La cartelera de cine y teatro ofrece estos días varias obras sobre la última crisis financiera y los mecanismos perversos que gobiernan la economía mundial. El teatro Poliorama acaba de programar la obra Hazte banquero dentro del festival Grec, la Villarroel propone hasta el 31 de julio Lehman Trilogy, y los cines estrenan la película Money Monster, dirigida por Jodie Forster, con George Clooney y Julia Roberts, sobre las multimillonarias miserias de Wall Street. La cultura ha sido una de los sectores directamente perjudicados por la crisis y, en consecuencia, no deja de ser una muestra de vitalidad que retrate la situación vivida con los recursos que tiene a su alcance. El problema es si los responsables de causar la crisis y los de gestionarla para superarla ven los hechos con la misma crudeza que sus víctimas.
El rescate del sistema financiero con cifras astronómicas de dinero público (solo aquí fueron 56.181 millones de euros, según el Banco de España) se ha pagado con recortes indignantes de los servicios públicos, acompañados por reiterados casos de corrupción. La recesión más dura de las últimas generaciones ha disparado el paro del 8% al 25% y ha impuesto la precariedad. Ha devastado ahorros, puestos de trabajo y viviendas.
Por poner un solo ejemplo local, todos los miembros del consejo de administración de Catalunya Banc, encabezados por el presidente Narcís Serra y el director general Joan Todó, han sido acusados por la justicia de administración desleal, tras la denuncia presentada por la Fiscalía Anticorrupción, sobre la base de los incrementos desmesurados de sueldos que se adjudicaron mientras la entidad recibía dinero público para evitar la quiebra.
La pregunta es de qué ha servido el dinero de los contribuyentes dedicado por el gobierno a los rescates bancarios, a parte de reforzar el oligopolio de los seis grandes bancos (Santander, CaixaBank, BBVA, Sabadell, Bankia y Popular). Desde 2008 han pasado de tener una cuota del mercado de crédito del 46% al 67% y prevén alcanzar el 90%, después de la desaparición de medio centenar de entidades, 12.000 sucursales i 65.000 puestos de trabajo.
El rescate con dinero público y otras operaciones asociadas para favorecer el negocio de los bancos (incluidos aquellos que practicaron estafa, como con las llamadas acciones preferentes) ha logrado hacerlos pasar en algunos casos de la quiebra a nuevos beneficios en menos de tres años. No pueden decir lo mismo muchas otras empresas del sector productivo ni muchos particulares afectados por la crisis y la desigualdad creciente. La quiebra y el rescate de los bancos ha servido sobre todo para sanear sus beneficios, no los mecanismos con que los acumulan.
El resultado es que hoy el 1 % de los oligarcas son más ricos y más poderosos, y el 99 % de los ciudadanos más empobrecidos y más impotentes. No ha sido una crisis económica, sino una crisis de la democracia, un resoplido de la rapacidad de la ley del más fuerte, un vaciado de contenido del sistema representativo y redistributivo.
La lenta recuperación se intenta hacer a costa de consolidar la precarización de los puestos de trabajo, los salarios y los derechos sociales. El refuerzo de los responsables de la crisis y el debilitamiento de sus víctimas ha sido posible por la complicidad de los organismos políticos y la falta de oposición durante largos períodos de los ciudadanos desmovilizados, convertidos en electores irrelevantes.
Uno de los escasos ingredientes democráticos que se salva es la información, así como producciones culturales sobre las causas y los efectos de la crisis, quizás porque aparentemente sirven de poco frente al saqueo organizado. Solo aparentemente. La cartelera de teatro y cine de estos días también contribuye, a escala de sus medios, a aclarar el escándalo vivido.