Jordi Pujol habitaba el país como una presencia intangible. El exconseller Lluís Armet solía decir que cuando los socialistas se levantaban por la mañana, Pujol ya les había preparado varias putadas desde su despacho en la Generalitat. Él era sin duda el jefe de todo esto, el sumo sacerdote de la gran misa diaria de Catalunya, el gran hacedor de un país sobre el cual aún hoy se atribuye el orden y tutela al posponer motu proprio su cita ante el Parlament para después de la Diada y en vísperas de la Mercé, con el fin de no interferir en acontecimientos de “alto voltaje político” que incumben a la nación y atañen a sus antiguos subordinados y fieles. Es bien conocido el celo competencial y don de mando del expresident, incluso sobre el calendario y, si cabe, el santoral.
A diferencia de su esposa Marta, capaz de enviar a la mierda (sic) ante las cámaras a los/las pobres becarios/as de prensa que hacen guardia frente a su domicilio, Jordi Pujol siempre fue mucho más “atento” con los periodistas. De hecho, en el propio gremio era considerado no tan jocosamente como el “redactor jefe de Cataluña”, tal era su celo insaciable por la orientación y contenidos de los diarios, con detalle de titulares, fotos, pies de foto y las famosas “ladillas” (por ladillos) o destacados que acompañan los textos. Hasta en eso velaba por la buena salud del país y la conducta de sus súbditos a cualquier hora del día y de la noche, especialmente de quienes dependía la formación de la opinión pública y el relato de la acción del poder político.
El vigilante de Queralbs
El vigilante de QueralbsEn los años noventa escribí un artículo en La Vanguardia donde denunciaba los “intereses no tan legítimos” que se iban acumulando en el entorno de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat y líder carismático de un partido afianzado en el poder con mando absoluto. La alusión, que vista desde hoy resulta casi angelical, se incluía en una reflexión sobre el creciente tufo de corrupción en torno a lo que ya por entonces se conocía como el “sector negocios” de CDC, al frente del cual muchos situaban al imprescindible conseller Macià Alavedra y el intrigante y poderoso Lluís Prenafeta, secretario general de Presidencia. Aunque el llamado caso Pretoria está desinflado y empantanado desde hace casi un lustro en espera de juicio, hoy ambos siguen imputados por supuestas prácticas corruptas y enriquecimiento ilícito.
Por entonces yo era uno de los subdirectores de información del gran diario catalán y me hallaba en funciones en pleno sopor de agosto. Jordi Pujol, quien quince días antes me había sorprendido desde su retiro veraniego de Queralbs con una inesperada carta en la que elogiaba un artículo anterior mío sobre la necesidad de una pauta ética en la acción política, se creyó obligado a escribirme de nuevo de su puño y letra, esta vez para rechazar en tono grave mis consideraciones y emplazarme a aportar pruebas de lo escrito. Es sabido que Pujol lo leía todo, especialmente todo lo que se publicaba en La Vanguardia, diario que siempre tuvo entre ceja y ceja desde que le montó un sonado boicot en los oscuros tiempos del director franquista Luis de Galinsoga, en 1959, y al que quiso hundir definitivamente treinta años después con el fallido lanzamiento del diario El Observador como respuesta a la línea emprendida por el diario de la familia Godó desde 1987 bajo la dirección del periodista Juan Tapia, considerado próximo al PSOE de Felipe González.
Como es bien sabido, la saga periodística de Pujol, que incluye sus aventuras político-empresariales en Destino y El Correo Catalán, es tan imprescindible como el affaire Banca Catalana para descifrar el singular activismo mesiánico del fundador de CDC, que también ha acumulado no pocas víctimas laborales y profesionales en el maltrecho sector de la prensa casera. Aún hoy está pendiente el desenlace definitivo de la última incursión de la gran máquina convergente en el puente de mando del antiguo portaviones de la calle Pelayo, esta vez bajo el liderazgo de su delfín Artur Mas y a caballo de su fulgurante giro soberanista del tórrido septiembre de 2012.
Ubú rey
Ubú reyNo era la única vez que fui objeto de la reprimenda personal de Pujol, por inocuas o irrelevantes que fueren sus amonestaciones. Mucho antes de aquel fugaz episodio espistolar, en la primera andadura del Parlament de Catalunya de los años ochenta, no dudó en enviar un ordenanza a la tribuna de prensa para requerir mi presencia inmediata en la sala de los pasos perdidos, en pleno desarrollo de una sesión de la Cámara. “El President vol parlar amb vosté ara”, susurró el funcionario poniendo en alerta a mis compañeros ante un posible scoop presidencial para La Vanguardia.
Nada de scoop. Pujol, al que aun no había tratado en persona, me tomó del brazo y, mientras íbamos de un extremo al otro de la sala con paso frenético, me propinó un rapapolvo digno de patio de colegio. “Mire, usted escribe estas 'gracietas' sobre lo que se debate aquí, pero ha de saber usted que en el Parlament se tratan cosas muy importantes para Cataluña”, me dijo visiblemente molesto. Creo que solo acerté a balbucear alguna ironía cortés, tal era mi estupor. Por lo visto no le divertía el tono de las notas “de color” que yo publicaba con seudónimo (Tabelion) como complemento de mis crónicas informativas, según el encargo recibido del entonces director Horacio Sáenz Guerrero. El sentido del humor de Pujol estaba a la altura de su pulcritud fiscal.
