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Desarraigados por el cambio climático: cuando huir es el único camino

Isidora J. Ramírez Garmendia

A fecha de hoy nuestro planeta es habitado por 7.000 millones de personas. Según fuentes de Naciones Unidas en 1950 en el mundo tan solo existían 2.600 millones. Se estima que en 2050 seremos 9.700 millones de habitantes.

Este crecimiento exponencial de la población se debe en gran medida al aumento del número de personas que sobreviven hasta llegar a edad reproductiva y a los consecuentes cambios en las tasas de fecundidad. Ello repercute en el inflacionario fenómeno de la urbanización y cómo no en el incremento con anatocismo de los movimientos migratorios que condicionan ineludiblemente el porvenir de la Humanidad, pieza esencial del hogar que llamamos Tierra.

En efecto, se prevé que más de la mitad del crecimiento demográfico a experimentar hasta 2050 tenga como sede el continente africano, seguido por Asia, donde se encuentran los dos países actualmente más poblados; China (1.400 millones) y la India (1.300 millones).

Frente a esta realidad, resulta alarmante constatar que el crecimiento de la población es directamente proporcional al número de desplazados climáticos, esto es, personas que se ven obligadas a migrar producto de adversidades climatológicas o catástrofes naturales. En la última década, más de 20 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares debido a condiciones meteorológicas extremas. El pronóstico no es nada alentador, si consideramos que la ONU sitúa en mil millones las personas desplazadas por razones climatológicas para mediados de este siglo.

Sin obviar las múltiples voces detractoras a la conceptualización de “desplazados globales” (llámense “eco refugiados”, “refugiados medio ambientales”, “migrantes climáticos” u otra nomenclatura con la que se pretenda dar expresión lingüística a una realidad –unas más adecuadas que otras-), su sustancia y proliferación en la praxis es innegable. Tan sólo el último trienio hemos sido impotentes testigos de la erupción del monte Shindake en Japón, el Tungurahua en Ecuador, el Monte Edna en Italia, el volcán Calbuco en Chile (entre otros) y de la inclemencia de Ana, Bill, Claudette, Grace, Henri y Kate, huracanes que en su devastador paso por la Costa Atlántica en 2015 nos han recordado la real dimensión de nuestra existencia.

Por su parte, la inestabilidad de los regímenes de lluvia ocasiona desde monzónicas inundaciones (Bangladesh, Nepal, La India) que tan sólo en 2017 podrían término a la vida de más de 1.200 personas, a severos períodos de sequía como la que mantiene a Somalia sumida en la más desesperante crisis alimentaria, agravada por la propagación de enfermedades ante la carencia del recurso hídrico. Ello ha obligado a familias enteras a desplazarse a pie cientos de kilómetros en búsqueda de nuevas oportunidades. Incluso desde el Cuerno de África millones de personas han huido a destinos como Yemen, país más pobre de la península arábiga sumido en la más cruenta guerra de nuestros tiempos, infectado por células yihadistas salafistas, bombardeado por drones estadounidenses a una ratio de un bombardeo cada 1,8 días. ¿Cómo será la desesperación de una madre para exponer a sus hijos a tal ambiente de violencia? ¿Imaginas preferir la guerra antes que la carencia de recursos? ¿Es que en tales casos no estamos frente a personas dignas y necesitadas de protección y refugio? La cuestión es simple; to leave or not to live, that’s the question.

Otra diáfana figura que da cuenta de la gravedad del asunto es la desertificación que asola más de 110 países en zonas tan lejanas y variopintas como el desierto de Atacama en Chile, la Falla de Bendiagara en Mali, el Taghit del Sáhara, el Salar de Uyuni en Bolivia, como paradigmas que ilustran el desgaste que año a año inutiliza más de 6 millones de hectáreas de tierra productiva, obligando a la población local a emigrar en búsqueda de tierras fértiles que les permitan paliar la crisis alimentaria a la que se exponen.

Y aunque nos suene a una película de ciencia ficción, el aumento del nivel del mar con el peligro de extinción que ello importa para países de Oceanía como Kiribati, Samoa, Fiyi y Tuvalu, prestos a desaparecer bajo el fondo marino es una amenaza inminente ¿Es que como comunidad internacional no estaremos dispuestos a brindar protección a los 11.000 habitantes tuvaluanos que en las próximas décadas verán sus hogares, sus formas de vida e incluso su vida misma quedar sumergidas bajo las aguas de la Polinesia?

Quienes niegan el cambio climático, quienes osan desvirtuar la imperante necesidad de acogida a quienes tienen como única esperanza la empatía y solidaridad entre las naciones, baste conmoverlos con la grosera cifra de 1.833 muertes que dejó el paso del huracán Katrina en la costa Atlántica de Estados Unidos en 2005 o más recientemente con los fatídicos focos incendiarios que en julio de este año se cobraron el saldo de 79 vidas humanas en Grecia.

Debemos tomar conciencia de que el cambio climático es propiciado y acelerado en gran medida por factores antropogénicos, entre los que destacan la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero. Si bien los efectos del calentamiento global no conocen fronteras ni jurisdicciones, esto es, son problemas sin pasaporte que afectan a la Humanidad entera, no afectan a todas las personas por igual. Suelen ser los sectores más vulnerables, las personas más pobres quienes sufren sus efectos de modo más catastrófico. Como bien refiere la abogada internacionalista especialista en la protección internacional de los movilizados ambientales, Carla Elena López Reyes, la misma Organización Internacional de Migraciones (OIM) ha reconocido que los países receptores no suelen ser países ricos con amplias posibilidades de gestión y recursos para ello, más bien suelen ser los Estados más pobres –y que menos gases invernadero emiten, por cierto- los que asumen la “carga” de los migrantes climáticos.

Desarraigados por el cambio climático es el nombre con el cual Oxfam titulaba el informe que en 2017 haría un llamamiento a la comunidad internacional y a la sociedad civil a responder al aumento del riesgo de desplazamientos, cuyas víctimas más sufridas suelen ser los colectivos más vulnerables, a decir, mujeres, niños y niñas, pueblos indígenas y personas de escasos recursos.

¿Pero qué medidas se pueden (y deben) tomar frente a este dantesco panorama? En primer lugar se incoa a la reducción de los factores contaminantes a nivel global (principal acelerador del cambio climático), en aras a limitar el calentamiento global a 1,5ºC. A la vez, resulta imprescindible fomentar la capacidad de resiliencia de las comunidades de cara al cambio climático. En concreto, los países desarrollados deben acelerar la adopción de medidas tendientes a descarbonizar sus economías y en paralelo, han de incrementar el apoyo oficial al desarrollo, optar por el camino de las energías renovables y tomar consciencia acerca de la irreversibilidad del cambio climático en forma conjunta y a través de políticas holísticas y cooperativas que permitan a la Humanidad coger una vía alternativa a su autodestrucción.

Pretender que el cambio climático no es una realidad, no hará que desaparezca.

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