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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Las siete vidas de Lucio Urtubia

Sentado en una silla del local de Plural 21 en Barcelona, se aferra con firmeza a un bastón que parece nuevo. Con una mano, con la otra o con ambas. Nunca lo suelta, como si necesitara imperiosamente tener algo entre esos dedos gruesos, coronados por nudillos enormes y altos. Darle la mano a Lucio Urtubia es como acariciar una montaña.

Se ríe y bromea casi todo el tiempo, pese a estar cansado de estas giras maratonianas que implican dos o tres charlas al día. Está lúcido, oye muy bien, se lo ve joven. Conociendo la vida que ha llevado, entre cárceles, clandestinidades y otras variantes del estrés político, uno no diría que tiene 84 años. Cubre su calvicie con una txapela negra que no se mueve ni siquiera un ápice, como si fuera una prolongación de su cabeza.

No hace pausas, no tiene lagunas, no provoca sombras. Habla con oraciones cortas que puntúa con precisión, marcando un ritmo controlado y convencido. “Yo lo que he tenido ha sido mucha, pero mucha suerte. Y por eso he hecho lo que he querido. Yo he nacido con estrella y lo digo de todo corazón. Ni yo mismo me creo lo que estoy viviendo ni lo que he vivido”, dice este albañil nacido en 1931 en el pueblo navarro de Cascante. Su historia entra en la tradición de epopeyas David contra Goliat. Pero también hay algo de curiosidad felina que, en este caso, no acabó matando al gato sino ratificando esa leyenda sobre las siete vidas.

El gurú

La gente va colmando la sala, todo el mundo quiere verlo y hablar con él. Lo saludan con reverencia y él atiende simpático, aunque hay preguntas que ya le han hecho mil veces y que ya no tiene ganas de contestar. Mucha gente joven quiere su foto con él, pero Lucio rara vez se molesta en mirar a cámara, como si no estuviera cómodo en el papel que le toca jugar, como si perdiera rápido la paciencia con los fotógrafos.

Tiene ciertas mañas repetitivas, muy propias de la vejez. A todo aquel que se acerca a saludarlo le dice que aquí, en Plural 21, han estado todo el día tratando de convencerlo de que el agua de mar es buenísima para la salud, de que se puede beber y no sé cuántas cosas más.

“¿Cómo es posible que con los millones de personas que beben agua del mar todos los veranos, nadie se cure? ¡Pues ojalá tengáis razón!”, dice casi gritando. Entre las fans, hay una que sabe de química y que comienza a darle una clase muy precisa sobre los componentes del agua salada, pero un muchacho la interrumpe y le dice que prefiere hablar de expropiar bancos que de agua de mar y la chica hace un silencio instantáneo y vergonzoso.

Lucio habla: “Qué honor luchar por las cosas buenas. ¿Cómo podemos dormir cuando no hacemos nada? En cambio, el socialisto (sic) ese de Felipín González quiso hacer el bien creando un ejército para matar vascos. ¡Fue un criminal!”. Un pelado con gafas dice que no se puede luchar contra el capitalismo usando métodos capitalistas, que tratemos de no acosarlo y de aflojar con las fotografías, que por favor no lo estresemos que aún no ha comenzado su charla.

Un chico con la camiseta de la CNT le hace caso, a medias. No pide foto, pero sí pregunta sobre el tema de las cárceles, no tanto por interés en la respuesta de Lucio sino más bien para establecer una cierta empatía con el gurú: el muchacho acaba de ser condenado a tres años de prisión por una trifulca callejera en la que unos skinheads resultaron heridos a pedradas.

Una chica le pregunta su opinión sobre Podemos. “Tengo una mala opinión – dice-. Si hubiera sido inteligente este Pablo Iglesias, hubiera podido cambiar España. Pero es sólo un universitario que sabe escribir y hablar, pero no sabe más. Sin hacer nada, ya habéis visto, Podemos tenía 28% de simpatía, pero ahora se han echado a perder por el poder. Creen que con abrir los brazos y hacer espamentos de esos es suficiente”. Muchos asienten con la cabeza, obedientes. La disertación ha comenzado.

El anarquista

“Yo no tuve que hacer ningún esfuerzo para odiar a la Iglesia, a la propiedad privada y al Estado. Yo no tenía ni pan ni alpargatas. Mi infancia fue de horrores y de atropellos. A los cinco años me hacían desfilar con un fusil de madera por la plaza de mi pueblo, me enseñaban a matar gente ya de niño. Por eso odiaba a España, a Navarra, a todos”.