Yo seguí publicando libremente mis notas pero aquel día percibí muy de cerca el peculiar talante y personalidad política de quien ya había sido inmortalizado en el escenario del Teatre Lliure como el rey Ubú de Cataluña, con las consecuencias ya conocidas para el autor de aquel premonitorio montaje teatral. Incluso me atreví en otra ocasión a ironizar por escrito sobre la dimensión institucional de Pujol, de quien escribí que más que president parecía el alcalde de Cataluña. De hecho ejercía como tal y de todo aquello que conviniera en presunto beneficio del país y su destino histórico.
Causa rubor mencionar hoy estas cosas tan inocentes e inverosímiles, pero en aquella época Pujol ya era el gran tótem de la Cataluña postfranquista, postarradellista y socioconvergente. Hasta el más veterano del gremio respetaba sin rechistar el famoso “no toca” de sus comparecencias públicas o sus presuntas ruedas de prensa. Su desfachatez en este terreno era proverbial: recuerdo que en una entrevista para el diario acordada en una de las últimas campañas electorales le pregunté por el precio de un litro de leche para completar una especie de cuestionario Proust común a todos los candidatos. “¿Le importa llamar esta tarde al servicio de prensa para que le den el importe exacto? No quisiera fallar en este dato que afecta al mundo de la payesía”, alegó sin cortarse lo más mínimo y con la mayor naturalidad del mundo.
Una anomalía colectiva
Una anomalía colectivaEstas pequeñas anécdotas carecen de importancia más allá de la peripecia personal. Otros colegas con mayores responsabilidades podrían escribir auténticos best-sellers sobre la crónica político-periodística de Cataluña de los últimos treinta años. Sin embargo, estas pinceladas sirven para ilustrar el fenómeno del pujolismo como una anomalía colectiva en la que han participado todas las instancias que habitualmente intervienen para fiscalizar al poder y evitar el ejercicio abusivo o antisocial del mismo. Más allá de cualquier discrepancia sobre el pensamiento y la práctica política de Pujol, resulta trágico verlo hoy más cerca de la imagen del clan Ceaucescu que del legado de sus propios antecesores en la causa del catalanismo y la construcción nacional de Cataluña, desde Prat de la Riba hasta Macià, Companys y Tarradellas.
Pero nada ocurre por voluntad de un solo individuo. El pujolismo como era política o gesta personal no se explica sin un Parlamento dócil y amordazado por las mayorías absolutas continuadas, una judicatura atacada por la carcoma de la corrupción y unos medios de comunicación anestesiados por las subvenciones, la connivencia y la desidia. Su vasta cultura política, su ambición, su capacidad de trabajo y su invencible tenacidad y vocación por la causa nacional de Cataluña son aspectos incuestionables de su biografía, pero ya no son los que determinan su talla como personalidad pública.
En lo que a mí concierne como periodista, pues, Pujol es también culpa nuestra, ya que en aquel verano de los noventa yo no fui consecuente y no investigué o propuse investigar y documentar los “intereses no tan legítimos” del entorno pujolista que ya eran más que una presunción. Tampoco me atreví en su día a explicar a mis lectores la peripecia de la impertinente e intimidatoria llamada a capítulo en los salones del Parlament. Del mismo modo, eludí igualmente revelar su espíritu tramposo cuando fue interrogado sobre el precio de la leche en una entrevista periodística.
Territorio de la ‘omertà’
Territorio de la ‘omertà’Todo eso entre otras muchas cosas imputables a nuestro oficio, algunas de mucho mayor calado que sin duda aflorarán tarde o temprano, como casi todo. Cuando el entonces presidente Pasqual Maragall lanzó la famosa maragallada del 3% en sede parlamentaria, ya en los albores del nuevo siglo, no recuerdo que nadie de la prensa catalana de referencia se pusiera a rastrear la verdad sobre las comisiones de las contratas públicas, con el fin de servir a la opinión pública, defender al contribuyente y, en fin, cumplir con los deberes de la vida en democracia. Así que Pujol también somos un poco todos nosotros de alguna forma, ya que la omisión continuada acaba derivando en complicidad o negligencia estructural. El territorio de la omertà.
De ahí que el daño moral y político del fraude pujolista se extienda incluso a quienes no hayan profesado nunca la fe convergente y, desde luego, a las instancias sociales y representativas encargadas de observar neutralidad y comprometidas en el control y fiscalización del poder. Es una evidencia que la historia del pujolismo está ahora por reescribir de arriba abajo y que esto no será posible hasta que amaine el vendaval secesionista que ha roto los diques de las convenciones del pasado con ayuda de armamento de grueso calibre. La reciente intervención del ministro Montoro en el Congreso revela crudamente que en el conflicto político abierto hace dos años ya no se hacen prisioneros y que todo queda sujeto a los términos del armisticio tras el día D.
En todo caso, urge poner fin al linchamiento del culpable del traumático fraude infligido al país y al desaforado auto de fe sobre el caso en versión multimedia. Eso exige responsabilidad y sinceridad a todos los actores que han intervenido por acción u omisión en la génesis, desarrollo y pervivencia de una épica política que ha dado cobijo a un sistema clientelar entregado a la rapiña a ambos lados de la frontera entre lo público y lo privado. Y, lo que es peor, todo ello al amparo del patriotismo y la causa de la nación. Costará mucho tiempo superar todo esto y el coste no será pequeño.