Imaginemos el futuro con las lentes de moda:
Personas anónimas ven el informativo matinal. Artefactos esféricos flotantes similares a Hal-9000 monitorizan sus rostros abatidos. Las noticias son demoledoras. El ejecutivo anuncia la derogación de la ley contra la violencia machista y el abaratamiento del despido. De paso, niega el calentamiento global. Los personajes se colocan mascarillas. La polución es temible en la calle. Ignorado por el trajín urbanita, alguien exclama megáfono en mano: “¡No hay trabajo suficiente para una generación! ¡La gente está perdiendo sus casas! ¡Las pensiones no dan ni para sobrevivir con dignidad!”. Finalmente interpela: “¿en qué tipo de sociedad queremos vivir?”. La joven que vertebra el relato escucha la exhortación. De vuelta a casa, teclea no sabemos qué en el móvil y golpea la máquina de vigilancia. Justo entonces, irrumpen instantáneas de manifestaciones sociales, ecologistas y feministas actuales. Acto seguido, observamos a nuestra protagonista movilizándose junto a otros ciudadanos. Una voz en off entona: “Si queremos cambiar el futuro, la lucha es hoy, en el presente. Y tú, ¿qué futuro quieres?”.
Como muchos sabrán, esta historia pertenece a uno de los spots electorales que Unidas Podemos presentó para las elecciones del 10-N. Formalmente, se ubica dentro de la distopía, y más en concreto de la “distopía crítica”, categoría popularizada por Tom Moylan y Raffaella Baccolini. Las obras, últimamente cuantiosas, encasillables en semejante subgénero (la saga Los cuentos del hambre y las series El cuento de la criada y Years and Years son muestras recientes)retratan un futuro atroz donde la enorme represión ejercida por el establishment no evita la existencia de colectivos rebeldes. Al postular que incluso en los peores escenarios cabe la opción de resistir, la distopía crítica corrige el pesimismo agudo de la distopía canónica y se faculta a sí misma para llamar a la acción, recordar que nada está perdido y dejar el desenlace abierto. Sea como fuere, los conatos utópicos señalados suelen comparecer lastrados. A fin de cuentas, la distopía crítica no deja de ser eso, una distopía, motivo por el cual se expone (Moylan y Baccolini disentirían) a las contraindicaciones inherentes a dicha tradición.
Fijémonos, para corroborarlo, en el spot que nos traemos entre manos. Su mensaje brota del “activismo reactivo”, estrategia típicamente distópica que se caracteriza por alentar compromisos sociales a la defensiva, preventivos, basados en el miedo, el riesgo y la amenaza, cristalizados sobre la advertencia de que el futuro horroroso descrito en la narración se hará realidad si no tomamos cartas en el asunto. A mi entender, que Unidas Podemos haya elegido una distopía para promocionarse evidencia hasta qué punto las heterogéneas organizaciones izquierdistas de la postmodernidad (aquejadas de estrés postraumático desde noviembre de 1989) han adoptado el activismo reactivo como modus operandi privilegiado. De ahí que las veamos tantas veces enfrascadas en la protesta, la censura y el reproche, faltas de iniciativas afirmativas y de conductas propositivas, más preocupadas por crear alarma en torno a los planes del adversario que por generar ilusión en torno a los suyos. De mejorar el mundo conquistando nuevos derechos universales, han pasado a intentar que no empeore defendiendo los viejos (jubilaciones, sanidad pública…). De emancipar a los seres humanos, a rescatarlos. De criticar el presente comparándolo con un mañana mejor, a compararlo con un mañana peor, rendido al apocalipsis climático, al gobierno planetario de los ultraconservadores neoliberales o a otras calamidades por el estilo.
Este último recurso resulta especialmente espinoso. ¿Que hoy se despide a los trabajadores sin apenas indemnización económica? Seguro, pero al menos conservan ciertos derechos. ¿Que los asesinatos machistas se suceden? Sin duda, pero tenemos leyes contra la violencia de género y amplios consensos al respecto. Los residentes de la distopía podemita no poseen nada similar. Ni siquiera atisbos de intimidad u oxígeno respirable. Comparados con ellos… ¡somos afortunados! A donde quiero llegar es que aunque la distopía crítica contribuye al honorable cometido de desvelar las patologías de la actualidad, cae en la paradoja de justificarla al mismo tiempo. Más que estimular de forma significativa el deseo de derrocar el orden imperante (si lo hiciera estaríamos, dado su éxito mediático, a las puertas de un levantamiento), estimula, dice Kim Stanley Robinson, una consoladora “sensación de seguridad por comparación” que nos induce a creer que, a pesar de los pesares, el presente es preferible al futuro. ¿Les suena el “virgencita, que me quede como estoy”? Pues eso.
A tenor de las dinámicas indicadas, se entiende que numerosos progresistas acudan a los colegios electorales apáticos y desencantados, con las famosas pinzas en la nariz. Preferirían, según creo, confiar su papeleta a una izquierda utópica, ergo que juegue a la ofensiva, presta a realizar reformas de calado y a marcar la agenda con propuestas redistributivas innovadoras, para despecho e inquietud de los poderes económicos. Una izquierda, en suma, que además de plantar cara a los retrógrados e insistir en lo mal que anda todo ostente proyectos sólidos para cambiar la situación y la facultad de proyectar esperanza en el futuro. La llegada de algo así (anunciada tímidamente por Podemos hace escasos años y por el Partido Laborista ahora), no garantizaría la victoria, pero tal vez sí niveles de movilización, apoyo y debate más elevados que los que dispensa la parafernalia distópica.
Francisco Martorell Campos es doctor en Filosofía y autor de Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla (La Caja Books, 2019).