Cuando no tenía que desfilar, Lucio se sentaba en la calle Jesús, la más estrecha de su pueblo. Allí, agazapado en la sombra, impedía que pasaran lo carros en los que viajaba la gente rica y les gritaba: “Vais mejor vestidos que yo, pero yo tengo más cojones que vosotros”.

Durante su exilio en Francia se inscribió en las Juventudes Libertarias y comenzó a formarse en el anarquismo. Quico Sabater, una leyenda dentro del universo anarquista español, llegó a alojarse en su casa y a dejarle a resguardo una buena provisión de armamento antes de entregarse a la justicia francesa, bajo la promesa de que Lucio debería ir a liberarlo en caso de que Francia quisiera extraditarlo a la España franquista. “La gente que lucha es porque ama, el que no lucha no ama”, continúa creyendo hoy el octogenario Lucio Urtubia, con una frase que parece sacada de un manual del perfecto anarquista romántico.

El falsificador

El 9 de julio de 1980 la policía parisina lo detuvo en una cafetería y le decomisó una maleta repleta de cheques de viajero falsos del Citibank. Cuando las autoridades del banco vieron los billetes se quedaron asombrados: eran los más perfectos que habían visto en su vida. Y cuando se enteraron de que el principal sospechoso era un albañil que apenas había ido al colegio, el asombro se convirtió en perplejidad.

Era una operación global: un día cualquiera, a la misma hora y en siete o 10 países diferentes, varias sucursales europeas del Citibank recibían cheques falsificados con la misma numeración. Fue un golpe duro: nadie quería estos papeles del Citibank, los turistas en todo el mundo perdían su dinero, aumentaban las quejas y muchos clientes retiraban sus cuentas de las sucursales.

“Yo no estaba solo, por eso nada me pertenece tampoco. Yo no sé nada ni de fotograbados ni de impresión ni de la textura del papel ni de ninguna de esas cosas. De lo que más orgullo tengo es de que unos desgraciados como nosotros enfrentamos al mayor banco del mundo y lo vencimos”, dice Lucio. Mientras estuvo en la cárcel, la policía buscó por todos lados las planchas con las que se imprimían los billetes. Pero no sólo que no las encontraron, sino que los cheques de viaje falsos del Citibank seguieron apareciendo por todo el mundo y por cada vez más países.

Los jerarcas del Citibank estaban tan desesperados por frenar la operación que no les quedó más remedio que negociar: Urtubia se comprometía a parar la circulación y, a cambio, no sólo pidió su libertad sino también unos cuantos millones para las organizaciones libertarias alrededor del mundo. Los banqueros, mordiéndose lengua y dientes, tuvieron que aceptar.

Antes del affair de los traveller checks, había intentado falsificar dólares desde Cuba con el objetivo de devaluarlo. Hasta logró tener una entrevista personal con el Che Guevara en uno de sus viajes por Europa, pero el Ministro de Economía de la joven revolución no acabó por convencerse.

También incursionó en la falsificación de documentos de identidad española para alquilar pisos y coches y para abrir cuentas bancarias con nombres falsos. Enseguida, empezó a fabricar documentos de otras nacionalidades: italianos, argentinos, belgas, uruguayos. Muchas organizaciones guerrilleras los utilizaron: Montoneros, Terra Lliure, ETA, Frente Polisario, Tupamaros y hasta los Black Panthers americanos. Lucio se jugaba la vida en cada impresión. No conocía en persona ni al 20 por ciento de la gente que acabó utilizando estos documentos.

El parisino

Lucio vive en París desde hace más de 50 años. Compró unos pisos abandonados en pleno barrio de Bellville y los restauró él mismo. En la planta baja abrió el centro cultural Louise Michel y en el primer piso se construyó su casa. Todos los que han ido a visitarlo cuentan que la puerta de la casa siempre está abierta, literalmente, sin cerrojos, para cualquiera que quiera entrar a conversar con él.

Llegó a Francia en 1954, tras desertar del ejército español. Enseguida se vinculó con la CNT, el sindicato de los anarquistas españoles exiliados: “Son ellos los que me han educado. Lo único que yo había leído en mi vida antes de llegar a París era la hoja parroquial de mi pueblo. Y empiezan a traerme periódicos y libros y es ahí donde me empiezo a educar y a aprender. ¡No quiero decir que eran ángeles! Los santos no existen. Pero eran gente tan de amor y tan de cariño, con una fe en las ideas que no se puede explicar”.

Los expulsados por el franquismo lo deslumbraron. No paraba de conocer gente interesante: artistas, obreros, intelectuales. Y, al mismo tiempo, se iba mimetizando con esa ciudad tan magnética. “Yo no sabía nada de nada, yo lo que tenía era mucha rabia”, dice ahora con su acento navarro que no perdió jamás, pese a haber pasado más de la mitad de su vida en Francia.

