Opinión y blogs

Sobre este blog

La universidad española esquiva Shangai… ¿a quién sorprende?

En los tiempos que nos toca vivir no es raro escuchar a cualquier “experto” un diagnóstico en relación con nuestra situación como país que hace referencia al hecho “innegable” de que ninguna de las universidades españolas se sitúa entre las 150 primeras en el ranking de Shangai (http://www.shanghairanking.com/ARWU2012.html). Este ranking ordena a las universidades del mundo por su prestigio, de acuerdo a criterios como publicaciones, proyectos, estudiantes, número de premios nobel impartiendo clase, etc. Esto, que tomado aislado podría guardarse en el mismo cajón que nuestras habilidades en el marco de los deportes de invierno, es utilizado como argumento para descalificar el desempeño de nuestros profesores e investigadores. Como en el caso de nuestras habilidades para manejarnos con la nieve podría tratarse de una combinación de una predisposición genética para la holganza y el placer con un marco ambiental poco adecuado. Es decir, que nuestras universidades son malas porque reflejan lo que somos. Aunque la hipótesis parece sólida y muy conectada con nuestra visión cosmogónica, es simplemente inconsistente cuando manejamos indicadores de actividad científica de otro tipo. Cualquiera de las herramientas de evaluación de la actividad investigadora disponibles nos sitúan en torno al puesto 8 o 9 y, si vemos la posición en relación con la inversión de país llevada a cabo (posición 22 en el nivel mundial), los científicos españoles resultamos sencillamente de los más eficientes del planeta. No cabe duda de que los colegas del CSIC y de algunas OPIs son muy capaces haciendo su trabajo científico, pero una buena fracción de la investigación de nuestro telar se lleva a cabo en universidades. O sea, universidades a la cola e investigación de primera. ¡Vaya paradoja!

Desde la perspectiva de los que hacemos ciencia desde las universidades se pueden poner encima de la mesa algunas claves que pueden ayudar a entender esta aparente paradoja. En realidad la razón por la que no estamos ahí, en la lista Shangai de marras, es simple y llanamente porque nada de eso se puso jamás sobre la mesa. A nadie le pareció nunca importante. Escaso consuelo, no obstante, que más parece una respuesta de macarra de barrio: “No estamos ahí porque no hemos querido, que si no...”. Dejadnos ir hasta el fondo en el primer empeño: en la universidad española nunca se realizó una verdadera transición a la modernidad. La universidad tardo-franquista era una simple mueca de lo que eran estas instituciones en los países de más al norte. Un diagnóstico optimista diría que había escasa conexión internacional, un gran desconocimiento de la profesión de científico, unas estructuras verticales y de férreo control centralizado de todo el tejido académico-científico, y una ausencia casi total de sistemas de evaluación e incentivación de la investigación. Un diagnóstico menos políticamente correcto diría que era el dominio de catedráticos, en su mayoría hombres, que disponían de los recursos, incluidos los humanos, a su antojo y donde el valor más importante era la lealtad al líder. Claro que había algunas luces, pero desgraciadamente pocas y de escaso efecto general sobre el sistema.

Como en otros aspectos, la reconversión a la que se sometió lo público en materia de educación e investigación durante la llamada transición fue más cosmética que radical. Si, en el caso de la investigación, a partir del primer gobierno socialista se comenzó una andadura que transformó radicalmente el tejido científico introduciendo ideas tan revolucionarias en la época como la evaluación por pares, la competitividad, la necesidad de completar la formación fuera de nuestras fronteras, etc., en el caso de la universidad no ocurrió así. La institución universitaria se democratizó y descentralizó con la LRU pero, a diferencia del nuevo marco investigador, se levantó el nuevo edificio universitario sin cambiar lo obtenido en herencia. La autonomía universitaria se convirtió así en el marco para consolidar la endogamia y los valores heredados. Nadie metió la excavadora allí. Nadie consideró que tener las mejores universidades fuera prioritario. El control desde Madrid se trasladó a cada universidad y comunidad autónoma, se atomizaron las áreas de conocimiento para que cada “líder” tuviera su espacio de poder, las plazas pasaron a ser controladas y cubiertas desde las universidades. El activo individual más valioso de aquella universidad de cafetín se puso en valor de nuevo: la lealtad al catedrático, una oportunidad para hacer carrera se traduce en una plaza salvo que te hayas portado mal. Aparecen decenas de universidades para cubrir expectativas electorales espurias en las que, pese a la oportunidad para soltar amarras del pasado, la encomienda cae en manos de gente con poco interés por la ciencia que reproduce el mismo esquema que ellos conocieron. En definitiva, los buenos investigadores van fuera y tienen, casi siempre, enormes dificultades para reinsertarse en el tejido universitario español.

