante la comparecencia. Piñol explica con todo lujo de detalles cómo Piqué Vidal untó al abogado medioambientalista Marc Viader, que llevaba la acusación popular de aquel caso, y cómo éste retiró de su escrito de acusación a dos altos directivos de Fecsa, representados por el bufete Piqué Vidal. Incluso publica los cheques de 20 y 50 millones de pesetas entregados a Viader. Una vez más, tanto el presunto sobornador como el presunto sobornado podrían haberse querellado contra Piñol, pero ninguno de los dos lo hicieron, y por eso me parece ruin e infecto que en la comparecencia parlamentaria Piqué Vidal hiciera ver que sí lo había hecho, ya que cuando se le preguntó específicamente sobre ello contestó hablando de la denuncia que sí había puesto contra Piñol por el tema de la carta.
Durante la comparecencia, Piqué Vidal tuvo la caradura de pedir confianza en la justicia “porque, si no, no tendremos país” mientras él se iba auto-exculpando de los graves delitos por los que ha sido condenado. Se ve que con él la justicia siempre se equivoca. Tanto en el caso Estevill como en el del blanqueo de dinero del cártel de Sinaola. “Algún día espero que se sepa la verdad”, insistía. Sólo en un momento se le escapó que todos cometemos errores, así, en primera persona del plural, pero cuando le pidieron de qué errores hablaba vomitó unas cínicas disculpas por si había ofendido a alguien y aclaró que se refería a que todos en esta vida hemos cruzado alguna vez un semáforo en rojo. Y no había metáfora en esta frase ni ninguna otra, sólo burla y cinismo.
Que un personaje inmundo como Joan Piqué Vidal fuera, en los años álgidos del pujolismo, el penalista más reputado de Cataluña dice mucho de lo que fueron aquellos años. O quizá lo que desgraciadamente dice es que somos un país mucho más normal de lo que a menudo nos gusta creer.
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