El albañil

Mientras el cuerpo le respondió para trabajar, Lucio Urtubia siempre se ganó la vida como albañil. Todo el dinero que ganó para la lucha política fue sólo para ese fin. Sobran testigos de que jamás utilizó para sí mismo ningún dinero que no haya provenido de su trabajo de albañil.

Entre las impresiones de dólares, cheques y pasaportes, Lucio se levantaba muy temprano y salía a trabajar en las obras de construcción. También se la rebuscó para darle utilidad política a su trabajo: fabricó escondites, hizo nuevas amistades, compró material para la militancia y ayudó a mucha gente a construir o a remodelar la casa.

“Para saber, hay que trabajar. Si no trabajamos, no sabemos nada. Se pueden hacer cosas, pero no hay que empezar por los milagros sino por lo pequeño. Para saber trabajar en la construcción, por ejemplo, hay que empezar saber barriendo. A los jóvenes no les gusta barrer. Si no hacemos lo poco no haremos nunca lo grande”, asegura este hombre de acción que fue acogido en Francia por una de sus hermanas y que enseguida comenzó a dedicarse a la albañilería en un país donde había trabajo y con salarios bastante altos en comparación con España.

Asegura que nunca le costó combinar su trabajo con la militancia, que tenemos tanto tiempo como queremos, que se puede ser flexible y trabajar muy duro, pero también hacer otras actividades humanas. Que hay que hacer, dice y repite, sin esperar a nadie.

El expropiador

El primer día en que Lucio Urtubia se presentó al servicio militar, lo llevaron a uno de los almacenes del regimiento para darle la ropa reglamentaria. Lo que vio ahí lo deslumbró: “Yo, que no había tenido camisa en mi vida, veo del día a la mañana miles de camisas y pantalones y botas. Y empecé a robar. ¡Qué placer robar! Sobre todo al regimiento, a esa patria del crimen que yo había conocido. Luego vinieron las expropiaciones bancarias, que eso fue más placer todavía”.

Comenzó a contrabandear trajes militares, botas y suministros varios del ejército hasta que lo descubrieron y, antes de ser atrapado, decidió huir a Francia, sumándole al cargo de contrabandista el de desertor. Muchos años después, ya establecido en territorio parisino y con las armas de Quico Sabater bajo su cuidado, decidió utilizarlas para expropiar bancos y financiar la lucha revolucionaria. Él prefiere hablar de “expropiación” y no de “atraco” o de “robo”.

“Dejé de hacer las expropiaciones porque no es un orgullo ponerle a un empleado de un banco una metralleta en la cabeza para que te dé todo el dinero. Yo me orinaba en el pantalón porque tenía miedo de tener que emplear una violencia que no quería”, afirma el navarro, que al enterarse del asesinato de Quico Sabater y tras comprobar la creciente amenaza de muerte que se ceñía sobre el movimiento anarquista, decidió abandonar los asaltos y dedicarse de lleno a su trabajo de albañil.

El mito

Fue en 1981, durante el juicio con el Citibank, cuando la figura de Lucio Urtubia cobró notoriedad pública y su historia cinematográfica comenzó a circular por los periódicos franceses y españoles. Veinte años después, el escritor francés Bernard Thomas publicó “Lucio. El anarquista irreductible”, un extenso perfil que profundiza en su faceta más militante.

Pero la relevancia definitiva llegó durante este contexto de crisis mundial, cuando odiar a los bancos se volvió una costumbre y Lucio Urtubia aparecía como la leyenda que había logrado engañar a los estafadores y salir indemne del intento.

La historia del albañil que estafó al Citibank se convirtió en documental en 2007, en un trabajo de José María Goenaga y Aitor Arregi. Un año después, editorial Txalaparta publicó su autobiografía “La revolución por el tejado” y en 2014, bajo el mismo sello, Lucio firmó “Mi utopía vivida”, una actualización de su balance de aquellos años. Y están las crónicas que continúan escribiéndose y diseminándose en la red, sobre una historia que fascina a cualquier espíritu medianamente curioso.

Hoy se dedica a dar conferencias en varios países del mundo y a organizar actividades en su centro cultural parisino. “El otro día estaba en Segovia y había un gran catedrático presidiendo la mesa. Yo le pregunté: ‘¿Para usted qué es la inteligencia?’ Y no supo contestar. Hitler y Franco eran muy inteligentes. Si eso es la inteligencia, pues prefiero que no haya. Para mí lo que cuenta es el hacer”, dice este hombre que de lo único que se jacta es de eso mismo, de haber hecho. Y de seguir haciendo.