De aquellos polvos, estos lodos. Lo dicho, nunca se puso en la lista de la compra tener una universidad de primera porque nadie se atrevió a transformar de raíz lo heredado ni vio la necesidad de hacerlo. Algunos pensamos que esta crisis podría traernos algo así, una universidad por fin pública, gratuita y revolucionariamente distinta, pero desafortunadamente, como en tantos aspectos de la vida pública, estas ideas no han tenido quien las formule ni quien las defienda en los círculos de poder. El nuevo gobierno, cabalgando en la cresta de la ola de la crisis financiera y el déficit fiscal, se apresta a desmontar lo público, pero sin levantar nada nuevo y mejor que ocupe su lugar, dejando sólo tierra yerma para que la universidad privada tenga una buena oportunidad de negocio, con la falsa excusa de que la universidad pública no puede ser ni buena ni competitiva.

Por la vía de desmontar lo público situar una universidad entre las 150 primeras será tarea imposible. La solución obvia debería pasar por hacer a la universidad pública más eficiente y competente, introduciendo incentivos y penalizaciones de acuerdo al rendimiento investigadores y docente, ofreciendo programas de actualización y mejora en ambos aspectos a su personal, y sustituyendo a cuantos no sean capaces de alcanzar a través de estos el nivel de calidad esperado. Algo que, por desgracia, no se plantea ni uno solo de nuestros gobernantes. Así que dejaremos que tanto la calidad de la formación universitaria como el éxito en los deportes de invierno sigan siendo patrimonio de los países del norte. No en vano aquí se vive mucho mejor: las cañas, las tapas y las terrazas a partir de abril... Las consecuencia de esto, para otro post.....

En los tiempos que nos toca vivir no es raro escuchar a cualquier “experto” un diagnóstico en relación con nuestra situación como país que hace referencia al hecho “innegable” de que ninguna de las universidades españolas se sitúa entre las 150 primeras en el ranking de Shangai (http://www.shanghairanking.com/ARWU2012.html). Este ranking ordena a las universidades del mundo por su prestigio, de acuerdo a criterios como publicaciones, proyectos, estudiantes, número de premios nobel impartiendo clase, etc. Esto, que tomado aislado podría guardarse en el mismo cajón que nuestras habilidades en el marco de los deportes de invierno, es utilizado como argumento para descalificar el desempeño de nuestros profesores e investigadores. Como en el caso de nuestras habilidades para manejarnos con la nieve podría tratarse de una combinación de una predisposición genética para la holganza y el placer con un marco ambiental poco adecuado. Es decir, que nuestras universidades son malas porque reflejan lo que somos. Aunque la hipótesis parece sólida y muy conectada con nuestra visión cosmogónica, es simplemente inconsistente cuando manejamos indicadores de actividad científica de otro tipo. Cualquiera de las herramientas de evaluación de la actividad investigadora disponibles nos sitúan en torno al puesto 8 o 9 y, si vemos la posición en relación con la inversión de país llevada a cabo (posición 22 en el nivel mundial), los científicos españoles resultamos sencillamente de los más eficientes del planeta. No cabe duda de que los colegas del CSIC y de algunas OPIs son muy capaces haciendo su trabajo científico, pero una buena fracción de la investigación de nuestro telar se lleva a cabo en universidades. O sea, universidades a la cola e investigación de primera. ¡Vaya paradoja!

Desde la perspectiva de los que hacemos ciencia desde las universidades se pueden poner encima de la mesa algunas claves que pueden ayudar a entender esta aparente paradoja. En realidad la razón por la que no estamos ahí, en la lista Shangai de marras, es simple y llanamente porque nada de eso se puso jamás sobre la mesa. A nadie le pareció nunca importante. Escaso consuelo, no obstante, que más parece una respuesta de macarra de barrio: “No estamos ahí porque no hemos querido, que si no...”. Dejadnos ir hasta el fondo en el primer empeño: en la universidad española nunca se realizó una verdadera transición a la modernidad. La universidad tardo-franquista era una simple mueca de lo que eran estas instituciones en los países de más al norte. Un diagnóstico optimista diría que había escasa conexión internacional, un gran desconocimiento de la profesión de científico, unas estructuras verticales y de férreo control centralizado de todo el tejido académico-científico, y una ausencia casi total de sistemas de evaluación e incentivación de la investigación. Un diagnóstico menos políticamente correcto diría que era el dominio de catedráticos, en su mayoría hombres, que disponían de los recursos, incluidos los humanos, a su antojo y donde el valor más importante era la lealtad al líder. Claro que había algunas luces, pero desgraciadamente pocas y de escaso efecto general sobre el sistema.