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Sin miedo y sin vergüenza, libres de violencia

Sandra Ezquerra / Alba García

Socióloga y activista feminista / Número 2 de Girona de Catalunya Sí que es Pot —

Empieza un nuevo curso y constatamos que hay realidades que continúan: la violencia machista no desaparece, como tampoco lo hacen las causas que la provocan ni las formas en que se manifiesta. Los feminicidios no son un efecto meteorológico que aparece en verano y se va con la vuelta al “cole”. No son hechos puntuales de certeza caduca. Son la cúspide del iceberg de toda una serie de prácticas que conforman la violencia machista diaria en la que vivimos, que adopta formas múltiples y poliédricas. Sibilina e implacable, esta violencia a veces se hace visible y, muchas otras, se oculta bajo el velo de lo que la sociedad nos dice que es normal o natural.

Violencia es exigir a una mujer un mínimo de 48 de horas de hospitalización para ser considerada “víctima de violencia de género”; violencia es la regulación y las tasas judiciales de las denuncias; violencia es que las mujeres no nos sintamos seguras caminando por nuestro barrio, que hagamos un análisis visual relámpago a la hora de decidir por qué calles pasar o no, que llevemos las llaves del coche abiertas en la mano mucho antes de entrar. Violencia es que nos chille aquel que dice amarnos, como también lo es sentir que los gritos son culpa nuestra. Violencia es la bofetada, pero también la espera temblorosa y muda de su llegada en cualquier momento. Lo son las amenazas de quien tenemos delante pero también el silencio, maldito silencio, de todos los que nos rodean, que miran en otra dirección.

Según el Instituto Nacional de Estadística y el Informe Sombra emitido en 2014 por la CEDAW (Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación Contra las Mujeres de Naciones Unidas), entre el año 2008 y en 2013 el gasto público en materia de igualdad en Catalunya se vio recortado en más de un 20%. Las políticas y programas contra la desigualdad y la violencia de género se encontraron a partir del año 2010 entre las primeras víctimas de los recortes tanto del gobierno catalán de CiU como de los gobiernos estatales del PSOE y el PP. La velocidad con que estas administraciones aplicaron las tijeras sobre programas y estructuras en favor de la igualdad de género mostró que ésta nunca se había encontrado entre sus prioridades.

Las políticas de igualdad, por otra parte, no son las únicas que han sufrido una evolución preocupante. En cuanto a las respuestas a la violencia machista, el Consejo General del Poder Judicial apunta que, durante el mismo período, las órdenes de protección concedidas en Catalunya a mujeres denunciantes disminuyeron en 25 puntos porcentuales y las órdenes de protección denegadas se incrementaron en casi 30. El descenso de recursos públicos y de voluntad política para luchar contra la discriminación y la violencia que sufrimos las mujeres, además, parecen haber tenido un impacto en nuestra confianza en las administraciones públicas para proporcionar respuestas y soluciones. Aunque el número de víctimas mortales de violencia machista no se ha visto reducido en los últimos años, las mujeres hemos pasado a denunciar menos desde el estallido de la crisis: mientras que 20.365 mujeres interpusieron una denuncia por violencia machista en el año 2008 en Cataluña, el número total había bajado a 17.149 en 2013, es decir, un descenso de 3.216 denuncias -casi el 16%. La causa de este descenso no yace en una mejora en nuestras condiciones de vida. La misma plataforma CEDAW expresaba hace sólo un par de meses una gran preocupación por los graves retrocesos en materia de igualdad de género y de derechos humanos de las mujeres producidos en el Estado español en los últimos seis años.

Revertir esta trágica deriva y situar la lucha contra el machismo y las múltiples violencias que genera en el centro de las prioridades políticas en este nuevo ciclo político que se abre, será sin duda una apuesta imprescindible. En este sentido, el gobierno municipal de Barcelona en Común está lanzando importantes primeros pasos como un notable incremento del presupuesto o la articulación de una red municipalista a nivel estatal que luche contra la violencia machista en clara sinergia con los espacios y entidades de mujeres, yendo más allá, de esta manera, de un abordaje meramente asistencialista y victimizador.

Hay muchísimo trabajo por hacer para acabar con la lacra social de la violencia machista, y la generación de complicidades y el aumento de recursos constituyen premisas imprescindibles. El cambio ocurre, sí, por alteraciones cuantitativas pero también, y sobre todo, por otras cualitativas. No hace mucho que la última encuesta sobre violencia de género realizada por el Ministerio de Sanidad apuntaba que dos de los motivos más frecuentemente alegados por las mujeres para no romper el silencio por la violencia sufrida son el miedo y la vergüenza. Miedo y vergüenza que paralizan a quien recibe la violencia en vez de a quien la ejerce. Miedo de haberlo merecido; vergüenza por lo que dirán. Vergüenza por haber aguantado demasiado; miedo de no haber hecho lo suficiente. Y así, el miedo, la vergüenza, la culpa, consiguen que seguimos estando solas, a menudo olvidando que esta violencia, en cualquiera de sus gradaciones, no es normal ni natural.

Lo normal y natural debería ser poder disfrutar de una vida de libre de violencia: ni la solitaria ni la mediática; ni la simbólica ni la mortal. Hasta que la normalidad no haya cambiado de bando las mujeres no disfrutaremos plenamente de libertad. Y esto no ocurrirá hasta que hayamos dejado de denunciar no porque nos paralicen el miedo o la vergüenza sino porque ya no tengamos ningún motivo para hacerlo.

Empieza un nuevo curso y constatamos que hay realidades que continúan: la violencia machista no desaparece, como tampoco lo hacen las causas que la provocan ni las formas en que se manifiesta. Los feminicidios no son un efecto meteorológico que aparece en verano y se va con la vuelta al “cole”. No son hechos puntuales de certeza caduca. Son la cúspide del iceberg de toda una serie de prácticas que conforman la violencia machista diaria en la que vivimos, que adopta formas múltiples y poliédricas. Sibilina e implacable, esta violencia a veces se hace visible y, muchas otras, se oculta bajo el velo de lo que la sociedad nos dice que es normal o natural.

Violencia es exigir a una mujer un mínimo de 48 de horas de hospitalización para ser considerada “víctima de violencia de género”; violencia es la regulación y las tasas judiciales de las denuncias; violencia es que las mujeres no nos sintamos seguras caminando por nuestro barrio, que hagamos un análisis visual relámpago a la hora de decidir por qué calles pasar o no, que llevemos las llaves del coche abiertas en la mano mucho antes de entrar. Violencia es que nos chille aquel que dice amarnos, como también lo es sentir que los gritos son culpa nuestra. Violencia es la bofetada, pero también la espera temblorosa y muda de su llegada en cualquier momento. Lo son las amenazas de quien tenemos delante pero también el silencio, maldito silencio, de todos los que nos rodean, que miran en otra dirección.