Siempre he pensado que el barcelonés es muy poco curioso con su ciudad, de alma grande y tamaño pequeño. Eso provoca una normalidad donde las personas van por la calle a toda velocidad sin fijarse en sus semejantes ni en los edificios tan particulares que recorren su tejido urbano, surcado de espacios que la mayoría desconoce al conformarse con establecer unos recorridos rutinarios de casa al trabajo y viceversa, perdiéndose muchas maravillas que, pese a estar al alcance de cualquier mano, pasan desapercibidas entre el ninguneo municipal y la desidia colectiva.
Una de ellas es el templo de la calle Bailén número 70-72, famoso porque, como sucede con este artículo, cada x tiempo algún escritor o periodista lo rescata del olvido y comete múltiples torpezas tanto en la descripción del edificio como en la enumeración de sus mil vicisitudes históricas que recogen las crónicas y el crecimiento de la fealdad de su calle que ha terminado por medio embotarlo entre construcciones modernas, que dignifican más aun su belleza por la noche, cuando la ausencia de tráfico y el silencio le confieren un halo mágico que sólo oscurece la vegetación que lo envuelve y oculta.
Espero no caer en tan clásicos errores, entre otras cosas porque conocer la existencia del taller, tan cerca y lejos del centro, confiere una especie de patente de corso barcelonina, apartado como está de las cámaras turísticas y la masificación de otras parcelas demasiado explotadas en el boom de Messi y Gaudí. En mi caso lo amo porque me gusta pasear con tranquilidad y la zona adyacente al Paseo San Juan es un auténtico pozo de sorpresas hermanado con la primera fase de la construcción del Eixample modernista, cuando la zona dejó de ser un extraño tutti frutti arquitectónico para consolidar una unidad estilística que permitió la excepción que confirma la regla por obra y gracia de los hermanos Masriera, afamados joyeros que decidieron lucir más que nadie con un taller de orfebrería inspirado en la Antigüedad que encargaron a Josep Vilaseca i Casanovas, autor de la casa dels paraigües de la Rambla. Sus seis columnas corintias y el frontón que corona la fachada podrían recordar al templo de Augusto ubicado en el actual centro Excursionista, pero también tienen algo de la Maison Carrée de Nimes o el Erecteion de la Acrópolis con el añadido lateral de ese par de grifos, animales mitológicos que custodian los lados y se complementan con el añadido posterior en la puerta, donde unas verjas que mucha gente cree masonas vigilan la entrada entre estrellas de cinco puntas y pinchos artísticos que acrecientan las ganas de acceder al recinto.
¿Qué hay en su interior? Los dos hermanos Masriera convirtieron esa inmensidad en un pequeño gran museo de objetos con piezas exóticas provenientes de los lugares más remotos del Planeta como marco excepcional de las tertulias culturales que nacían con naturalidad entre tantas piezas preciadas. En 1912 Lluís Masriera heredó la maravilla y la reformó para poder cumplir sus sueños escenográficos que se consolidaron con la fundación de la compañía vanguardista de teatro amateur el Belluguet y la inauguración en febrero de 1933 del Teatro Studium, con capacidad para 500 espectadores. La guerra rompió este sueño que hasta había presenciado una lectura de García Lorca bajo la atenta mirada de Margarita Xirgu.
El advenimiento del Franquismo lo vio otra vez con galas de espectáculo a través de la Sociedad Teatral Helena, que en 1951 cedió el testigo a la pequeña compañía eucarística del corazón de Jesús. Por eso, y por un cartel donde se invita a dejar prendas de ropa usada, muchos creen que las monjas son las que controlan la propiedad del inmueble, inaccesible para el gran público en un pecado que espero se subsane bien pronto porque esta joya protegida, que tanto ha perdido con el paso de los decenios entre estatuas y brillo, merecería ser visitada por todos. En realidad hoy en día la pequeña compañía eucarística del corazón de Jesús pertenece a la Fundación Pere Relats, dedicada a la atención a las personas mayores que según ciertas informaciones negociaría un acuerdo con el fondo de inversión KKH Capital Group i Perella Weinberg Partners, deseoso de quedarse con los derechos urbanísticos del edificio en una operación de permuta que permitiría a este grupo la posibilidad de añadir cinco mil metros cuadrados a la torre Deutsche Bank de la Diagonal para edificar habitaciones de un nuevo hotel de cinco estrellas, algo bastante improbable si se considera que ahora mismo están congeladas las licencias de este tipo, pero claro, ya se sabe que determinadas políticas del parque temático van hacia esta dirección, y esa mole vertical es muy tentadora. El acuerdo no destrozaría el hermoso templo porque está protegido en categorías patrimoniales, sólo se ejercería una permuta que quizá activaría y daría nueva vida a una de las edificaciones más extraordinarias de la ciudad. Sea esto o no cierto, algo que no podemos saber porque lo que hemos leído es bastante confuso, creo que sería fundamental que el Ayuntamiento, con o sin la nueva especulación, diera valor a las construcciones excepcionales que cobijan sus muros, pues es una lástima que el ciudadano deba conformarse con preguntas cuando contempla ese brillante exterior del que nadie ofrece respuestas y genera muchas leyendas que sí, son divertidas, pero no responden al rigor histórico que la capital catalana debería tener para con sus perlas. La clave, como siempre, radica en transmitir bien la información y propiciar la visita de unos monumentos descuidados que piden a gritos airearse y ser accesibles para disfrute de todos los ciudadanos como ocurre en el resto de grandes centros culturales del resto de Europa.
Siempre he pensado que el barcelonés es muy poco curioso con su ciudad, de alma grande y tamaño pequeño. Eso provoca una normalidad donde las personas van por la calle a toda velocidad sin fijarse en sus semejantes ni en los edificios tan particulares que recorren su tejido urbano, surcado de espacios que la mayoría desconoce al conformarse con establecer unos recorridos rutinarios de casa al trabajo y viceversa, perdiéndose muchas maravillas que, pese a estar al alcance de cualquier mano, pasan desapercibidas entre el ninguneo municipal y la desidia colectiva.
Una de ellas es el templo de la calle Bailén número 70-72, famoso porque, como sucede con este artículo, cada x tiempo algún escritor o periodista lo rescata del olvido y comete múltiples torpezas tanto en la descripción del edificio como en la enumeración de sus mil vicisitudes históricas que recogen las crónicas y el crecimiento de la fealdad de su calle que ha terminado por medio embotarlo entre construcciones modernas, que dignifican más aun su belleza por la noche, cuando la ausencia de tráfico y el silencio le confieren un halo mágico que sólo oscurece la vegetación que lo envuelve y oculta.