Uno comprende cuánto es capaz de amar un lugar, un país o una ciudad, cuando descubre lo mucho que puede llegar a odiarlo. Los últimos cinco años de mi vida, Brasil ha sido mi espacio. Y durante más de la mitad de ese tiempo, Rio de Janeiro ha sido mi casa. Hoy, cuando se acerca el día de las despedidas, esa confusa combinación de amores y odios me asalta a cada gesto mientras preparo las maletas y empaqueto con cuidado una voluminosa relación de objetos, libros y recuerdos.
Las dos caras del amor y el odio resultan tan inseparables en la vida como en las monedas. Estos días miles de personas aclamaban a los atletas olímpicos en coloristas instalaciones deportivas como las levantadas en Deodoro, el mismo lugar donde en los años 70 sólo se escuchaban los gritos de angustia de los presos políticos torturados y asesinados por la dictadura militar brasileña. Allí los alegres aficionados cantaban las victorias de sus deportistas con la misma indiferencia ante aquellos negros ecos, que esos miles de anónimos automovilistas que sin saberlo conducen sus vehículos junto a unas cunetas donde siguen reposando las calaveras olvidadas de los fusilados por Franco.
Sí, resulta fácil amar Brasil. La belleza exultante de sus selvas y ríos. El bullicio malandro del samba en la rua Ouvidor. La desvergüenza sensual de cuerpos jóvenes bajando de la favela. La dignidad negra de las bahianas preparando acarajé. La mistura africana del candomblé. La paciencia riberiña de los últimos serengueiros. Sus extensiones sin límites en el horizonte. El calidoscopio de voces y colores de la playa de Ipanema. La seriedad orgullosa del nordestino, heredera de la osadía bandolera de Lampião y María Bonita. La extravagante soberbia de Manaus con su teatro coronando las aguas amazónicas. El surrealismo militante de las películas de Glauber Rocha. La melancólica voz de Paulinho da Viola. El estridente ritmo funk reivindicando la presencia de los morros marginales. La cadencia bon vivant con aroma a whisky y cachaça de Vinicius de Moraes.
Pero también resulta demasiado tentador odiar a Brasil. La mirada excluyente de sus clases medias ufanistas en la que parecen fundirse la añoranza del viejo imperio y los rescoldos del esclavismo. La pobreza convertida en desigualdad social y en bultos humanos envueltos en mantas gris marengo durmiendo y muriendo por las aceras de Copacabana. La violencia cotidiana transformada en un auténtico genocidio de jóvenes negros de las comunidades, víctimas de las bandas, las milicias y una policía que desborda las estadísticas con su licencia para matar. Niños sin futuro consumidos por el crack. Bosques deforestados por la avaricia del agronegocio, motor de una economía transgénica. Muertos en la comunidades indígenas kaiowá, terena, mundiruku, sin el consuelo de formar parte de los índices de mortalidad. Una clase política que combina cinismo y corrupción como base de su sistema de presidencialismo de coalición.
En Brasil, como nos recordaba la vieja bossa nova, la tristeza no tiene fin, pero sí la felicidad. Dura hasta que llega ese martes que pone fin al carnaval y se esfuma la atronadora ilusión de las baterías de las escuelas de samba, de Portela, de Mangueira. O hasta que se supera la resaca de ese partido de fútbol del Fluminense contra el Flamingo, o algún triunfo de la selección que permita recordarles a los eternos rivales argentinos, que Pelé siempre será el rey. Después el ritmo de la vida volverá a una tierna saudade a la que entregarse en algún humilde boteco compartiendo en vasos pequeños algunas botellas de cerveza “estúpidamente gelada”.
Ahora me dispongo a dejar mi odiado Brasil, para regresar a mi amada España. Aunque también podría decir que me alejo de mi amado Brasil para retornar a mi odiada España. Y lo hago proyectando para ambas patrias, la misma esperanza que Chico Buarque cantara contra la dictadura: a pesar de você/amanhã há de ser outro dia. A pesar de usted, de ustedes, señores Temer o Rajoy, fazendeiros o especuladores, evangelistas ultras u cardenales como Cañizares, neoliberales del trópico o mediterráneos, a pesar de todos ustedes estoy convencido de que mañana será otro día.